Jeffrey Archer - El cuarto poder

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Las historias de Lubji, húngaro judío perseguido durante la segunda guerra mundial, y la de Kent, joven adinerado que descubre sus facultades de líder, sirven de escenario para que el gran Jeffrey Archer, dibuje con magistralidad y estilo propio, los pormenores de la vida del mundo de la prensa en EL CUARTO PODER, popular novela que fue llevada a la pantalla, y que muestra descarnadamente los laberintos de la información desde un punto de vista desprovisto de concesiones. Lubji emerge de un pasado lleno de frio y soledad, donde debe escapar de su mundo para lograr salvar la vida mientras sus habilidades de comerciante le permiten sobrevivir en el gélido ambiente de una Europa desgarrada por la lucha fratricida con la amenaza de Adolf Hitler rondando la buena marcha de la paz y la concordia.
Kent, por su parte, entre apuestas en el hipódromo, y su propio despertar sexual mientras participó en intrigas y maldades, va envolviéndose en un mundo donde el conocimiento es la llave del éxito. Escrita con un estilo fuerte e incluyente, El Cuarto Poder es un retrato perfecto del rostro de los grandes magnates que encajan muy bien en la máxima de Balzac, "Detrás de cada gran fortuna, hay un gran crimen". Esta novela es un fiel reflejo de dos historias unidas por la sagacidad y el destino, y que los lleva al inevitable choque.

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Sir James subió al estrado ante el aplauso entusiasmado de los delegados. Colocó las hojas de su discurso sobre el atril, miró a un público al que ya no podía ver y empezó diciendo:

– Constituye un gran placer para mí dirigirme a un grupo de personas que trabajan para una de las compañías de mayor éxito en el mundo.

Townsend prestó atención a los puntos de vista de sir James sobre el futuro de la CE y por qué había decidido presentarse para el Parlamento Europeo.

– Como miembro electo del mismo, tendré la oportunidad de…

– Discúlpeme, señor. -Townsend levantó la mirada para ver al director del hotel, que estaba a su lado-. Hay una llamada de Zurich para usted. Dice que es urgente.

Townsend asintió con un gesto y lo siguió rápidamente fuera de la oscurecida sala para salir al pasillo.

– ¿Quiere atender la llamada en mi despacho?

– No. Pásemela a mi habitación -contestó Townsend.

– Desde luego, señor -asintió el director mientras Townsend se dirigía al ascensor más cercano.

En el pasillo se cruzó con una de sus secretarias, que se preguntó por qué su jefe había abandonado la conferencia de sir James cuando estaba previsto en el programa que dirigiera al final unas palabras de agradecimiento.

Al entrar Townsend en la suite , el teléfono ya sonaba. Cruzó el salón y tomó el teléfono, contento por el hecho de que ella no pudiera observar lo nervioso que estaba.

– Keith Townsend -dijo.

– El Banco de Zurich está de acuerdo con el paquete.

– Gracias a Dios.

– Pero a un precio. Exigen tres puntos por encima del tipo de interés básico durante todo el período de diez años. Eso le costará a la Global otros 17,5 millones de dólares.

– ¿Y cuál fue su respuesta?

– Acepté sus condiciones. Fueron lo bastante astutos como para calcular que se encontraban entre los últimos a los que había abordado, de modo que ya no me quedaban muchas más cartas que jugar.

Townsend se tomó algún tiempo antes de plantear su siguiente pregunta.

– ¿Cuáles son ahora mis posibilidades de supervivencia?

– No siguen siendo mejores que cincuenta-cincuenta -contestó ella-. No apueste dinero por ello.

– No me queda ningún dinero que apostar -replicó Townsend-. Se llevó usted hasta mis tarjetas de crédito, ¿recuerda? -E. B. no hizo ningún comentario-. ¿Hay algo que yo pueda hacer todavía?

– Al pronunciar su discurso de cierre, esta noche, procure que nadie abrigue la menor duda de que es usted el presidente de la compañía de medios de comunicación de mayor éxito en el mundo, sin dejarles entrever en ningún momento que se encuentre posiblemente a muy pocas horas de solicitar una liquidación voluntaria.

– ¿Y cuándo sabré cuál de los dos caminos hay que tomar?

– Yo diría que en algún momento a lo largo del día de mañana -contestó E. B.-. Le llamaré en cuanto haya concluido mi entrevista con Austin Pierson.

Luego, la línea quedó en silencio.

