Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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– Sí -contestó Armstrong en voz baja.

– Bien. Le daré hasta finales de mes para cumplir con sus obligaciones. En caso contrario, me temo que nos veremos obligados a recurrir a métodos menos sutiles. Creo que ya le indiqué, hace muchos años, que en algún momento tendría que tomar una decisión acerca de en qué lado quería estar. Se lo recuerdo sólo porque, en estos momentos, y por citar otro dicho inglés, parece estar jugando con los dos extremos en contra del centro.

– No, eso no es justo -protestó Armstrong-. Estoy de su lado, Sergei. Siempre he estado de su lado.

– Escucho lo que me está diciendo, Lubji, pero si nuestro dinero no ha sido devuelto a finales de mes, no podré hacer nada por ayudarle. Y después de una amistad tan larga entre nosotros, eso sería de lo más desafortunado. Estoy seguro de que se dará cuenta de la tesitura en la que me coloca.

Armstrong oyó que la línea quedaba cortada. Su frente estaba cubierta de sudor. Se sintió mal. Colgó el teléfono, sacó una polvera del bolsillo y empezó a pasarse la torunda de algodón por la frente y las mejillas. Trató de concentrarse. Pocos momentos más tarde tomó el teléfono de nuevo.

– Póngame con el primer ministro de Israel.

– ¿Es un número de Manhattan? -preguntó la secretaria temporal.

– Maldita sea, ¿es que soy yo la única persona que queda en este edificio capaz de realizar una tarea tan sencilla?

– Lo siento -balbuceó la secretaria.

– No se moleste. Ya lo haré yo mismo -gritó Armstrong.

Consultó el Filofax y marcó el número. Mientras esperaba, se dedicó a pasar de nuevo las páginas del Filofax. Al llegar a la H se encontró con Julius Hahn y una voz al otro extremo de la línea dijo:

– Despacho del primer ministro.

– Soy Dick Armstrong. Necesitaría hablar urgentemente con el primer ministro.

– Veré si puedo interrumpirle, señor.

Otro clic, otra espera, unas cuantas páginas más hasta llegar a la letra L, Sharon Levitt.

– Dick, ¿es usted? -preguntó el primer ministro Shamir.

– Sí, soy yo, Yitzhak.

– ¿Cómo está, viejo amigo?

– Estupendamente -contestó Armstrong-. ¿Y usted, qué tal?

– Estoy bien, gracias. -Hizo una pausa-. Tengo los problemas habituales, claro, pero al menos me conservo con buena salud. ¿Cómo está Charlotte?

– Charlotte está muy bien -contestó Armstrong, incapaz de recordar cuándo la había visto por última vez-. Está en Oxford, cuidando de los nietos.

– ¿Cuántos tiene ahora? -preguntó Shamir.

Armstrong se lo tuvo que pensar un momento.

– Tres -contestó, y casi añadió: «¿O son cuatro?».

– Ah, hombre afortunado. ¿Y sigue manteniendo felices a los judíos de Nueva York?

– Siempre puede contar conmigo para eso -contestó Armstrong.

– Sé que podemos, viejo amigo -le aseguró el primer ministro-. Bien, dígame, ¿qué puedo hacer por usted?

– Se trata de una cuestión personal, Yitzhak, en la que espero que pueda aconsejarme.

– Haré todo lo que pueda por ayudar. Israel siempre estará en deuda con usted por el trabajo que ha hecho por nuestro pueblo. Dígame en qué puedo ayudarle, viejo amigo.

– Es una petición muy sencilla -contestó Armstrong-. Necesito un préstamo a corto plazo de cincuenta millones de dólares, que serán devueltos en un mes como máximo. Me preguntaba si podría usted ayudar de alguna forma.

Se produjo un prolongado silencio antes de que el primer ministro contestara.

– El gobierno no se dedica a hacer préstamos, claro, pero podría hablar con el presidente del Banco Leumi si cree que eso puede serle útil.

Armstrong decidió no decirle al primer ministro que ya tenía un préstamo vencido con ese banco concreto por importe de veinte millones de dólares, y le habían dejado bien claro que no le prestarían más.

