Graham Masterton - La Pesadilla

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El juez O`Brian, famoso por su lucha contra el narcotráfico, es nombrado para ocupar una vacante en el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Pero el helicóptero en el que se dirige a Washington junto con su mujer y su hija se estrella.
La compañía de seguros encarga el caso a un investigador, Michael, caso que, en principio, no presenta grandes dificultades: tanto las Fuerzas Aéreas como la policia defienden la hipótesis de que el siniestro fue un accidente.
Pero las cosas se complican cuando, pasado algún tiempo, aparece la hija de O`Brian con señales de haber sido cruelmente torturada.
Extraños individuos de tez pálida, en los que no hacen mella las balas, empiezan a perseguir a Michael. Una serie de coincidencias acabarán poniendo el descubierto una poderosa organización responsable de magnicidios a lo largo de la historia. La suerte está echada y la sombra del mal sumerge al lector en una verdadera pesadilla.

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– Fije los ojos en el centro del disco… en el punto de cobre… mantenga los ojos fijos en él y no los deje oscilar.

Cada vez que el doctor Rice empezaba a hipnotizarlo, Michael pensaba que en aquella ocasión no le sería posible. No estaba cansado en absoluto; y aquel día notaba que su resistencia era más fuerte que nunca. ¿Cómo iba el doctor Rice a ponerlo a dormir sólo con hacerle mirar fijamente un disco de zinc y cobre? Sin embargo, era consciente de que el disco había funcionado otras veces. El disco lo había guiado ya cientos de veces al interior de sus sueños; y al interior de la oscuridad que había debajo de sus sueños; y más profundo aún: al fondo de aquel foso de las Marianas que es el subconsciente humano, donde las formas y los sentimientos nadan en una oscuridad casi total…formas y sentimientos que nunca podrían salir a la luz desnuda de la vigilia.

Por ello, el disco había sido investido en la mente de Michael con unas cualidades casi sagradas: un talismán, un objeto mágico. En realidad no creía en él, pero por otra parte lo apreciaba y o respetaba. Tenía cierta aura mística, aunque no podía entender cuál. Era como la canica de vidrio de la suerte, color verde mar con la que había jugado cuando iba al colegio. En realidad no es que Michael creyera que le daba buena fortuna, pero siempre la usaba cuando se trataba de decidir la suerte de la partida; el día que la perdió se había mostrado desconsolado.

– Siente ganas de dormir -le dijo el doctor Rice con voz flemática-. No se resista a esa sensación. Permita que se apodere de usted tan pronto como llegue. Y cuando yo le diga que cierre los ojos, ciérrelos. -Entonces, el doctor Rice empezó a realizar una y otra vez pases hacia abajo con las palmas de las manos extendidas por delante de la cara de Michael. A cada movimiento le acercaba más las manos al rostro, hasta que casi llegaron a rozar las pestañas de Michael-. Ahora está empezando a sentir sueño -continuó diciendo con la voz monótona y tranquila que siempre empleaba cuando estaba hipnotizando a Michael-. Está empezando a sentir sueño. Tiene los ojos muy cansados. Está empezando a perder sensibilidad en las piernas y en los brazos. Comienza a sentir el cuerpo descansado. Va usted a dormirse. Dentro de un minuto ya estará dormido. -Le tocó los párpados a Michael y suavemente se los cerró-. Tiene los ojos cerrados -murmuró-. Le resulta imposible mantenerlos abiertos. Va a dormirse profundamente. Ya está dormido. No puede abrir los ojos. Se le han pegado.

Michael notó que la habitación se oscurecía. Esta vez estaba decidido a permanecer despierto. Pero la oscuridad resultaba muy acogedora y cálida, y, al fin y al cabo, tenía el disco para guiarlo. Además, ¿qué más daba si se dormía unos instantes? El doctor Rice nunca lo sabría. Podía dormirse rápidamente, refrescarse, y luego volver a abrir los ojos. ¿Quién iba a notarlo? De todas maneras, en el fondo, nunca había creído en el hipnotismo. Casi cada vez que el doctor Rice lo sometía a ello, Michael después se sentía mejor, pero la diferencia no era tan grande. Y nunca recordaba nada de lo que había soñado o sobre lo que había fantaseado.

Hizo esfuerzos por abrir los ojos, sólo para demostrarle al doctor Rice que seguía despierto, pero se encontró con que no podía. El cerebro parecía no hallar el resorte que levantaba los párpados. Todavía oía al doctor Rice, que entonaba:

– Ahora ya tiene los ojos bien cerrados; va a dormir profundamente.

