Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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Ahora le tocó a Russell enarcar una ceja.

– Bueno, podemos comparar notas en la cena del próximo año – dijo Townsend-. Para entonces todo estará tan claro que cualquiera podrá verlo.

– Mientras yo controle el cien por cien del Tribune y el 46 por ciento del Star , estoy destinado a llevarme el gato al agua en cualquier caso -dijo Armstrong. Elizabeth frunció el ceño.

– De hecho, si Multi Media vale tres mil millones de dólares -siguió diciendo Armstrong-, mis acciones en el Star tienen que valer por lo menos cien millones para cualquiera.

– Si eso fuera así -replicó Townsend, con ligera precipitación-, las mías deben de valer bastante más de cien millones.

– Quizá haya llegado el momento de que uno de los dos se las compre al otro -dijo Armstrong.

Los dos hombres guardaron silencio. Russell y Elizabeth se miraron el uno al otro.

– ¿En qué estaba usted pensando? -preguntó Townsend finalmente.

Russell volvió la atención a su cliente, sin estar muy seguro de saber cómo reaccionaría. Se trataba de una pregunta para la que no tenían preparada una respuesta.

– Estaría dispuesto a sacrificar mi cuarenta y seis por ciento del Star a cambio de…, digamos que unos cien millones.

Elizabeth no dejó de preguntarse cómo habría contestado Townsend a aquella oferta si ella no hubiera estado discretamente presente.

– No me interesa -dijo-, pero le diré lo que puedo hacer. Si cree que sus acciones valen cien millones, le dejaría disponer de las mías exactamente por esa misma cantidad. No podría hacerle una oferta más justa.

Tres personas hicieron esfuerzos para no parpadear, a la espera de la reacción de Armstrong, que inhaló de nuevo el humo del puro antes de apoyarse sobre la mesa y hundir el resto del puro en el plato intacto de crème brûlée de Elizabeth.

– No -dijo finalmente, encendiendo otro puro. Lanzó una nubecilla de humo, antes de añadir-: Puedo esperar tranquilamente a que ponga sus acciones en venta en el mercado libre, porque entonces podré hacerme con ellas por una tercera parte de su precio. De ese modo controlaría los dos tabloides de la ciudad y no habría premios para suponer cuál de los dos cerraría primero. -Se echó a reír, se volvió por primera vez hacia su abogado y dijo-: Vamos, Russell, ya es hora de que sigamos nuestro camino.

Townsend se quedó allí de pie, apenas capaz de controlarse.

– Hágame saber si cambia de opinión -dijo Armstrong en voz alta, antes de dirigirse hacia la salida. En cuanto estuvo seguro de que no le podía oír, se volvió a su abogado y comentó-: Ese hombre está tan necesitado de liquidez que trataba de venderme sus acciones.

– Ciertamente, todo parecía indicar que así era -asintió Russell-. Debo confesar que no había imaginado que se produjera esa situación.

– ¿Qué oportunidades tengo ahora de vender mis acciones en el Star ?

– Ni una sola -dijo Russell-. Después de esa conversación todo el mundo en la ciudad sabrá que Townsend está dispuesto a vender. Entonces, cualquier comprador potencial supondrá que ambos tratan de desprenderse de su paquete de acciones, antes de que el otro tenga la oportunidad de hacerlo.

– Y si yo situara las mías en el mercado abierto, ¿cómo cree que reaccionarían?

– Si colocara esas acciones a la venta en el mercado, de una sola vez, se llegaría rápidamente a la conclusión de que estaría dispuesto a venderlas muy baratas, de modo que tendría suerte en conseguir apenas veinte millones. En toda venta de éxito tiene que haber un comprador bien dispuesto y un vendedor reacio. Por lo que parece, en estos momentos sólo tenemos a dos vendedores desesperados.

– ¿Qué alternativas me quedan? -preguntó Armstrong mientras se dirigían ya hacia la limusina.

