Después de que las respuestas de Townsend llenaran la contratapa de dos tarjetas del menú, la primera oportunidad para escapar al interrogatorio de E. B. se le presentó cuando llegó un camarero para llenarle la copa de vino. Aprovechó el momento para volverse hacia Carol Grenville, la esposa del presidente del banco, que estaba sentada a su izquierda. Las únicas preguntas a las que Carol deseaba encontrar respuesta fueron: «¿Cómo están Kate y los niños?», y «¿Ha visto usted la reposición de Chicos y chicas ?».
– ¿Ha visto usted la reposición de Chicos y chicas , Dick? -preguntó el gobernador.
– No, no la he visto, Mario -contestó Armstrong-. Con eso de dirigir los periódicos de mayor éxito de Nueva York y Londres no encuentro últimamente tiempo para asistir al teatro. Y, francamente, con las elecciones tan cerca, me sorprende que usted pueda asistir.
– No olvide nunca, Dick, que los votantes también acuden al teatro -comentó el gobernador-. Y si uno se sienta en la quinta fila de las butacas de platea, tres mil de ellos le ven a uno inmediatamente. Siempre les complace descubrir que uno tiene sus mismos gustos.
Armstrong se echó a reír.
– Nunca habría podido ser político -comentó, al tiempo que levantaba una mano. Un instante después, un camarero apareció a su lado-. ¿Puede servirme un poco más? -le susurró Armstrong.
– Desde luego, señor -asintió el camarero de la mesa de honor, aunque casi podría jurar que ya le había servido a Armstrong una segunda ración.
Armstrong miró hacia la derecha, donde estaba sentado David Dinkins, y observó que apenas probaba la comida, un hábito bastante común entre quienes tenían que hablar después de la cena, según había podido descubrir a lo largo de los años. El alcalde, con la cabeza inclinada, comprobaba su texto escrito, y efectuaba algún pequeño cambio de última hora con un bolígrafo del Four Seasons.
Armstrong no hizo ningún intento por interrumpirlo en su tarea, y observó que Dinkins hacía un gesto de rechazo cuando se le ofreció una crème brûlée , lo que él aprovechó para sugerirle al camarero que la dejara a su lado, por si acaso el alcalde cambiaba de opinión. Cuando Dinkins acabó de repasar el texto de su discurso, Armstrong ya había dado buena cuenta de su postre. Se sintió encantado al ver una bandeja de petits fours situada entre ellos, un momento después de que se sirviera el café.
Durante los discursos que siguieron, Townsend se sintió distraído. Trató de no pensar demasiado en sus problemas actuales, pero una vez que se apagaron los aplausos tras la salutación de agradecimiento del presidente de la Asociación de la Banca, se dio cuenta de que apenas si lograba recordar nada de lo que éste había dicho.
– Los discursos han sido excelentes, ¿no le parece? -preguntó David Grenville desde el otro lado de la mesa-. Dudo que este año vuelva a haber oradores tan distinguidos para dirigirse al público en Nueva York.
– Probablemente tiene usted razón -asintió Townsend.
Su único pensamiento se centraba ahora en cuánto tendría que quedarse por allí antes de que E. B. le permitiera regresar a casa. Al mirar a su derecha, vio que la mirada de aquella mujer se hallaba fija en la mesa de honor.
– Keith -dijo una voz tras él.
Se volvió y se levantó, para recibir el abrazo de oso por el que era justamente famoso el alcalde de Nueva York. Townsend aceptaba que debía haber alguna que otra desventaja en aquello de ser el propietario del Star .
– Buenas noches, señor alcalde -saludó-. Qué agradable volver a verle. Me permito felicitarle por su excelente discurso.
