No había muerto, por supuesto, aunque había quedado irreversiblemente paralítica de cintura para abajo. Megan le había confesado, aunque sólo una vez, que hubiese preferido haber muerto; pero nunca había vuelto a decírselo, y después de aquello simplemente había tratado de tomarse las cosas del mejor modo posible.
Thomas nunca habría podido imaginar antes del accidente de Megan la lucha que suponía tener una esposa paralítica en un mundo hecho para personas capaces de caminar. Incluso las salidas más insignificantes para ir de compras habían de planearse por adelantado. (¿Dónde aparcarían? ¿Y si había puertas giratorias? ¿Habría aseos?) El primer día que habían salido juntos, Thomas descubrió, como si fuera una pesadilla, el hecho de que mas de dos tercios del mundo civilizado se habían convertido de pronto en inaccesible para ellos.Sus amigos íntimos -sus amigos del departamento de policía, los habían apoyado en buena medida. Pero su vida social había ido disminuyendo poco a poco, hasta que finalmente podían darse por afortunados si los invitaban una o dos veces al año. Incluso Joan, la hermana de Meg, y Ray, su alegre marido, raras veces les pedían ya que fueran a visitarlos a Framingham. ¿Quién deseaba realmente tener que arrastrar a una mujer en una silla de ruedas hasta la mesa del comedor? Y casi nadie aceptaba tampoco las invitaciones que ellos les hacían. Megan seguía cocinando como un ángel, pero los invitados siempre parecían sentirse violentos al ver que ella traía el asado de carne en una tabla especial colocada sobre los brazos de la silla de ruedas, como si aquello le proporcionara un sabor diferente a la comida. Thomas no tenía tiempo de amargarse por ello. Estaba demasiado ocupado viéndoselas con homicidios espeluznantes, yendo a la compra e intentando hacer llevadera la vida para los dos. Nunca había estallado en lágrimas hasta aquel día. Más de una vez se había preguntado si la vida era justa, pero nunca se había contestado.
Se detuvo en el aparcamiento de Newmarket, en la esquina que formaban la avenida Massachusetts con la plaza Newmarket. Eran las cuatro, y la tarde era agobiantemente húmeda. El cielo estaba brillante aunque algo nuboso, y el tráfico tenía un sonido amortiguado. Había algo extraño, algo onírico, en aquella humedad: como si todo el mundo anduviese pululando en una película surrealista, atareado porque sí.
Aparcó el coche, lo cerró meticulosamente y se acercó al carro de humeantes perritos calientes, que ocupaba un lugar de difícil acceso entre un viejo Lincoln y un Winnebago cubierto de pegatinas de parques nacionales. Ezra Speed Anderson ya le tenía preparado un perrito caliente, y estaba regándolo con todas aquellas salsas especiales suyas. En las gafas de sol de Speed, llenas de huellas de dedos, Thomas vio dos diminutas imágenes de sí mismo acercándose y alargando un brazo curvado por la lente.
– Marchando un Speed Dog -dijo Speed lacónicamente-. Parece que le hace falta un poco de nutrición, teniente.
Thomas sacó un par de billetes y le pagó.-He tenido un caso de los malos, eso es todo.
– El mundo es un lugar asqueroso, teniente.
Thomas tomó un bocado del perrito. Las salsas de Speed eran lo bastante ricas y picantes como para ocultar el sabor de la muerte. Comenzó a masticar y, aunque no sentía hambre, siguió masticando igualmente.
– ¿Cree usted que yo tendría que abrir una cadena de puestos? -le preguntó Speed.
¿Para qué? -inquirió Thomas-. Este carrito tuyo es uno de los mayores tesoros culinarios de Hub. ¿Quierbs echarlo todo a perder abriendo una cadena?
– No se-dijo Speed -. A veces sueño con riquezas fabulosas.
La vida es una riqueza fabulosa -le dijo Thomas-. No necesitas nada más.
– He vuelto a tener aquella pesadilla -dijo Michael.
El doctor Rice había estado jugando a los palillos. Miró, con los labios muy apretados, por encima de las gafas en forma de media luna, pero no contestó. Estaba esperando que Michael le dijera de qué pesadilla se trataba, porque había varias. Por un lado, la pesadilla acerca del depósito de cadáveres; por otro, aquella del L10-11 que se abría en canal, como un cerdo; y también estaba la pesadilla de los árboles que florecían con manos humanas, y la niña que era sólo media niña.
