Thomas Harris - Hannibal
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Consideró la forma en que deseaba aparecer a sus ojos. Ciertamente no como el pelele de la prensa que era en esos momentos. La central de la Questura en Florencia ocupa un antiguo hospital psiquiátrico, y los caricaturistas estaban sacando todo el partido posible a semejante circunstancia.
Pazzi estaba convencido de que el éxito llega como resultado de la inspiración. Su memoria visual era excelente y, como mucha gente cuyo sentido más agudo es la vista, se imaginaba la iluminación como el desarrollo de una imagen que aparecería borrosa al principio y se iría perfilando poco a poco. Reflexionaba sobre la manera en que la mayoría de las personas buscamos los objetos perdidos. Evocamos su imagen mental y la comparamos con lo que vemos a nuestro alrededor, mientras renovamos la imagen muchas veces por minuto y la hacemos girar en el espacio.
Al cabo de unos días, un atentado terrorista con bomba detrás de la Galería de los Uflizi reclamó la atención del público y la dedicación exclusiva de Pazzi por un corto periodo.
Sin embargo, aunque el importante caso de la bomba del museo exigía toda su atención, las imágenes relacionadas con el Monstruo no se le iban de la cabeza. Las veía periféricamente, como se mira alrededor de un objeto para distinguirlo en la oscuridad. Su imaginación se detenía especialmente en la pareja asesinada en la plataforma de un camión en Impruneta. El asesino había dispuesto los cuerpos con esmero, cubriéndolos de pétalos y enmarcándolos con una guirnalda de flores, y la chica tenía el pecho izquierdo al descubierto.
Cierta tarde, Pazzi acababa de salir de la Galería de los Uffizi y estaba cruzando la Piazza della Signoria cuando algo le llamó la atención al pasar junto al tenderete de un vendedor de postales.
No muy seguro del origen de la imagen, se detuvo justo en el lugar donde había ardido Savonarola. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. Los turistas abarrotaban la plaza. Pazzi sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Puede que todo estuviera tan sólo en su cabeza, la imagen, la sacudida… Volvió sobre sus pasos e hizo el mismo recorrido.
Allí estaba: un pequeño póster, cubierto de moscas y acartonado por la lluvia, de La Primavera de Botticelli. El cuadro original se exponía a sus espaldas, en el museo. La Primavera. La ninfa enguirnaldada a la derecha, con el pecho izquierdo al desnudo y flores asomándole por la boca, mientras el pálido Céfiro alarga una mano hacia ella desde el bosque.
Allí estaba. La imagen de la pareja muerta en la plataforma del camión, con la guirnalda de flores, con flores en la boca de la chica. Exacto. Exacto.
Allí, en el mismo lugar donde su antepasado se había asfixiado chocando contra el muro, le iluminó la idea, la imagen maestra que andaba buscando, una imagen creada quinientos años antes por Sandro Botticelli, el mismo artista que había pintado por cuarenta florines el ahorcamiento de Francesco de' Pazzi en el muro de la prisión de Bargello. ¿Cómo hubiera podido Pazzi resistirse a semejante inspiración, teniendo un origen tan delicioso?
Necesitaba sentarse. Todos los bancos estaban llenos. Se vio obligado a enseñar su placa y hacer levantarse a un viejo cuyas muletas no vio hasta que el veterano de guerra se alzó sobre su único pie y armó un escándalo de mil demonios.
La agitación de Pazzi tenía dos motivos. Haber descubierto la imagen en que se inspiraba el Monstruo era todo un éxito; pero había algo mucho más importante: el inspector jefe había visto una reproducción de La Primavera durante los interrogatorios a los sospechosos.
Sabía que era mejor no forzar la memoria; se recostó en el banco y dejó pasar los minutos, invitando al recuerdo. Volvió a los Uffizi y se puso delante del cuadro, pero no demasiado tiempo. Caminó hasta el mercado de la paja y acarició el morro del jabalí de bronce conocido como Il Porcellino . Cogió el coche, condujo hasta el Ippocampo y, apoyado contra la capota del polvoriento Alfa Romeo, con el olor del aceite caliente del motor en la nariz, se quedó mirando a los chavales que jugaban al fútbol.