– Gracias, Keith, pero no es ésa la razón por la que he venido para charlar un momento con usted. -Dirigió el dedo índice hacia el pecho de Townsend-. ¿Por qué tengo la sensación de que el director de su periódico se mete demasiado conmigo? Sé que es irlandés, pero quisiera que le preguntara cómo puede esperar que aumente otra vez el salario de los miembros del departamento de policía de Nueva York cuando la ciudad ya se ha quedado sin dinero para lo que resta del año. ¿Acaso quiere que vuelva a aumentar los impuestos, o que deje a la ciudad en bancarrota?
Townsend le habría recomendado al alcalde que empleara a E. B. para solucionar el problema del departamento de policía, pero cuando David Dinkins dejó de hablar, le dijo que hablaría con su director a la mañana siguiente, para añadir, sin embargo, que siempre había seguido la política de no interferir en el contenido editorial de ninguno de sus periódicos.
E. B. enarcó una ceja, lo que no hizo sino indicarle lo muy meticulosamente que ella había revisado sus carpetas.
– Le estoy agradecido, Keith -dijo el alcalde-. Estaba seguro de que una vez que le explicara contra qué tengo que enfrentarme, comprendería usted mi postura, aunque difícilmente sabrá usted lo que significa no poder pagar sus facturas a fin de mes.
El alcalde miró por encima del hombro de Townsend, y anunció en tono más alto.
– Ahí llega un hombre que nunca me causa ningún problema.
Townsend y E. B. se volvieron al unísono para ver a quién se refería. El alcalde señalaba con un gesto hacia Richard Armstrong.
– Supongo que son ustedes viejos amigos -dijo el alcalde, que los tomó a ambos por el brazo.
Cualquiera de los dos podría haber contestado a la pregunta si Dinkins no se hubiera alejado para continuar su ronda de visitas a la búsqueda de sacar algo. Elizabeth se apartó discretamente, pero no tanto como para dejar de escuchar cada una de las palabras que se cruzaran entre ellos.
– ¿Cómo está, Dick? -preguntó Townsend, a pesar de no sentir el menor interés por el bienestar de Armstrong.
– Nunca me he sentido mejor -contestó Armstrong, que se volvió para arrojar una nube de humo en dirección a Elizabeth.
– Tiene que haber sido un alivio para usted solucionar finalmente sus disputas con los sindicatos.
– Al final no tuvieron más remedio que aceptar -dijo Armstrong-. O aceptaban mis condiciones, o cerraba el periódico.
Russell se les acercó despacio y quedó situado cerca de ellos, por detrás.
– Pero a qué precio -dijo Townsend.
– Un precio que me puedo permitir -replicó Armstrong-. Sobre todo ahora que el periódico empieza a dar beneficios cada semana. Sólo espero que pueda usted conseguir lo mismo con Multi Media -comentó y aspiró profundamente el humo del puro.
– Eso nunca ha sido un problema para Multi Media, desde el primer día -dijo Townsend-. Con la liquidez que genera esa empresa, mi mayor preocupación consiste en disponer de personal suficiente para ingresar el dinero en el banco.
– Debo admitir que escupirle tres mil millones a ese vaquero demostró que tiene usted agallas. Yo sólo le ofrecí mil quinientos a Henry Sinclair, y sólo después de que mis contables revisaran sus libros con lupa.
En circunstancias diferentes, Townsend podría haberle recordado que en la cena ofrecida por el alcalde el año anterior, en el ayuntamiento, Armstrong le había dicho que había ofrecido a Sinclair dos mil quinientos millones, a pesar de que ni siquiera le habían permitido revisar sus cuentas, pero sabía que no podía decirle eso teniendo a E. B. a dos pasos de distancia.
Armstrong aspiró de nuevo profundamente de su habano antes de pronunciar su siguiente frase, bien meditada.
– ¿Sigue usted teniendo tiempo para ocuparse de mis intereses en el Star ?
– Más que suficiente, desde luego -contestó Townsend-. Y aunque quizá no alcance la tirada del Tribune , estoy convencido de que ya le gustaría cambiarlas por los beneficios del Star .
– Dentro de un año, por estas mismas fechas, le aseguro que el Tribune le habrá adelantado al Star en ambos aspectos.
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