Christine Feehan - Fuego Ardiente

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Conner Vega, física y emocionalmente marcado por su pasado, ha vuelto al paisaje exuberante y exótico de la selva de Panamá; su lugar de nacimiento, y esperanzadoramente un lugar en el que escapar de la culpa que lo consume. Libre para vagar por fin, el leopardo en él anhela tomar el control, pero sabiendo lo peligroso que esto sería, Conner debe resistir.
Sin embargo, hay cuestiones más serias que tratar. Conner ha sido traído de regreso para un propósito específico: ayudar a salvar a su pueblo del mal que amenaza la existencia de este, y para vengar el brutal asesinato de su madre. Y esta vez piensa encargarse del asunto.

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Imelda entró en el cuarto con los afilados tacones carmesí, los ojos oscuros se posaron instantáneamente sobre Conner, su mirada hambrienta le devoró en un examen lento y ávido que se embebió de los hombros anchos y el ancho pecho. No había error en el aura de peligro que él exudaba e Imelda inhaló bruscamente, los senos subiendo y bajando, con el serio peligro de que se desparramaran fuera del vestido.

La gata de Isabeau se volvió loca, desgarrando, arañando y gruñendo, reconociendo a una enemiga, desesperada por la libertad de destruirla. Por un momento terrible Isabeau estuvo segura de que no podría evitar que su leopardo surgiera y matara a la mujer en un ataque de furia. Los músculos se le retorcieron. Los huesos estallaron. El dolor explotó en su mandíbula y la boca pareció llenársele de dientes.

¡No! ¡No lo harás! Luchó contra el leopardo. Él nos necesita. A ambas. Llenó la mente de la gata con Conner, extrajo fuerza de él, de su amor a él. Y ella le amaba con cada fibra de su ser. Haría esto por él.

Imelda Cortez era alta y delgada, muy a la moda, pero le recordó a Isabeau una mantis religiosa, un insecto preparado para golpear a su presa a la primera oportunidad que tuviera. La mirada ávida de Imelda se deslizó con desdén sobre Isabeau una vez, pero se movió rápidamente a los hombres del grupo, un nuevo suministro de hombres para su apetito voraz. Eso les dijo a todos que Imelda no era leopardo o parte leopardo. Habría sabido que Isabeau estaba cerca del Han Vol Dan y que por lo tanto era su amenaza más grande. Los dos leopardos renegados estarían consumidos por su presencia. Su deber hacia Imelda estaría en segundo lugar frente a su necesidad de aparearse con un leopardo hembra en medio del Han Vol Dan.

Imelda se movió a través del cuarto, consciente de que todos los ojos estaban sobre ella. Frunció los labios e hizo un pequeño ruido de cloqueo, sacudiendo la cabeza.

– Esta no es manera de tratar a los invitados de Philip, Martin. -Deslizó los dedos juguetonamente por el brazo de Conner-. ¿A quién tenemos nosotros aquí?

La gata de Isabeau dio un gruñido violento, pero se calmó bajo el control creciente. Conner ni siquiera miró a Imelda. Su mirada permaneció fijó y centrada en Martin. Había una amenaza allí, muy real y Martin no se atrevió a moverse, ni con Imelda claramente dándole la señal de retroceder.

– Conner -dijo Marcos en tono bajo-. Creo que tiene el mensaje.

Conner retrocedió un paso inmediatamente, sin apartar nunca los ojos de Martin. El leopardo renegado retrocedió también y rompió la mirada, mirando a su empleadora. Había un fino brillo de sudor en su frente.

Imelda dio una inhalación de desprecio y le entregó un pañuelo.

– Límpiate. Pareces ridículo. -Se deslizó cerca de Conner y le pasó el dedo por el pecho esta vez, una invitación patente, los senos casi tocándole, su perfume le tragó, los ojos le devoraron-. Muy pocos hombres pueden vencer a mis guardias.

Martin se revolvió como si fuera a protestar. La mano de Imelda subió y ondeó lánguidamente.

– Vete, Martin. Me aburres.

Martin miró a Isabeau, los ojos le brillaron peligrosamente y luego miró una vez más a su jefa. El odio estalló brevemente y se giró con brusquedad, gesticulando a los otros guardas de seguridad, que se dispersaron por el cuarto. Sólo entonces, miró Conner a Imelda. Isabeau contuvo la respiración. No había expresión en absoluto en su cara.

– Perdone, señora. -Se movió en silencio de vuelta a la pared donde las sombras del cuarto se lo tragaron.

– Oh -dijo Imelda, ventilándose-. Tiene buen gusto en protectores, Marcos. Soy Imelda Cortez.