Lo primero que vio mentalmente fue la escalera y el rellano del primer piso, luego la parte superior de la reproducción de La Primavera apareciendo conforme subía los peldaños; se dio la vuelta mentalmente y vio el marco del portal, pero nada de la calle, ningún rostro.
Experto en los trucos de interrogatorio, se interrogó a sí mismo, procurando sacar partido de sus cinco sentidos.
«Cuando viste el póster, ¿qué oíste?… Pucheros hirviendo en una cocina de la planta baja. Cuando llegaste al rellano y te paraste ante el póster, ¿qué oíste? La televisión. Una televisión en una sala de estar. Robert Stack interpretando a Eliot Ness en Los intocables . ¿Olía a comida? Sí, a comida. Vi el póster… No, no me cuentes lo que viste, lo que viste no me importa. ¿Oliste algo más? Seguía oliendo el Alfa, el interior recalentado, tenía pegado a la nariz el olor a aceite caliente, caliente porque… Raccordo , iba a toda velocidad por la autopista de Raccordo… Pero ¿adonde? San Casciano. También oí ladrar a un perro, en San Casciano… Un ladrón y violador que se llamaba Girolamo no sé qué.»
El momento en que se establece la conexión, ese espasmo sináptico de plenitud en que el pensamiento hace saltar los fusibles, es el placer más intenso a que se pueda aspirar. Rinaldo Pazzi acababa de disfrutar el mejor momento de su vida.
En hora y media Pazzi tuvo a Girolamo Tocca bajo custodia. La mujer de Tocca apedreó el pequeño convoy que se llevó a su marido.
CAPÍTULO 18
Tocca era el sospechoso ideal. De joven había cumplido una condena de nueve años por el asesinato de un hombre al que encontró abrazando a su novia al aire libre. También había sido juzgado por abusos deshonestos a sus hijas y por violencia doméstica, y había estado en la cárcel por violación.
La Questura casi destrozó la vivienda de Tocca intentando encontrar pruebas. Al final fue el propio Pazzi quien, buscando por los alrededores de la casa, halló la caja de munición, una de las pocas pruebas físicas que pudo presentar el fiscal.
El juicio causó sensación. Tuvo lugar en un edificio de alta seguridad llamado «el bunker» donde se celebraban los juicios a los terroristas en los años setenta, frente a las oficinas locales del periódico La Nazione . Los miembros del jurado, cinco hombres y cinco mujeres sentados tras el cristal antibalas, condenaron a Tocca basándose, no en las pruebas físicas, prácticamente inexistentes, sino en la personalidad del acusado. La mayor parte del público lo creía inocente, pero muchos opinaban que Tocca era un sinvergüenza cuyo sitio estaba en la cárcel. A sus sesenta y cinco años, recibió una sentencia de cuarenta años en Volterra.
Los siguientes meses fueron un sueño. Un Pazzi no había sido tan festejado en Florencia desde hacía quinientos años, cuando Pazzo de' Pazzi regresó de la primera cruzada trayendo piedras del Santo Sepulcro.
En compañía del arzobispo, Rinaldo Pazzi y su hermosa mujer presenciaron desde el Duomo la ceremonia tradicional del día de Pascua en la que aquellas mismas piedras sagradas se usan para encender la mecha de la paloma-cohete que, volando desde la catedral a lo largo de un alambre, hacía explotar un carro de fuegos artificiales en medio del entusiasmo popular.
Los periódicos se hicieron eco de las palabras con las que Pazzi atribuyó parte del mérito a sus subordinados, que habían llevado a cabo un trabajo ímprobo. Se entrevistaba a la señora Pazzi, espléndida con los modelos que los diseñadores la animaban a ponerse, para pedirle consejo sobre la moda. Los invitaban a tomar el té en las aburridas mansiones de los poderosos, y compartieron mesa con un conde en su castillo lleno de armaduras.
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