Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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– Un tal señor Peter Wakeham.

– Dígale que espere, y páseme directamente la llamada de Suiza.

– ¿Es usted, Dick?

– Sí, Jacques. ¿Cómo está, viejo amigo? -preguntó Armstrong con voz alegre.

– Un poco inquieto, Dick -fue la suave respuesta desde Ginebra.

– ¿Por qué? -preguntó Armstrong-. La semana pasada deposité un cheque por importe de cincuenta millones de dólares en su sucursal de Nueva York. Tengo incluso el recibo.

– No discuto el hecho de que depositara ese cheque -dijo Lacroix-. El propósito de mi llamada es para comunicarle que hoy nos ha sido devuelto por el banco, con la anotación «Guardar en el cajón».

– Tiene que haber algún error -dijo Armstrong-. Sé que esa cuenta dispone de fondos más que suficientes para cubrir esa cantidad.

– Quizá sea así. Pero alguien se niega a entregarnos esos fondos y, de hecho, ha dejado bien claro, a través de los canales habituales, que en el futuro no cubrirán ningún cheque que se les presente al cobro sobre esa cuenta.

– Les llamaré inmediatamente y luego le llamaré a usted -dijo Armstrong.

– Le agradecería que así lo hiciera -dijo Lacroix.

Armstrong colgó y observó que la luz parpadeaba en lo alto del teléfono. Recordó que Wakeham todavía esperaba por la línea dos y levantó de nuevo el teléfono.

– Peter, ¿qué demonios está pasando ahí?

– Ni siquiera yo mismo estoy seguro de saberlo -admitió Peter-. Lo único que puedo decirle es que Paul Maitland y Eric Chapman me visitaron en casa a últimas horas de anoche y me preguntaron si había firmado algún cheque sobre la cuenta del fondo de pensiones. Les dije exactamente lo que usted me pidió que les dijera, pero tengo la impresión de que Maitland ha dado ahora órdenes para que no se pague ningún cheque que lleve mi firma.

– ¿Quiénes diablos se creen que son? -aulló Armstrong-. Es mi compañía y haré con ella lo que me plazca.

– Sir Paul dice que ha tratado de ponerse en contacto con usted desde hace una semana, pero no le ha devuelto sus llamadas. Durante una reunión del comité financiero celebrada la semana pasada dijo que si no aparecía en la reunión del consejo de administración del próximo mes, no le quedaría más remedio que dimitir.

– Pues que dimita, ¿a quién le importa eso? En cuanto se haya marchado puedo nombrar a cualquiera que sea de mi gusto como presidente.

– Desde luego que puede hacerlo -asintió Peter-. Pero creo que le gustaría saber que su secretaria me ha dicho que se ha pasado los últimos días redactando una y otra vez un comunicado de prensa para anunciar su dimisión.

– ¿Y qué? -preguntó Armstrong-. Nadie se molestará en seguir su ejemplo.

– Yo no estoy tan seguro de eso -dijo Peter.

– ¿Qué le hace decir eso?

– Después de que su secretaria se marchara, me di una vuelta por su despacho y conseguí ver la declaración en su ordenador.

– ¿Y qué dice?

– Dice, entre otras cosas, que solicitará a la Comisión de Bolsa que suspenda la cotización de nuestras acciones hasta que se lleve a cabo una investigación completa.

– No tiene autoridad para hacer eso -gritó Armstrong-. Algo así tendría que ser aprobado por el consejo.

– Creo que tiene la intención de solicitar esa autorización en el próximo consejo -dijo Peter.

– Entonces dígale con toda claridad que estaré presente en esa reunión -aulló Armstrong por el teléfono-, y que el único comunicado de prensa que se emitirá será el mío anunciando las razones por las que sir Paul Maitland ha tenido que ser sustituido como presidente del consejo de administración.

– Quizá sea mejor que se lo diga usted mismo -comentó Peter con voz serena-. Yo me limitaré a decirle que tiene usted la intención de estar presente.

– Dígale lo que se le antoje, pero déjele bien claro que no debe emitir ningún comunicado de prensa hasta que yo no regrese, a finales de mes.

