Thomas Harris - Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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De una de aquellas altas ventanas habían arrojado a Francesco de' Pazzi, desnudo y con un nudo corredizo en torno al cuello, para que muriera contorsionándose y girando como un pelele contra los rugosos muros del palacio. El arzobispo que pendía a su lado revestido con todos sus sagrados atavíos no supo proporcionarle consuelo espiritual; con los ojos saliéndosele de las órbitas y en el paroxismo de la asfixia, el santo varón clavó sus dientes en la carne de Pazzi.

Toda la familia Pazzi cayó en desgracia aquel domingo 26 de abril de 1478 por el asesinato de Giuliano de' Medici y el intento de hacer lo mismo con Lorenzo el Magnífico durante la misa en la catedral.

Ahora, Rinaldo Pazzi, de aquellos famosos Pazzi, que odiaba al gobierno tanto como hubiera podido odiarlo su antepasado, igualmente caído en desgracia y abandonado por la fortuna, y esperando oír el silbido del hacha en cualquier momento, se había acercado a aquel lugar para decidir la mejor manera de aprovechar un singular golpe de suerte.

El inspector jefe Pazzi creía haber descubierto que Hannibal Lecter vivía en Florencia. Se le presentaba la oportunidad de recuperar su prestigio y recibir todos los honores de su profesión capturando a aquel demonio. También podía vendérselo a Mason Verger por más dinero del que nunca hubiera podido imaginar. Si el sospechoso era realmente Lecter. Por supuesto, de hacer aquello, Pazzi sabía que vendería también los últimos jirones de su honor.

Pazzi no dirigía la división de investigación de la Questura por casualidad. Era un individuo capacitado para su trabajo, y en otros tiempos un hambre de lobo lo había empujado en pos del éxito profesional. También ostentaba las cicatrices de un hombre que, cegado por la prisa y una ambición desmedida, había aferrado su propio talento por el filo.

Había elegido aquel lugar para decidir su propia suerte porque tiempo atrás había experimentado en él unos instantes de iluminación que lo habían llevado a la fama y arruinado después.

Pazzi compartía el sentido de la ironía propio de sus compatriotas. Qué a propósito resultó que la funesta revelación se hubiera producido bajo aquella ventana de la cual el furioso fantasma de su antepasado quizá siguiera colgando, balanceándose contra el muro.

En aquel lugar siempre cabría la posibilidad de cambiar el destino de los Pazzi.

Fue la cacería de otro asesino en serie, Il Mostro , lo que hizo célebre a Pazzi, para convertirse más tarde en la causa de que los cuervos le picotearan el corazón. La experiencia adquirida entonces había hecho posible su reciente descubrimiento. Pero las últimas consecuencias del caso de Il Mostro habían dejado un regusto a ceniza en la boca del inspector jefe y estaban a punto de empujarlo a una caza llena de peligros a espaldas de la ley.

Il Mostro , el monstruo de Florencia, había hecho estragos entre las parejas toscanas durante diecisiete años, en las décadas de los ochenta y los noventa. Asaltaba a los amantes en cualquiera de los muchos nidos de amor al aire libre de la región. Su pauta era matarlos con una pistola de pequeño calibre, formar con sus cuerpos un meticuloso cuadro adornado con flores y dejar al descubierto el seno izquierdo de la mujer. De sus composiciones se desprendía un aire extrañamente familiar, una sensación de déjá vu .

El Monstruo se llevaba de la escena del crimen ciertos trofeos anatómicos, excepto la vez en que asesinó a una pareja de melenudos homosexuales alemanes, al parecer por error.

La presión de la opinión pública sobre la Questura se hizo insoportable y provocó el cese del predecesor de Rinaldo Pazzi. Cuando éste ocupó el puesto de inspector jefe, se sintió como un hombre enfrentado a un enjambre de abejas, con la prensa invadiendo su despacho al menor descuido y los fotógrafos apostados en Via Zara, detrás de la central de la Questura, en el lugar por donde no tenía más remedio que salir con su coche.