– No nos ha dejado virtualmente ninguna alternativa -observó E. B.-. Voy a tener que encontrar a una tercera parte que esté dispuesta a comprar sus acciones en el Star , y hacerlo preferiblemente antes de que Armstrong empiece a hacer bajar el precio.

– ¿Por qué seguir ese camino? -preguntó Townsend.

– Porque tengo la sensación de que el señor Armstrong se encuentra incluso con mayores problemas que usted.

– ¿Qué le hace decir eso?

– En ningún momento aparté la mirada de él y, una vez terminados de pronunciar los discursos, lo primero que hizo fue dirigirse directamente hacia esta mesa.

– ¿Qué demuestra eso?

– Que sólo perseguía un propósito -contestó E. B.-. Venderle a usted sus acciones en el Star .

Una tenue sonrisa apareció en el rostro de Townsend.

– Entonces, ¿por qué no las compramos? -preguntó-. Si pudiera echarle mano a su paquete de acciones podría…

– Señor Townsend, no se le ocurra siquiera pensar en ello.

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Acciones de grupos periodísticos en caída libre Cuando Townsend subió al avión - фото 39
Acciones de grupos periodísticos en caída libre

Cuando Townsend subió al avión para Honolulu, Elizabeth Beresford ya habría sobrevolado la mitad del Atlántico. Durante las tres últimas semanas, Townsend se había visto sometido al examen más duro de toda su vida y, como sucede con todos los exámenes, tardaría algún tiempo más en saber los resultados.

E. B. había interrogado, comprobado e investigado cada uno de los aspectos de todos los tratos en los que había participado. Ahora, sabía de él mucho más que su propia madre, esposa, hijos y asesores juntos. Townsend se preguntaba si existiría algún aspecto que ella no conociera, aparte de lo que había hecho en el pabellón de la escuela con la hija del director. Y si hubiera tenido que pagar por ello, estaba convencido de que ella habría insistido en conocer todos los detalles de la transacción.

Aquella noche, al llegar a su apartamento, exhausto, repasó la última situación con Kate.

– Sólo estoy seguro de una cosa -repitió varias veces-. Mis posibilidades de supervivencia se encuentran ahora por completo en manos de esa mujer.

Habían terminado la primera fase. E. B. aceptó que la compañía era técnicamente solvente. A continuación, dirigió toda su atención a la segunda fase: el disponer de los valores. Al decirle a Townsend que la señora Summers quería recuperar sus acciones en el New York Star , él se mostró de acuerdo, aunque de mala gana. Pero E. B. le permitió al menos conservar sus intereses de control en el Melbourne Courier y en el Adelaide Gazette . Se vería obligado, sin embargo, a vender el Perth Sunday Monitor y el Continent , a cambio de mantener el Sydney Chronicle . También tendría que sacrificar sus intereses minoritarios en su canal australiano de televisión, así como todas las empresas subsidiarias de Multi Media, de modo que ya no podría seguir publicando el TV News .

A finales de la tercera semana ella ya había terminado el despiece y lo había dejado desnudo. Y todo ello por una simple llamada telefónica. Se preguntó cuándo dejarían de obsesionarle aquellas palabras.

«¿Sería demasiado preguntarle en qué cifra había pensado usted, señor Townsend?»

«En tres mil millones de dólares, embajador.»

E. B. no tuvo necesidad de recordarle que aún había que considerar el plan de contingencias, antes de que pudiera pasar a la tercera fase.

Sin embargo, por muchas veces que escribieron y volvieron a redactar el comunicado de prensa, la conclusión que transmitía era siempre la misma: la Global Corp. planteaba una situación incluida en el capítulo once de la ley de sociedades anónimas y entraría en proceso de liquidación voluntaria. Townsend nunca había tenido que emplear un par de horas más desagradables en toda su vida. Ya se imaginaba el titular del Citizen: «Townsend en bancarrota».

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