– ¿Y qué significa exactamente «en sus fases finales»? -preguntó sir Paul.
– Townsend y yo hemos mantenido una reunión informal en terreno neutral, en la que han estado presentes nuestros asesores profesionales. Pudimos llegar a un acuerdo sobre la cifra que sería aceptable para ambas partes, de modo que ahora todo depende simplemente de que los abogados redacten los contratos para su firma.
– ¿De modo que todavía no tenemos nada por escrito?
– Todavía no -contestó Armstrong-. Pero estoy convencido de que podremos entregar toda la documentación necesaria a tiempo para la aprobación del consejo en la reunión del próximo mes.
– Comprendo -dijo sir Paul secamente, al tiempo que abría una carpeta que tenía ante él-. A pesar de todo, me pregunto si podemos volver ahora al primer punto del orden del día y, en particular, al estado actual del fondo de pensiones. -Comprobó sus notas y añadió-: De esa cuenta se ha retirado recientemente una suma que totaliza cuatrocientos…
– Y le puedo asegurar que el dinero ha sido bien invertido -dijo Armstrong que, una vez más, impidió que el presidente terminara su frase.
– ¿En qué, si me permite preguntarle? -quiso saber sir Paul.
– No dispongo de los detalles precisos en estos momentos -contestó Armstrong-. Pero he pedido a nuestros contables de Nueva York que me presenten un informe detallado y amplio, de modo que los miembros del consejo puedan efectuar una valoración completa de la situación antes de la reunión del próximo consejo.
– Muy interesante -dijo sir Paul-. Porque al ponerme anoche mismo en comunicación con nuestro departamento de contabilidad en Nueva York, no tenían ni idea de lo que estaba hablando.
– Eso es porque para esta ocasión en particular se ha elegido a un pequeño grupo interno, y tienen instrucciones de no informar sobre los detalles, debido a la sensibilidad de uno o dos de los negocios en los que ahora estoy metido. En consecuencia, no puedo…
– Maldita sea -estalló sir Paul elevando la voz-. Yo soy el presidente de esta compañía, y tengo derecho a estar informado de cualquier gran negocio que pueda afectar a nuestro futuro.
– No si eso puede poner en peligro mis posibilidades de cerrar un gran trato.
– Yo no soy ningún sello de goma -dijo sir Paul, que se volvió para mirar a Armstrong por primera vez.
– En ningún momento he sugerido que lo fuera, presidente, pero hay momentos en que se tienen que tomar decisiones cuando usted ya está en la cama y medio dormido.
– Celebraría que se me despertara -dijo sir Paul, que seguía mirando directamente a Armstrong-, como lo fui anoche por monsieur Jacques Lacroix, que me llamó desde Ginebra para comunicarme que, a menos que se devuelva a su banco un préstamo vencido por importe de cincuenta millones de dólares antes de esta noche, se verán obligados a dejar la cuestión en manos de sus abogados.
Varios de los directores inclinaron sus cabezas.
– Ese dinero será devuelto esta noche -afirmó Armstrong sin pestañear-. Se lo aseguro.
– ¿Y de dónde se propone sacarlo a tiempo? -preguntó sir Paul-. Porque he dado claras instrucciones de que no se retire nada más del fondo de pensiones, mientras yo sea el presidente. Nuestros abogados me han informado que si ese cheque de cincuenta millones de dólares se hubiera pagado, cada uno de los miembros de este consejo tendría que responder de sus actos ante una demanda criminal.
– Eso no fue más que un sencillo error cometido por uno de nuestros empleados más jóvenes en el departamento de contabilidad -dijo Armstrong-, que depositó estúpidamente el cheque en el banco equivocado. Fue despedido ese mismo día.
– Pero monsieur Lacroix me informó que había entregado usted el cheque personalmente, y tiene el recibo firmado para demostrarlo si fuera necesario.
– ¿Cree usted realmente que ocupo el tiempo que estoy en Nueva York en depositar cheques? -preguntó Armstrong, que miró fijamente a sir Paul.