Los turistas que visitaron Florencia en aquella época nunca olvidarían los omnipresentes carteles en que un único ojo advertía a las parejas contra el monstruo.

Pazzi trabajó como un poseso.

Se puso en contacto con la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI para que le ayudaran a establecer el perfil psicológico del asesino, y leyó todo lo que pudo conseguir sobre los métodos utilizados por el Bureau.

Puso en marcha medidas preventivas, y así, en muchos de los escondites favoritos de las parejas y en los lugares de citas de los cementerios había más policías que enamorados en el interior de los coches. No había suficientes agentes femeninos para cubrir los turnos de vigilancia. En la época calurosa las parejas de agentes masculinos se turnaban para llevar peluca, y muchos tuvieron que sacrificar el bigote. Pazzi predicó con el ejemplo y fue el primero en afeitárselo.

El Monstruo era cauteloso. Seguía golpeando, pero al parecer no necesitaba hacerlo a menudo.

Pazzi se dio cuenta de que el Monstruo había permanecido inactivo durante largos periodos, el más prolongado de los cuales había durado ocho años, y se concentró en ese hecho. Penosa, laboriosamente, exigiendo ayuda oficinesca de cualquier departamento al que pudiera amenazar, confiscando el ordenador a su sobrino para usarlo con el único de que disponían en la Questura, Pazzi elaboró una lista de todos los delincuentes del norte de Italia cuyos periodos de encarcelamiento coincidieran con los lapsos de inactividad criminal del Monstruo. Eran noventa y siete.

El inspector jefe se adueñó del viejo pero rápido Alfa Romeo GTV de un atracador de bancos encarcelado y, haciendo más de cinco mil kilómetros en un mes, vio personalmente a noventa y cuatro de los sospechosos e hizo que los interrogaran. Los otros estaban incapacitados o muertos.

En los escenarios de los crímenes apenas se habían recogido pruebas que permitieran ir descartando sospechosos. Ni fluidos corporales ni huellas dactilares del asesino.

Tan sólo se había encontrado un casquillo de bala, en la escena del crimen cometido en Impruneta. Era munición Winchester-Western del calibre 22 con el fulminante alrededor de la base y marcas de extractor que encajaban con una pistola Colt semiautomática, posiblemente una Woodsman. Las balas extraídas de todos los cadáveres eran del mismo calibre y procedían de la misma pistola. No había marcas que indicaran el empleo de un silenciador, pero tal posibilidad no podía descartarse por completo.

Como buen Pazzi, el inspector jefe era sobre todo ambicioso, y tenía una joven y encantadora esposa con una boquita que no se cansaba de pedir. Los esfuerzos de su marido arrebataron cinco kilos a su ya magra humanidad. Los miembros más jóvenes de la Questura comentaban a sus espaldas su creciente parecido con el Coyote de los dibujos animados.

Cuando alguno de aquellos listillos manipuló el ordenador de la Questura para conseguir que los rostros de los Tres Tenores se convirtieran en las jetas de un burro, un cerdo y una cabra, Pazzi se quedó mirando la pantalla durante un buen rato y le pareció que su propia cara se transformaba una y otra vez en la del burro.

La ventana del laboratorio de la Questura estaba adornada con una ristra de ajos para mantener alejados a los malos espíritus. Después de haber visitado y encerrado al último de los sospechosos sin obtener resultados, Pazzi se quedó apoyado en el alféizar mirando al patio interior con desesperación.

Pensó en su mujer, con la que había contraído matrimonio hacía poco, en sus esbeltos y firmes tobillos y en el antojo que tenía en el nacimiento de la espalda. Pensó en la forma en que sus pechos temblaban y se agitaban cuando se lavaba los dientes, y en cómo se reía cuando lo sorprendía mirándola. Pensó en las cosas que quería darle. La imaginó abriendo los regalos. Pensaba en su mujer en términos visuales; aunque también era fragante y maravillosamente suave, lo visual siempre acudía a su mente en primer lugar.

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