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Thomas Harris: Hannibal

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Thomas Harris Hannibal

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Han pasado diez años desde que el Doctor Lecter escapó de sus captores. La agente Sterling no ha podido dejar de pensar en volver a atraparle y cuando aparece un rastro en Florencia comienza la caza.

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Burke y Hare ponían cara de circunstancias. El oficial Bolton tampoco parecía muy feliz. Indicó con la papada la desgastada Colt 45 de reglamento con cinta adhesiva alrededor de las cachas que Starling llevaba en una cartuchera yaqui tras la cadera derecha.

– ¿Va siempre por ahí con esa cosa amartillada? -quiso saber.

– Amartillada y con el cerrojo echado, cada minuto del día -le contestó Starling.

– Eso es peligroso -opinó Bolton.

– Salga a la calle de vez en cuando y se lo explicaré, oficial – replicó Starling.

Brigham cortó la discusión.

– Bolton, entrené a Starling cuando fue campeona de tiro con pistola de combate de todos los servicios tres años seguidos, así que no te preocupes por su arma. ¿Cómo te llamaban los del equipo de rescate de rehenes, los vaqueros de velero, después de que les dieras una paliza, Starling? ¿Anni [3]Oakley?

– Oakley la Letal -dijo ella, y miró por la ventanilla.

Starling se sentía sola y deprimida compartiendo con aquellos hombres la maloliente furgoneta de vigilancia. Chaps, Brut, Old Spice, sudor y cuero. El miedo sabía como un penique bajo su lengua. Una imagen mental: su padre, que olía a tabaco y jabón fuerte, en la cocina, pelando una naranja con la navaja, que había desmochado, y compartiendo los gajos con ella. Las luces traseras de la camioneta de su padre desapareciendo la noche que salió de patrulla para no volver nunca. Su ropa en el armario. La camisa que se ponía para ir al baile. Unas cuantas prendas buenas que ahora estaban en su propio armario y que ella nunca se había puesto. Tristes ropas de fiesta en las perchas, como juguetes en el desván.

– Llegaremos en unos diez minutos -dijo el conductor, volviéndose.

Brigham echó un vistazo por el parabrisas y miró su reloj.

– Éste es el plan -dijo. Tenía un diagrama dibujado a toda prisa con rotulador y un plano borroso que el Departamento de Inmuebles le había enviado por fax-. El edificio del mercado de pescado está en una manzana de almacenes y naves a lo largo del río. La calle Parcell muere en la avenida Riverside formando una placita frente al mercado. La parte trasera del edificio da al río. Hay un embarcadero que tiene la anchura del edificio, justo aquí. Además del mercado, que ocupa la planta baja, está el laboratorio de Evelda. Se entra por esta puerta, al lado de la marquesina del mercado. Evelda tendrá hombres vigilando mientras prepara la droga, por lo menos en las tres manzanas de alrededor. Ya le han avisado otras veces a tiempo para deshacerse del material. Así que el equipo de la DEA que va en la tercera furgoneta llegará en una barca de pesca al muelle a las quince horas. Podemos acercarnos más que nadie con esta furgoneta, hasta situarnos delante de la puerta, un par de minutos antes de la incursión. Si Evelda intenta escapar por delante, la atraparemos. Si se queda dentro, derribaremos esa puerta en cuanto los otros entren por detrás. La segunda furgoneta es nuestro apoyo, siete agentes que entrarán a las quince horas, a no ser que los llamemos antes.

– ¿Y cómo nos las vamos a arreglar con la puerta? -preguntó Starling.

Burke habló por primera vez.

– Si la cosa parece tranquila, con el ariete. Si oímos disparos, entonces «Avon llama a su puerta» -dijo, dando unas palmaditas a su escopeta.

Starling sabía de qué hablaba; «Avon llama a su puerta» era un casquillo de escopeta Magnum de tres pulgadas, lleno de fino polvo de plomo, que reventaba la cerradura sin herir a quienes estuvieran en el interior.

– ¿Y los hijos de Evelda? ¿Sabemos dónde están?

– Nuestro informador la ha visto dejarlos en la guardería -le explicó Brigham-. Ese tío está al tanto de la vida familiar de Evelda. Tan al tanto como se puede estar tirándosela con condón.

