Me llevó más de media hora Cambiar, el triple del tiempo normal. ¿Dolía? Bueno, no tengo mucha experiencia con el dolor que no tenga que ver con el cambio de forma, pero creo que se puede decir que si me descuartizaran me dolería un poco menos. Cuando se terminó, me quedé allí otros veinte minutos, descansando y agradecida de haber podido Cambiar. Frente a la opción entre la agonía que significaba el Cambio y admitir delante de Clay y los demás que ya no podía Cambiar a mi gusto, escogía el descuartizamiento. El dolor físico desaparece antes que el orgullo herido.
Comencé por una subdivisión de hileras de casas viejas que no se habían convertido en condominios y probablemente nunca lo harían. Eran más de las diez, pero las calles ya estaban desiertas. Los padres ansiosos habían sacado a sus hijos de las plazas, largas horas atrás. E incluso los adultos se guarecían al caer el sol. Pese a que era una cálida noche de mayo, no había nadie tomando aire en los porches ni chicos jugando en las entradas de los garajes. En cambio había ventanas cerradas a través de las que salía la luz de los televisores. Se oían risotadas de los programas de televisión, que ofrecían un escapismo para los nerviosos. Bear Valley tenía miedo.
Me deslicé por el frente de las casas, oculta entre las paredes y los arbustos que las adornaban. En cada puerta sacaba el hocico y olfateaba, luego corría a ocultarme tras la siguiente hilera de arbustos. Cada destello de luces de autos me paralizaba. Mi corazón bombeaba, lleno de excitación nerviosa. No era divertido, pero el peligro agregaba un elemento que no experimentaba desde hacía niños. Si me veían, siquiera un segundo, estaría en peligro. Era una loba husmeando por el pueblo, en medio de una pesadilla colectiva por un supuesto perro salvaje. Si mi silueta se recortaba por un segundo a la luz de las ventanas, saldrían con escopetas en un instante.
Pasada más de una hora, estaba a medio recorrido de mi cuarto callejón de casas en fila, cuando sentí pasos que taconeaban en la acera. Me apreté contra los ladrillos frescos de la casa y escuché. Venía alguien por la acera y cada paso resonaba con su clic. Pensé por un instante en Clay. ¿No lo haría, verdad? Mejor que no. Me detuve oculta tras las ramas bajas de un cedro y traté de ver. Era una mujer que venía rápido por la vereda, con los tacos golpeteando sobre el cemento. Llevaba un uniforme de algún tipo, con una pollera de poliéster que apenas cubría sus anchas caderas. Llevaba una bolsa imitación cuero apretada en las manos y caminaba lo más rápido que le permitían sus tacos de cinco centímetros. A cada paso miraba hacia atrás. Olfateé y sentí un leve olor a colonia Obsesión, mezclada con el hedor de la grasa y el olor a cigarrillo. Una mesera que volvía a casa del trabajo y que no esperaba que la calle estuviera tan oscura. Cuando se acercó más olí otra cosa. Temor. Inconfundible temor. Rogué que no se largara a correr. No lo hizo. Lanzando otra mirada de temor, entró en su casa y cerró la puerta. Volví al trabajo.
Unos minutos más tarde se escuchó un aullido en el silencio de la noche. Era Clay. No utilizó el aullido típico del lobo, que hubiera llamado inevitablemente la atención, sino que imitó el llamado de un perro solitario. Había encontrado algo. Esperé. Cuando me llegó un segundo aullido, lo ubiqué y comencé a correr. El suelo fluía bajo mis pies mientras iba tomando velocidad. Me mantuve en el borde de la calle, pero no me preocupé demasiado por ocultarme. A esta velocidad, cualquiera que me viera sólo divisaría un poco de piel clara.
