Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Tratando de respirar superficialmente para no captar el olor, se puso de pie y retrocedió con cuidado, el corazón le latía con fuerza. Philip Sobre tenía su propio cementerio. El jardín tenía un acre entero. Podía enterrar cualquier número de personas aquí. Tragó con fuerza y trató de pensar que hacer. No quería ninguna evidencia de su descubrimiento. Con la mano, borró con cuidado sus huellas y avanzó de vuelta al sendero principal, tratando de cubrir cualquier cosa que hubiera podido perturbar.

¿Lo sabía Alberto? Seguramente no la había mandado deliberadamente a mirar, esperando que hiciera el descubrimiento. ¿Era posible que él tuviera su propio orden del día? ¿Que no fuera el viejo caballero dulce que parecía ser? ¿Pero qué podría lograr con que el hecho de que ella descubriera un cadáver en el jardín privado de Philip Sobre? Este lugar era horrible y ella quería salir de allí tan rápidamente como pudiera.

Se obligó a caminar, no a correr, dirigiéndose de vuelta hacia el anciano. Al echar un vistazo por encima del hombro para mirar por última vez al cementerio, golpeó algo duro. Dos manos le agarraron los brazos en un puño firme, estabilizándola y el olor de un macho excitado le asaltó la nariz. Lo reconoció instantáneamente. Ottila Zorba, uno de los leopardos renegados y la estaba mirando con la concentrada mirada del leopardo, como si ella fuera una presa. La miró fijamente sin sonreír y lentamente, casi de mala gana, la soltó.

Isabeau forzó una pequeña sonrisa.

– Hola. No le he visto. Debería haber estado mirando por donde iba. -Dio un paso como si fuera a rodearle, pero él se deslizó con esa manera silenciosa y fluida de los leopardos, cortando su escape. Era un hombre atractivo, muy musculoso, con una cara flaca y una boca atractiva y firme.

Isabeau sintió la picazón familiar corriéndole bajo la piel. Su gata se estiró sensualmente y de repente su cuerpo se sintió sensible y dolorido, tenso de necesidad. Tuvo el impulso repentino de frotarse por todo el cuerpo masculino.

¡No te atrevas! amenazó a su felina. Creía que no te gustaba.

Hacía calor en el jardín, demasiado calor. La piel se sentía demasiado apretada. Los pezones se convirtieron en picos y rozaron su sostén. Sintió gotas de sudor que se deslizaron entre el valle de los senos. Levantó una mano para apartarse el pesado cabello que le caía por la cara. Estaba tan sensible que sólo el toque casi le quemaba la piel, como la pasada de una lengua. Tragó y le atrapó mirándole fijamente la garganta con hambre en los ojos. La acción de levantar la mano al pelo fue seductora. ¿Lo había hecho a propósito? Atrajo la atención a los senos y pezones en punta

Su gata se movió, un cebo tentador diseñado para tentar a cualquier macho en la vecindad para ayudar a su compañero a demostrarle que ella estaba escogiendo al compañero correcto. Isabeau supo exactamente qué estaba haciendo la desvergonzada. Siseó, tratando de mostrar su disgusto al macho.

– No deberías haber salido sin escolta.

– No estoy sola -se apresuró a indicar Isabeau-. Estoy aquí con el abuelo de Imelda y su protector personal.

– ¿Un anciano y su guardaespaldas débil? ¿Piensas que eso es suficiente para detenerme de tomar lo que deseo?

Ella envió una mirada rápida y furtiva hacia el bosque para ver si Jeremiah tenía un disparo claro. No lo tenía. No a menos que se hubiera movido de posición. Se humedeció los labios.

– No estoy preparada.

– Pero estás cerca. -Ottila movió la cabeza hacia ella, el movimiento lento y luego inmovilizado de un gran gato cazando y la inhaló, llevando su olor carismático a los pulmones-. Muy cerca. -Se estiró y le pasó el dedo por el seno.

La gata se volvió loca, tirándose hacia adelante, chillando una protesta, ahogando el temor de Isabeau y reemplazándolo con rabia. Saltó atrás, balanceándose hacia él, las garras estallaron, la piel ardió cuando unas garras afiladas estallaron de los dedos y le arañaron el brazo. Ningún leopardo macho tocaba a una hembra hasta que estuviera lista, incluso ella sabía eso.