Marcos se inclinó galantemente sobre su mano.

– Un placer conocerla, Imelda, ¿puedo llamarla Imelda?

– Por supuesto. Creo que seremos grandes amigos. -Le dirigió una sonrisa encantadora, deslumbrante e hizo pucheros con los labios.

La conversación empezó cuidadosamente alrededor de ellos una vez más. Imelda no pareció advertir el caos que sus hombres habían causado. O más bien, lo sabía, decidió Isabeau, pero no le importaba que fuera inconveniente para cualquiera. Prosperaba en el drama que creaba.

– Puedo presentarte a Elijah Lospostos y a su encantadora prima pequeña, Isabeau.

Querida prima -corrigió Elijah, convirtiéndola instantáneamente en prohibido para las atenciones de Philip o de cualquiera de sus hombres.

– Elijah -murmuró Imelda-. Tu… reputación te precede.

– Toda bueno, estoy seguro -contestó Elijah con suavidad y se agachó sobre su mano, aunque no fingió permitir que los labios rozaran la piel.

– Por supuesto -estuvo de acuerdo Imelda con una sonrisa fingida y concentró su atención en Isabeau-. Querida, que vestido tan encantador. ¿Quién es el diseñador? Debo tener uno.

Elijah contestó, tomando el codo de Isabeau, le hundió los dedos en la piel. La mirada aguda de Imelda no podía dejar de ver la señal a Isabeau para que no hablara.

– Traje el vestido para ella de una de nuestras pequeñas boutiques en Estados Unidos. Viajo bastante a menudo y cuando vi éste, supe que sería perfecto para ella. Es de su tipo y conviene a su apariencia menos dramática.

Isabeau oyó la pequeña mordedura en su voz, implicando que la inocencia del vestido de Isabeau nunca convendría a alguien que llevaba el vestido rojo que revelaba medio cuerpo de Imelda. Contuvo la respiración, temerosa de que Elijah estuviera contrariando a la mujer, pero Imelda lo tomó como un cumplido. Se pasó la mano por la cadera, acariciando la tela y haciendo que los pechos sobresalieran, dándole la espalda a Isabeau como si ella fuera de poca importancia, Isabeau se dio cuenta de que esa era la intención de Elijah, cerciorarse de que Imelda no la viera como una amenaza de ninguna manera.

Intentó no permitir que el dejarla de lado socavara la confianza en sí misma. Nunca se había considerado hermosa. Era curvilínea, con un poco más de peso de lo que estaba de moda, pero tenía un gran cabello y una buena piel. No creía que pareciera gris pero junto a Imelda probablemente lo hacía. La risa cantarina de Imelda la irritó y la manera en que se movía en el centro del círculo de hombres, como si perteneciera allí, la irritó aún más.

Una quietud cayó sobre la multitud otra vez y las cabezas comenzaron a girar hacia la puerta. Isabeau se encontró siguiendo las miradas de los otros. Un guardia, obviamente uno de los de Imelda, empujaba una silla de ruedas en el cuarto. El ocupante parecía estar en la ochentena, un hombre delgado y bastante guapo con espeso cabello plateado. Llevaba el traje como si hubiera sido hecho para él, lo cual probablemente era el caso. Su sonrisa era amable, incluso benévola, gesticuló hacia varias personas y los saludó por su nombre mientras se empujaba entre la multitud.

Las personas se estiraban para tocarlo. Cada vez que alguien le saludaba, se paraba y hablaba durante unos pocos momentos antes de continuar. Las parejas le sonreían. Él parecía conocer el nombre de todos y preguntaba por los niños o los padres. Imelda suspiró y golpeó con el pie impacientemente.

– Mi abuelo -anunció-. Es muy querido.

Parecía molestarla que su abuelo fuese tan popular entre la gente. Isabeau adivinó que alejaba la atención que ella anhelaba. El hombre levantó la mirada de repente y ella pudo ver sus ojos a través de las gafas gruesas. Viejos y débiles, eran más grises que negros, pero parecían verdaderamente interesados en lo que le rodeaban. No podía imaginar que una criatura tan inmoral y malévola como Imelda pudiera estar relacionada con este hombre.

– Por amor del cielo, abuelo -dijo con brusquedad Imelda y se separó del grupo-. Tenemos invitados importantes -siseó en su oreja, empujándose entre su silla y el guardia. Tomó el control de la silla ella misma y lo empujó por la multitud restante a su pequeño rincón del cuarto-. Ven a conocer a Marcos Santos y Elijah Lospostos. Este es mi abuelo, Alberto Cortez. Es un poco duro de oído -se disculpó.

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