– Francamente, no tengo ni idea de lo que hace cuando está en Nueva York, aunque debo decir que no fue nada verosímil la explicación que nos ofreció Peter Wakeham durante la reunión del mes pasado acerca de cómo el dinero retirado del fondo de pensiones terminó en cuentas en Bank of New Amsterdam y del Manhattan Bank.
– ¿Qué está usted sugiriendo? -gritó Armstrong.
– Señor Armstrong, ambos sabemos muy bien que el Manhattan es el banco que representa a los sindicatos de impresores de Nueva York, y que usted mismo dio instrucciones al BNA para comprar durante el pasado mes acciones de la compañía por un importe superior a los setenta millones de dólares, y eso a pesar de que Mark Tenby, nuestro jefe de contabilidad, le indicó, al entregarle un talonario de cheques de la cuenta del fondo de pensiones, que comprar acciones de nuestras propias compañías es un delito.
– Él no me dijo nada de eso -gritó Armstrong.
– ¿Acaso es ése otro ejemplo de «un sencillo error de uno de nuestros empleados»? -preguntó sir Paul-. ¿Algo que sin duda puede solucionarse despidiendo a nuestro jefe de contabilidad?
– Esto es algo totalmente absurdo -dijo Armstrong-. El BNA podría haber comprado esas acciones para cualquiera de sus clientes.
– Desgraciadamente no ha sido así -dijo sir Paul, que consultó otra carpeta-. El principal agente de bolsa de ese banco, que estuvo dispuesto a atender mi llamada, me confirmó que usted le había transmitido instrucciones concretas… -miró sus notas-, de «apuntalar», según sus propias palabras, el precio de la acción, porque no podía permitir que el precio de ésta descendiera todavía más. Cuando se le indicaron las implicaciones que podía tener esa clase de acción, usted, por lo visto, le indicó… -sir Paul volvió a consultar sus notas-: «No me importa lo que cueste».
– Es su palabra contra la mía -dijo Armstrong-. Si lo repite le plantearé una demanda por difamación. -Hizo una pausa y añadió-: En los dos países.
– Esa no sería una actitud muy prudente -dijo sir Paul-, porque cada llamada que se recibe en ese departamento del BNA queda grabada y registrada, y he solicitado que se me envíe una transcripción completa de la conversación.
– ¿Me acusa de mentir? -gritó Armstrong.
– Si lo hiciera, ¿planteará usted una demanda por difamación contra mí? -preguntó el presidente. Por un momento, Armstrong se quedó atónito-. Ya veo que no tiene usted la intención de contestar a ninguna de mis preguntas por las buenas -continuó sir Paul-. No me queda, pues, otro remedio que dimitir como presidente del consejo de administración.
– No, no -gritaron unas pocas voces apagadas alrededor de la mesa.
Armstrong se dio cuenta por primera vez de que había forzado demasiado la situación. En el caso de que sir Paul dimitiera ahora, todo el mundo se enteraría en el término de muy pocos días de la precaria situación de las finanzas de la empresa.
– Espero que pueda usted permanecer como presidente hasta que se celebre la próxima junta anual general de accionistas del próximo mes de abril -dijo en voz baja-, para que de ese modo podamos efectuar un ordenado traspaso de poderes.
– Me temo que todo esto ha llegado ya demasiado lejos -dijo sir Paul.
Al levantarse de la silla, Armstrong levantó la mirada hacia él y le preguntó:
– ¿Espera acaso que le suplique?
– No, señor. No es eso lo que espero. Es usted tan perfectamente capaz de hacerlo así como de decir la verdad.
Armstrong se levantó inmediatamente del asiento y los dos hombres se miraron fijamente por un momento antes de que sir Paul se diera media vuelta y abandonara la sala, dejando sus papeles sobre la mesa.
Armstrong se sentó en la silla del presidente, pero no dijo nada durante un rato, mientras su mirada recorría la mesa.
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