Los auriculares de la radio de Brigham produjeron un chirrido y él observó el trozo de cielo visible desde la ventanilla trasera.

– Puede que estén informando sobre el tráfico -comunicó a través del micrófono que llevaba al cuello. Luego se dirigió al conductor-: Fuerza Dos ha visto un helicóptero de noticias hace un minuto. ¿Ves algo tú?

– No.

– Mas vale que esté ahí por el tráfico. Vamos a atarnos los machos.

Setenta kilos de nieve carbónica no mantienen frescas a cinco personas dentro de una furgoneta de metal un día caluroso, especialmente cuando se están poniendo chalecos antibalas. Cuando Bolton alzó los brazos, quedó claro que unas gotas de Canoe no son lo mismo que una ducha.

Clarice Starling se había cosido hombreras en la camisa del traje de faena para soportar el peso del chaleco de kevlar, en teoría a prueba de balas. El chaleco, pesado por sí mismo, llevaba una placa de cerámica en la parte de delante y otra en la espalda.

Trágicas experiencias habían demostrado la necesidad de la placa dorsal. Echar una puerta abajo y dirigir una batida con un equipo al que no conoces, compuesto por individuos con diferentes niveles de entrenamiento, es una empresa más peligrosa de lo que cabría suponer. El fuego amigo te puede destrozar la columna mientras encabezas un grupo de asustados novatos.

A tres kilómetros del río, la tercera furgoneta se separó para llevar al equipo de la DEA a su cita con la barca pesquera, mientras que la segunda se mantuvo a discreta distancia del vehículo blanco camuflado.

El barrio se deterioraba a ojos vista. Un tercio de los edificios estaban condenados con tablones, y coches calcinados descansaban sobre cajas junto al bordillo de la acera. Los jóvenes holgazaneaban por las esquinas, delante de los bares y los pequeños supermercados. Un grupo de chicos jugaba alrededor de un colchón que ardía en la acera.

Si Evelda había puesto vigías, era imposible distinguirlos entre los merodeadores habituales. Cerca de las licorerías y en el aparcamiento del supermercado había hombres conversando en el interior de los coches.

Un Impala descapotable con cuatro jóvenes afroamericanos apareció en el escaso tráfico y se colocó tras la furgoneta. Los amortiguadores hacían brincar la parte delantera del coche, como en homenaje a las chicas con las que se cruzaban, y el retumbar del estéreo hacía vibrar las paredes de la furgoneta.

A través de las ventanillas traseras, Starling comprobó que los chicos del descapotable no suponían ninguna amenaza. Los Tullidos solían utilizar un sedán grande o una ranchera lo bastante viejos como para pasar inadvertidos en el vecindario, con las ventanillas traseras completamente bajadas, y dentro, tres o a veces cuatro de ellos. Hasta un equipo de baloncesto en un Buick puede resultarle siniestro a cualquiera incapaz de mantener la sangre fría.

Mientras esperaban ante un semáforo, Brigham destapó el visor del periscopio y le dio una palmada en la rodilla a Bolton.

– Echa un vistazo, a ver si reconoces a alguna celebridad local en la acera -le ordenó.

El objetivo del periscopio estaba disimulado en el ventilador del techo, y sólo permitía la visión lateral.

Bolton hizo girar el periscopio y se apartó frotándose los ojos.

– Esta cosa se mueve demasiado con el motor en marcha -dijo. Brigham se puso en contacto por radio con el equipo de la barca.

– Están a cuatrocientos metros y siguen acercándose al muelle -informó a los demás.

La furgoneta se detuvo ante un semáforo en rojo en la calle Parcell, a una manzana del mercado, y permaneció frente a él lo que les pareció un buen rato. El conductor se inclinó como para comprobar el retrovisor de la derecha y habló a Brigham de medio lado.

– Parece que no hay mucha gente comprando pescado. Allá vamos.

El semáforo cambió y, a las dos cincuenta y siete, exactamente tres minutos antes de la hora cero, la destartalada furgoneta se detuvo frente al mercado de Feliciana, en un hueco perfecto junto al bordillo.

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