Y había más… algunas muy gráficas, otras misteriosas y oscuras, terrores que asaltaban, sin nombre ni cara. Michael Rearden era un revoltijo, una mezcolanza de traumas, terrores y experiencias espantosas repetidos incansablemente una y otra vez, hasta que el último hilo de su sique se tensaba tanto que parecía estar a punto de romperse.
Hacía más de un año que el doctor Rice intentaba desenmarañar los traumas de Michael, pero no resultaba tarea fácil. En cuanto conseguía desentrañar una pesadilla, otra se ponía por medio. Sin embargo, el doctor Rice no era sólo un hombre hábil, sino que además poseía una infinita paciencia, y calculaba que con cuatro o cinco años más de terapia conseguiría volver a dejar a Michael en el mismo estado de equilibrio mental en que se encontraba cuando el helicóptero aterrizó en Rocky Woods: un hombre ávido, ambicioso y desprevenido ante uno de los desastres más confusos de la historia reciente de la aviación civil.
Había una ligera diferencia entre revivir las pesadillas y enfrentarse a ellas. De momento, Michael sólo estaba reviviéndolas una y otra vez, aunque los avances emocionales que conseguía eran escasos.
La pesadilla de la caída -explicó Michael-. El cuerpo de la niña. Me refiero a esa pesadilla.
El doctor Rice titubeó en el tablero de los palillos. Luego cogió el último que podía sacar y dijo:
Me quedan tres palillos. ¿Por qué nunca consigo que me queden menos de tres?
– No creo que estemos logrando ningún avance hacia la recuperación -le dijo Michael-. Es la misma pesadilla, y exactamente con la misma claridad. E igual de aterradora, también. Intento manejarla, pero mi mente no quiere hacerlo. Es casi como si estuviera manejándome a mí mismo.
Eso no es nada raro -le explicó el doctor Rice-. Ya hemos hablado de esto antes, ¿no es así? Parte de su problema es el síndrome del superviviente. El síndrome de «por la gracia de Dios», solía llamarlo el doctor Leavis. «Por la gracia de Dios, yo me libré…» ¡Y no me siento culpable por ello!
– Pero es que yo ni siquiera iba de pasajero en ese avión -apuntó Michael.
El doctor Rice movió la cabeza de un lado a otro.
– No importa. Usted vio personas que habían resultado muertas; vio mujeres y niños inocentes hechos pedazos. Caminó entre ellos mientras usted seguía con vida.
Michael se levantó del incómodo sillón de lona y metal cromado. El doctor Rice empezó a colocar sistemáticamente todos los palillos, y Michael, al atravesar el despacho, ni siquiera le dirigió una mirada al médico; se acercó a la ventana y se puso a mirar la calle por entre las tiras verticales de las persianas. Lo único que podía ver era la parte trasera de una furgoneta amarilla con un anuncio en rojo escarlata que decía «Transmisiones Aal» pintado en un costado, y la esquina del restaurante Contented Cod, que tenía cortinas de oropel rojo y un porche blanco que imitaba el estilo colonial. También se veía un perro rojizo que dormitaba al sol, un triciclo con una banderola roja y un cesto lleno de comestibles, pan y lechuga. Era una escena vacía y rara. No pasaban automóviles ni peatones. A Michael le recordaba un cuadro de Edward Hopper.
El doctor Rice lo aguardó pacientemente. Podía permitirse tener paciencia. La terapia de Michael la pagaba Plymouth Insurance como parte del acuerdo de despido, y le correspondía al propio doctor Rice decidir cuándo Michael estaría de nuevo emocionalmente adaptado. El doctor Rice tenía gran fe en la abundancia de fondos. «Lo escaso de un modo regular es mejor o esporádico y espectacular», le había dicho a su agente de bolsa en el quinto green del Dunfey's Hyannis Resort. Pero no era un hipócrita: verdaderamente pensaba que Michael sólo podría curarse mediante una aceptación gradual y bien estructurada de lo que había experimentado.
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