Del mismo modo que los sindicatos de impresores de Nueva York se refieren al señor Armstrong llamándolo «Capitán Santa Claus», al señor Sinclair se le podría disculpar por creer que la Navidad se ha anticipado este año para él, sobre todo cuando era de todos conocido que había estado a punto de cerrar un trato con Armstrong por dos mil millones, un precio que incluso se habría considerado como demasiado alto.
Una vez acordados los términos, al señor Townsend le resultó extremadamente difícil conseguir el dinero en efectivo dentro de los treinta días estipulados por el señor Sinclair. Y para cuando finalmente lo consiguió fue a costa de condiciones tan exorbitantes que mantener el prohibitivo programa de devolución de los créditos acabará por ser la prueba terminal para el resto de Global International. El señor Townsend ha sido un jugador durante toda su vida. Con este acuerdo, ha demostrado estar dispuesto a arriesgarlo todo a una sola tirada de los dados.
Al informar ayer de sus previsiones para mitad de año, las acciones de la Global descendieron otros ocho peniques, para situarse en las 3,19 libras.
Pero, por encima de todos los problemas a los que se enfrentan los dos barones de la prensa, ambos se verán particularmente afectados por el continuo aumento en el precio del papel y por la actual debilidad del dólar frente a la libra esterlina. Si la combinación de estas dos tendencias continúa durante mucho más tiempo, hasta sus vacas lecheras se quedarán sin leche.
El futuro de ambas compañías se encuentra ahora en manos de sus banqueros, que deben de estar preguntándose, como los acreedores de una nación del Tercer Mundo, si llegarán a cobrar siquiera los intereses, por no hablar de la devolución del principal a largo plazo. Su única alternativa consiste en reducir sus pérdidas y acordar el participar en la mayor venta de saldos de la historia. La ironía final es que sólo se necesita que un banco rompa la cadena de los préstamos para que todo el edificio se desplome.
Según me comentó ayer alguien que sabe del asunto, si cualquiera de los dos hombres presentara hoy un cheque, su banco se negaría a pagarlo por falta de fondos.
Tom fue la primera persona en bajar del tren en cuanto éste se detuvo en la estación Grand Central. Corrió hasta la cabina telefónica más cercana y marcó el número de Townsend. Heather le pasó inmediatamente. Esta vez, Townsend escuchó con atención el consejo de su abogado.
Cuando Armstrong terminó de leer el artículo, tomó un teléfono interno y dio instrucciones a su secretaria para decir que no estaba en el caso de que llamara sir Paul Maitland desde Londres. Apenas hubo colgado cuando volvió a sonar el teléfono.
– Señor Armstrong, tengo al habla al principal agente de Bolsa del Bank of New Amsterdam. Dice que necesita hablar urgentemente con usted.
– Entonces pásemelo -dijo Armstrong.
– El mercado está siendo inundado con órdenes de venta de acciones de Armstrong Communications -le informó el agente de Bolsa-. El precio de la acción ha descendido ahora a 2,31 libras y me pregunto si tiene alguna instrucción que darme.
– Siga comprando -dijo Armstrong sin la menor vacilación.
Se produjo una pausa.
– Permítame indicarle que por cada penique que baja la acción pierde usted aproximadamente otros setecientos mil dólares -dijo el agente, que comprobó rápidamente el número de acciones puestas a la venta esa mañana.
– No me importa lo que cueste -dijo Armstrong-. Sólo es una situación coyuntural a corto plazo. Una vez que el mercado se haya vuelto a estabilizar, podrá volver a poner las acciones en el mercado y recuperar las pérdidas gradualmente.
– Pero si continúan bajando a pesar…
– Usted siga comprando -le interrumpió Armstrong-. El mercado invertirá la tendencia en algún momento.
Colgó el teléfono con fuerza y contempló fijamente la fotografía en la que aparecía él mismo en la primera página del Financial Times . No era precisamente muy halagadora.