Tras bajar del Concorde, Armstrong fue recogido por Reg, que le condujo a través del aguanieve que caía desde Heathrow a Londres. Siempre le molestaba que las autoridades de la aviación civil no le permitieran utilizar su helicóptero sobre la ciudad una vez que oscurecía. De regreso en Armstrong House, tomó el ascensor para subir directamente a su ático, despertó al chef y le ordenó que le preparara una comida. Tomó una prolongada ducha caliente y treinta minutos más tarde estaba sentado ante la mesa preparada, envuelto en un batín y fumando un puro.

Se le había servido un gran plato de caviar; ya se había llenado la boca con los dedos antes de sentarse. Después de tomar varios puñados más, tomó el maletín, lo dejó sobre la mesa y extrajo una sola hoja de papel que colocó delante de él. Empezó a estudiar la agenda para la reunión del consejo del día siguiente, entre puñados de caviar y copa tras copa de champaña.

Pocos minutos más tarde dejó la agenda a un lado, convencido de que si lograba pasar más allá del primer punto del día tendría respuestas convincentes para cualquier otra cosa que se le pudiera ocurrir a sir Paul. Se retiró a su habitación y se dejó caer sobre la cama, con un par de almohadones. Encendió la televisión y empezó a pasar de un canal a otro, en busca de algo que le distrajera. Finalmente, se quedó dormido mientras veía una vieja película de Laurel y Hardy.

Townsend tomó el texto de su discurso de una mesita lateral, salió de la suite y recorrió el pasillo hasta el ascensor. Ya en la planta baja, se dirigió rápidamente hacia el salón de conferencias.

Mucho antes de que llegara pudo escuchar las conversaciones relajadas de los delegados, que esperaban. Al entrar en el salón mil ejecutivos guardaron silencio y se levantaron de sus asientos. Recorrió el pasillo central hasta el estrado y colocó las hojas de su discurso sobre el atril. Luego miró a los presentes, que formaban un grupo compuesto por los hombres y mujeres de mayor talento en el mundo de los medios de comunicación, algunos de los cuales trabajaban para él desde hacía treinta años.

– Damas y caballeros, permítanme empezar diciendo que la Global nunca se ha encontrado en mejor forma para afrontar los desafíos del siglo veintiuno. Controlamos ahora cuarenta y una emisoras de radio y televisión, ciento treinta y siete periódicos y doscientas cuarenta y nueve revistas. Y, naturalmente, hemos añadido recientemente una joya a nuestra corona: la TV News , la revista de mayor venta en el mundo. Gracias a esa cartera, la Global se ha convertido en el imperio de comunicaciones más poderoso de la tierra. Nuestra tarea consiste en mantenernos como líderes mundiales, y veo ante mí a un equipo de hombres y mujeres dedicados a mantener a la Global en la vanguardia de las comunicaciones. Durante la próxima década…

Townsend habló otros cuarenta minutos sobre el futuro de la compañía y los papeles que ellos jugarían en ese futuro, y terminó diciendo:

– Ha sido un año récord para Global. Cuando nos volvamos a reunir al año que viene, confundamos a nuestros críticos presentándoles un año todavía mejor.

Todos se levantaron y lo vitorearon. Pero al apagarse el sonido de los aplausos, no pudo dejar de recordar otra reunión que tendría lugar en Cleveland a la mañana siguiente. En esa reunión sólo se contestaría a una pregunta y, desde luego, no se vería seguida por los aplausos.

Cuando los delegados empezaron a dispersarse, Townsend salió de la sala tratando de parecer relajado mientras se iba despidiendo de sus directores generales. Sólo confiaba en que cuando regresaran a sus territorios respectivos, no tuvieran que enfrentarse con periodistas de los periódicos rivales que querrían saber por qué la compañía había solicitado una liquidación voluntaria, que sería lo que sucedería si un banquero de Ohio decía: «No, señor Townsend. Exijo que se me paguen los cincuenta millones antes de que termine el día. De otro modo, no tendré más alternativa que poner la cuestión en manos de nuestros abogados».

En cuanto pudo librarse de compromisos, Townsend regresó a su suite e hizo la maleta. Un chófer lo llevó al aeropuerto, donde el Gulfstream ya le esperaba, preparado para despegar. ¿Tendría que viajar al día siguiente en clase turista? No se había dado cuenta de lo mucho que aquella conferencia lo había agotado, y pocos minutos después de abrocharse el cinturón de seguridad, ya se había quedado dormido.

Armstrong tenía previsto levantarse temprano y disponer de tiempo suficiente para destruir varios papeles que guardaba en su caja fuerte, pero le despertaron las campanadas del Big Ben que anunciaban las noticias de las siete en la televisión. Maldijo el cansancio producido por el cambio de horario y se levantó, consciente de todo lo que aún le quedaba por hacer.

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