Al llegar al camino principal me encontré con que tenía que cruzarlo. Eso me llevó unos minutos. Al otro lado de la calle estaba el distrito de Clay, una subdivisión de casas y dúplex de la época de la guerra. Justo cuando trataba de encontrar su rastro, percibí otro, que me hizo detener y casi caí hacia atrás. Me sacudí, maldiciendo mi torpeza y retrocedí. Allí, en el cruce de dos calles, oh un licántropo, alguien a quien no reconocí. El rastro era viejo, pero claro. Había pasado por allí más de una vez. Miré calle abajo. Era en la dirección de donde había escuchado a Clay, así que cambié de rumbo y comencé a seguir el rastro del callejero.
El rastro me llevó a una casa de ladrillos de una sola planta, con adiciones de chapa de aluminio atrás. El patio trasero era pequeño y el césped estaba recién cortado, pero los yuyos competían de igual a igual con el pasto. Había basura apilada junto a la entrada y el olor me molestó. Parecía haber dos agregados a la casa, uno con puerta lateral y otro con la puerta presumiblemente atrás. La casa estaba oscura. Olfateé la vereda. El olor del licántropo era fuerte y no podía distinguir un rastro de otro. El factor más notorio era su antigüedad. Había estado pasando por aquí durante una semana. Aquí se había quedado.
Estaba tan excitada por encontrar el departamento, que no vi la sombra que se me acercaba. Cuando la advertí, giré la cabeza para ver a Clay en forma humana. Pasó su mano sobre mi nuca. Le tiré un mordiscón y me oculté tras los arbustos. Luego de Cambiar a forma humana, salí.
– Sabes que odio eso -murmuré, pasándome los dedos por el pelo ensortijado-. Cuando estoy Cambiada, te mantienes Cambiado o respetas mi privacidad. Acariciarme no sirve de nada.
– No te estaba "acariciando”, Elena. Dios, hasta el mínimo gesto… -Se contuvo, tomó aire y volvió a empezar. -Éste es el lugar del callejero, el departamento del fondo, pero no está aquí.
– ¿Estuviste adentro?
– Estaba investigando un poco y esperándote.
Miré su cuerpo desnudo y luego el mío.
– Supongo que no te habrás molestado en buscar ropa mientras andabas por aquí.
– ¿Esperas que encuentre algo colgado en la soga a esta hora? Lo siento, cariño. Como sea, esto tiene sus ventajas. Si viene el dueño, estoy seguro de que puedes convencerlo de que no llame a la policía.
Resoplé y fui a la puerta trasera. Sólo tenía una cerradura común. Fue fácil forzarla. Apenas si había abierto una rendija cuando me llegó el olor fétido de carne podrida. Tuve que esforzarme por no toser. Olía como un matadero. Al menos para mí. La nariz común probablemente no hubiese olido nada.
La puerta daba al living. Se veía como el típico departamento de soltero, con ropa sin lavar tirada sobre el sofá y latas de cerveza vacías en un rincón. Obviamente el alquiler no incluía servicio de limpieza. Había cajas con costras de pizza y restos de pescado y papas fritas sobre una mesa en el rincón. Pero ésa no era la fuente del mal olor. El callejero había matado aquí. No había señal de un cadáver; pero el fuerte olor a sangre y carne podrida lo delataba. Había traído a una mujer a su departamento, la mató y ocultó los restos en otra parte.
Empecé por el cuarto principal, mirando en los roperos y bajo los muebles, en busca de algún indicio de la identidad del callejero. No reconocí su olor, pero quizá pudiera saber quién era con un par de pistas.
Como no encontré nada, fui al cuarto donde Clay buscaba. Estaba en el piso, mirando debajo de la cama. Cuando entré, sacó un cuero cabelludo y lo tiró a un lado y siguió buscando algo interesante. Miré la cosa sangrienta y sentí que vomitaría. Clay le prestó tanta atención corno a un pañuelo de papel, más preocupado por haberse manchado las manos que por otra cosa. Clay tenía un cociente de inteligencia de más de ciento sesenta, pero no podía entender por qué matar humanos es tabú. No mataba gente inocente, por lo mismo que cualquier persona no mataría intencionalmente un animal con su auto. Pero si un humano representaba una amenaza, el instinto le decía que hiciera lo necesario. Jeremy le prohibía matar humanos, y lo evitaba sólo por ese motivo.
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