En cuanto Townsend hubo terminado de leer el artículo, siguió el consejo de Tom y llamó a sus banqueros comerciales, antes de que fueran ellos los que le llamaran. David Grenville, el director general del banco, le confirmó que las acciones de Global habían vuelto a caer esa misma mañana. Le pareció una buena idea reunirse lo antes posible, y Townsend acordó reorganizar las citas que tenía previstas para esa tarde, y reunirse con él a las dos.
– Sería conveniente que asistiera también su abogado -añadió Grenville con un tono siniestro.
Townsend le dio a Heather instrucciones para que cancelara todas sus citas para la tarde. Se pasó el resto de la mañana informándose para un seminario que celebraría la compañía al mes siguiente. Henry Kissinger y sir James Goldsmith ya habían confirmado su asistencia como oradores más destacados. Había sido idea del propio Townsend reunir en Honolulu a todos sus altos ejecutivos repartidos por el mundo para analizar el desarrollo de la corporación durante los diez próximos años, ver cómo encajaba Multi Media en la estructura general de la compañía, y cómo podían aprovechar mejor su nueva adquisición. Por un momento se preguntó si acaso tendría que cancelar también aquel seminario. ¿O se trataría más bien de un servicio funerario?
Había necesitado de veintisiete frenéticos días para reunir el paquete financiero con el que comprar Multi Media, y muchas noches más de insomnio preguntándose si acaso no habría cometido un error desastroso. Ahora, el plumífero del Financial Times parecía confirmar sus peores temores. Si al menos no hubiera conseguido cumplir con el plazo previsto, o si hubiera escuchado a Tom desde el principio, las cosas quizá hubieran tenido un desenlace diferente.
Su chófer, al volante de su coche, giró por Wall Street pocos minutos antes de las dos y se detuvo ante las oficinas de J. P. Grenville. Al bajar a la acera, Townsend recordó lo nervioso que se sintió la primera vez que fue convocado al despacho del director de la escuela donde había estudiado cincuenta años antes. La enorme puerta acristalada fue abierta por un hombre vestido con un largo abrigo azul. Se llevó una mano a la visera de la gorra al ver de quién se trataba. Pero ¿durante cuánto tiempo más haría eso?, se preguntó Townsend.
Le dirigió un gesto de asentimiento y se dirigió al mostrador de recepción, donde David Grenville ya estaba enfrascado en una profunda conversación con Tom Spencer. En cuanto lo vieron, los dos hombres se volvieron hacia él y le sonrieron. Evidentemente, estaban ambos convencidos de que no llegaría tarde a esta cita.
– Me alegro de verle, Keith -le saludó Grenville al estrecharse ambos la mano-. Y gracias por haber acudido tan rápidamente.
Townsend sonrió. No recordaba que el director de su escuela le hubiera dicho nada semejante. Tom pasó un brazo alrededor del hombro de su cliente mientras se dirigían hacia el ascensor que esperaba.
– ¿Cómo está Kate? -preguntó Grenville-. La última vez que la vi se disponía a editar una novela.
– Alcanzó tanto éxito que ahora ya está trabajando en otra -contestó Townsend-. Si las cosas no salieran bien, podría terminar por vivir de sus derechos de autora.
Ninguno de sus dos acompañantes dijo nada ante aquel humor de condenado a la horca.
Las puertas del ascensor se abrieron en el decimoquinto piso. Salieron al pasillo y entraron en el despacho del director general. Grenville hizo sentar a los dos hombres en cómodos sillones, y abrió una carpeta que estaba sobre la mesa, frente a él.
– Permítanme empezar por agradecerles a ambos que hayan acudido con tanta rapidez -dijo.
Tanto Townsend como su abogado asintieron con sendos gestos, aunque sabían que no habrían tenido ninguna otra alternativa. Grenville se volvió a mirar a Townsend.
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