Pero por muchos gestos que hiciera, los ojos, sencillamente, se negaban a abrirse. «Dios -pensó-. Cegado, indefenso.» Quería hablar en voz alta, quería decirle al doctor Rice que se detuviera, pero de alguna manera, la boca tampoco le funcionaba. La laringe, simplemente, se negaba a formar palabras.

Aunque Michael tenía los ojos cerrados y no podía abrirlos, veía un levísimo parpadeo de luz rosácea. Lo veía cada vez que el doctor Rice lo hipnotizaba, pero seguía sin comprender qué era.

Durante un momento, aquel parpadeo resplandeció como la aurora boreal, hasta casi llegar a deslumbrarle, pero luego se apagó de nuevo, como ocurría siempre.

Después, tras aquella brillante llamarada de luz, sintió que se hundía. Primero poco a poco, como un hombre cuyos pulmones están llenándose lentamente de agua. Pero luego empezó a deslizarse cada vez a mayor velocidad hacia la indeterminable oscuridad de su subconsciente, hacia el interior de aquel mundo donde su propio terror podía hablarle y donde sus peores temores se encarnaban.

Oyó que el doctor Rice decía:

– Más profundamente… más profundamente, más profundamente dormido.

Le sonaba como un hombre que estuviera hablando hacia el interior de un pozo de treinta metros de profundidad.

Michael sabía perfectamente dónde se encontraba: sentado en la consulta del doctor Rice, en el sillón de lona y metal cromado del doctor Rice. Sin embargo, también estaba de vuelta en casa, de pie en medio de la cocina, bebiendo café en su taza, la que tenía la inscripción «Ross Perot for President», mientras el sol de la mañana caía en diagonal sobre la mesa. A través de la ventana se veían volar cometas rojas y blancas remolineando en un trabado frenesí sobre la playa de New Seabury, y el marco de la ventana traqueteaba… dudó… traqueteaba a causa de la brisa. Su hijo Jason estaba inclinado sobre un tazón lleno de cereales, con el pelo revuelto y brillante. Su esposa Patsy llevaba puesta la bata de algodón rosa, la del cuello de encaje roto, y se hallaba delante del fregadero.

– ¿Has vuelto a pensar en ello? -le preguntaba Patsy con voz borrosa. Ello significaba la muerte. Ello significaba el cadáver de John O'Brien… Ello significaba más gente cayendo como una densa lluvia del cielo, y un helicóptero quemado. Patsy se daba la vuelta y, por alguna razón, él no podía enfocar su cara, aunque sabía con certeza que era ella.

Michael asentía con la cabeza.

– He estado pensando en ello toda la noche.

Jason levantaba la mirada, y a Michael también le resultaba imposible enfocar siu cara.

– Papá… cuando vuelvas de Hyannis, ¿puedes arreglarme el freno trasero? Roza con la rueda. -Luego levantaba la cabeza otra vez y decía-: Roza con la rueda… -Levantaba la cabeza de nuevo y decía-: Roza con la rueda…

Michael pensó: «Sí, debería mantener la bicicleta de Jason en buen estado de funcionamiento.» Pero antes de que pudiera responder, Patsy decía:

– ¿Has vuelto a pensar en ello?

Y Michael empezó a tener la sensación de que estaba atrapado en un bucle de memoria que repetía lo mismo una y otra vez sin solución de continuidad.

Estaba a punto de decirle algo a Patsy acerca de Joe Garboden cuando se encontró con que no estaba en la cocina, sino viajando hacia Hyannis por la carretera de la playa de Popponosset. No sabía por qué había escogido aquella ruta. Tendría que haberse dirigido directamente a South Mashpee e ir a dar a la carretera veintiocho. Pasar por Popponosset implicaba un innecesario y brusco rodeo. De cualquier forma, tenía la vaga impresión de que se suponía que iba a ver a alguien en Popponosset, aunque no sabía de quién podría tratarse.

Lo raro era que estaba de pie mientras conducía, como si siguiera en la cocina. Veía pasar junto a él, brillante y bidimensional, en colores desvaídos como los efectos especiales de una película barata de los años sesenta, la línea de la costa iluminada por el sol de la bahía de Popponosset.

En la radio del coche, una voz seca y débil decía: «Se encontrará con usted más tarde, sí. Eso es. No dijo nada más.»

Pasaba junto al hotel Popponosset, una enorme casa en la playa cubierta de tejas, con porche y sombrillas a rayas que se inclinaban a causa de la brisa. Le pareció ver, de pie junto a la barandilla, un hombre alto, ataviado con un traje, que lo miraba, pero cuando volvió la cabeza para mirar de nuevo, el hombre se había esfumado. Las únicas personas que había en el porche era una pareja joven con polos blancos.

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