– Guarda tus manos para ti. -Las garras se fueron rápidamente, dejando las manos doloridas y sintiéndose hinchadas.

La sangre goteó por el brazo de él. Este se miró las marcas de garras y entonces le sonrió.

– Me has marcado, Isabeau. -Deliberadamente siseó su nombre con una mueca posesiva en el labio.

– Tienes suerte de que no te maté por tocarme -dijo con brusquedad-. No tienes modales.

– Soy leopardo. Lo mismo que tú.

– Y estoy protegida. Tócame e incluso tu jefa te deseará muerto porque mi gente exigirá tu cabeza en una fuente.

– Es sólo mi jefa siempre que quiera trabajar para ella. Y esos hombres deberían saber que es mejor no permitirte vagar sin protección. -Le alcanzó el vientre, impertérrito por la marca de garra en el brazo, colocándole la palma sobre la matriz-. Mi niño crecerá aquí.

Isabeau alejó el brazo de un golpe una segunda vez y se retiró un par de pasos, tratando de salir al claro, frente a los árboles donde estaba segura que Jeremiah esperaba con su rifle.

Capítulo 13

– ¿Qué le pasó a tu cara? -preguntó Imelda cuando alcanzó a Conner. Él caminaba justo detrás de Philip mientras el hombre le mostraba el camino a su guarida privada-. Te ves como si te hubieras peleado con un gran felino. -Su voz tembló con entusiasmo. Ella extendió la mano mientras le seguía el paso para tocar una de las largas cicatrices.

Conner le agarró la muñeca y le empujó la mano.

– Lo hice. Un leopardo.

Él sintió su temblor.

– ¿En serio? Que aterrador.

Él se encogió de hombros.

– Sucedió. Estoy vivo. -Caminó delante de ella, cortándole el paso antes de que entrara en la habitación-. Espera aquí hasta que dé el visto bueno.

Sus ojos brillaron.

– No estoy acostumbrada a seguir órdenes.

– Entonces tus hombres no hacen su trabajo -dijo él y le dio la espalda.

Philip sostuvo la puerta abierta y Conner pasó, seguido de Río. Felipe y Leonardo se quedaron con Elijah y Marcos. Sus movimientos eran coordinados y eficientes y nadie habló. Elijah y Marcos no llamaron la atención, de la manera acostumbrada cuando su equipo barría una habitación. Imelda presionó la mano sobre su prominente pecho.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo empleaste? -le preguntó a Marcos.

Marcos frunció el ceño.

– ¿Conner? Varios años. Es un buen hombre. Conocí a su familia. -Sus leopardos no estaban cerca para detectar el olor de la mentira. Su equipo de seguridad había hecho su espectáculo y ahora, sintiéndose cómodos en la casa de Philip, se habían dispersado por todas las habitaciones para alertar a la muchedumbre que ella era una persona importante y que ellos mantenían un ojo sobre todo. Ella tenía un guardia pero no era un leopardo.

Elijah echó un vistazo a Marcos, un poco preocupado de que ambos leopardos renegados faltaran. Su preocupación primaria debería ser la seguridad de Imelda. No conocían a Marcos o a Elijah o sus intenciones.

– ¿Cuánto tiempo has tenido a tu equipo de seguridad? -preguntó Elijah.

Sus pestañas velaron sus ojos.

– Cerca de dos años. Ellos son… excepcionales.

Sus cejas se alzaron. Marcos sonrió con satisfacción.

– ¿De verdad? -dijo Elijah-. No los veo aquí donde deberían estar, protegiéndote. No seguirían siendo empleados míos ni diez minutos.

– Ni míos -estuvo de acuerdo Marcos.

La cólera se deslizó sobre su cara. No le gustaba sentirse avergonzada y podía darse cuenta que el punto señalado por ambos era válido. Fulminó con la mirada a su guardia y chasqueó los dedos. Él inmediatamente comenzó a comunicarse por la radio, diciéndole a los dos renegados que Imelda requería su presencia de inmediato.

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