– Haré todo lo que pueda, Dick, pero…

Peter escuchó un clic al otro extremo de la línea.

Armstrong trató de poner en orden sus pensamientos. Sir Paul podía esperar. Su primera prioridad consistía en conseguir de algún modo cincuenta millones de dólares antes de que Jacques Lacroix le hiciera saber al mundo entero su secreto. El Tribune todavía no lograba despegar, a pesar de todos sus esfuerzos. Incluso después del segundo acuerdo de despido colectivo con los sindicatos, la compañía mostraba una liquidez desastrosamente negativa. Ya había tenido que retirar trescientos millones de libras esterlinas del fondo de pensiones sin conocimiento del consejo de administración para quitarse a los sindicatos de encima, y para mantener el precio de las acciones, ya que no podía seguir comprando cantidades tan masivas de acciones de su propia compañía. Pero si no lograba pagar a los suizos en los próximos días, sabía que las acciones volverían a bajar y esta vez no dispondría de una fuente de fondos de la que echar mano.

Se volvió a mirar el reloj internacional que colgaba de la pared, por detrás de su mesa, para comprobar qué hora era en Moscú. Poco después de las seis de la tarde, pero sospechaba que el hombre con el que deseaba hablar se encontraría todavía en su despacho. Tomó el teléfono y le pidió a su secretaria que le pusiera con un número de Moscú.

Colgó el teléfono. Nadie se había sentido más satisfecho que Armstrong cuando el mariscal Tulpanov fue nombrado jefe de la KGB. Desde entonces había efectuado varios viajes a Moscú y de ese modo había conseguido varios grandes contratos en países del este de Europa. Pero recientemente había descubierto que ya no le resultaba tan fácil ponerse en contacto con Tulpanov.

Armstrong empezó a sudar mientras esperaba a que le pasaran la llamada. A lo largo de los años había estado presente en una serie de encuentros con Mijail Gorbachov, que parecía bastante receptivo a sus ideas. Pero entonces llegó Boris Yeltsin al poder. Tulpanov le presentó al nuevo líder ruso, pero Armstrong salió de aquella reunión con la sensación de que ninguno de ellos apreciaba lo importante que era él.

Mientras esperaba la comunicación hojeó las páginas de su Filofax, en busca de nombres que pudieran ayudarle en su actual dilema. Al llegar a la C se encontró con Sally Carr. En ese momento, sonó el teléfono. Lo tomó y escuchó una voz en ruso que preguntaba quién deseaba hablar con el mariscal Tulpanov.

– Lubji, sector de Londres -contestó.

Se escuchó un clic, y la voz familiar del jefe de la KGB surgió por la línea.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Lubji? -preguntó.

– Necesito un poco de ayuda, Sergei -empezó a decir Armstrong.

No se produjo una respuesta inmediata.

– ¿Y qué forma espera usted que cobre esa ayuda? -preguntó finalmente Tulpanov con un tono contenido.

– Necesito un préstamo a corto plazo de cincuenta millones de dólares. Se lo devolvería en el término de un mes, se lo garantizo.

– Pero camarada -dijo el jefe de la KGB-, ya tiene usted siete millones de dólares de nuestro dinero. Algunos de mis comandantes de estación me comunican que no han recibido sus derechos de autor por la publicación de nuestro último libro.

A Armstrong se le secó la boca.

– Lo sé, lo sé, Sergei -rogó-. Pero sólo necesito un poco más de tiempo y podré devolvérselo todo en el mismo paquete.

– No estoy seguro de que quiera correr ese riesgo -dijo Tulpanov después de otro prolongado silencio-. Creo que los británicos dicen algo respecto de arrojar buen dinero detrás del malo. Y haría bien en recordar, Lubji, que el Financial Times no sólo se lee en Londres y Nueva York, sino también en Moscú. Creo que esperaré a ver mis siete millones depositados en las cuentas adecuadas, antes de considerar siquiera la idea de prestarle más dinero. ¿Me he explicado con claridad?

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