– Es una buena idea, Yitzhak. Pero no se moleste. Yo mismo me pondré en contacto con él -añadió tratando de dar a su voz un tono alegre.

– Y a propósito, Dick -dijo el primer ministro-, ahora que lo tengo al teléfono… En relación con su otra petición…

– ¿Sí? -preguntó Armstrong, cuyas esperanzas aumentaron por un momento.

– Sin pretender ser morboso por ello, el Knesset acordó la semana pasada que fuera usted enterrado, llegado el momento, en el Monte de los Olivos, un privilegio que sólo se concede a aquellos judíos que han prestado un gran servicio al Estado de Israel. Felicitaciones. Como bien sabe, no todo primer ministro puede estar seguro de conseguirlo. -Se echó a reír-. Aunque espero que no aproveche usted la ventaja de esta oferta durante muchos años.

– Esperemos que tenga razón -dijo Armstrong.

– ¿Le veré entonces a usted y a Charlotte en Londres al mes que viene, en el banquete del Guildhall?

– Sí, esperamos ese momento con ilusión -contestó Armstrong-. Le veré entonces. Pero no quisiera ocuparle ahora más de su tiempo, señor primer ministro.

Armstrong colgó el teléfono, repentinamente consciente de que tenía la camisa empapada de sudor y pegada al cuerpo. Se levantó pesadamente del sillón y se dirigió al cuarto de baño, quitándose la chaqueta y desabrochándose la camisa mientras avanzaba. Una vez que hubo cerrado la puerta tras él, se secó con la toalla y se puso la tercera camisa limpia del día.

Regresó a la mesa y continuó revisando la lista de números de teléfono, hasta que llegó a la S, Arno Schultz. Levantó el teléfono y le pidió a la secretaria que le pusiera con su abogado.

– ¿Tiene usted su número? -preguntó la secretaria.

Después de otro estallido, colgó el teléfono y poco después marcaba él mismo el número de Russell. Sin pensar, pasó unas pocas páginas más del Filofax hasta que oyó la voz del abogado al otro extremo de la línea.

– ¿Tengo cincuenta millones de dólares ocultos en alguna parte del mundo? -le preguntó de inmediato.

– ¿Para qué los necesita? -preguntó Russell.

– Los suizos empiezan a amenazarme.

– Creía que les había pagado la semana pasada.

– Así lo hice.

– ¿Qué ocurrió con esa fuente inagotable de fondos?

– Se ha secado.

– Comprendo. ¿Cuánto ha dicho que necesita?

– Cincuenta millones.

– Bueno, se me ocurre una forma con la que podría conseguir por lo menos esa cantidad.

– ¿Cómo? -preguntó Armstrong, que hizo un esfuerzo para que su voz no sonara desesperada.

Russell vaciló antes de contestar.

– Siempre podría vender el 46 por ciento de sus acciones en el New York Star .

– Pero ¿quién podría poner encima de la mesa esa cantidad de dinero en tan poco tiempo?

– Keith Townsend. -Russell apartó de la oreja el teléfono y esperó a escuchar la palabra «¡Nunca!» resonando con fuerza por la línea. Al comprobar que no ocurría eso, continuó-: Supongo que estaría de acuerdo en pagar la acción por encima del precio del mercado, porque eso le garantizaría el control completo de la compañía.

Russell volvió a apartar el teléfono de la oreja, a la espera del estallido. Pero Armstrong se limitó a decir:

– ¿Por qué no habla usted con sus abogados?

– No creo que sea ése el mejor método -contestó Russell-. Si yo le llamara así, de improviso, Townsend llegaría rápidamente a la conclusión de que andaba usted escaso de fondos.

– ¡Eso no es cierto! -gritó Armstrong.

– Nadie está sugiriendo que sea así -dijo Russell-. ¿Asistirá usted a la cena de banqueros de esta noche, en el Four Seasons?

– ¿La cena de banqueros? ¿Qué cena de banqueros?

– El encuentro anual que mantienen los principales actores del mundo financiero y sus invitados. Sé que ha sido usted invitado, porque he leído en el Tribune que se sentará entre el gobernador y el alcalde.

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