Una vez que se pusieron de acuerdo en el texto del comunicado de prensa, E. B. estuvo preparada para pasar a la siguiente fase. Le preguntó a Townsend cuáles eran, en su opinión, los bancos que probablemente se mostrarían más comprensivos con su causa. Identificó inmediatamente a seis, y luego añadió otros cinco cuya relación desde hacía tiempo con la compañía siempre se había planteado en términos amistosos. Pero en cuanto al resto, le advirtió a E. B., nunca había tratado con ellos hasta que se le presentó la necesidad de conseguir los tres mil millones de dólares para la compra de Multi Media. Y uno de ellos ya le había exigido la devolución del dinero «pase lo que pase».
– En tal caso, dejaremos ése en último lugar -sentenció E. B.
Ella empezó por entrevistarse con el director de préstamos más antiguo del banco con el que Townsend mantenía una línea de crédito más amplia, y le explicó con todo detalle el exhaustivo rigor con el que había tratado a Townsend. El director quedó impresionado y estuvo de acuerdo en apoyar su plan, pero sólo en el caso de que todos los demás bancos implicados aceptaran también el paquete de rescate. Los cinco siguientes tardaron algún tiempo más en hacer lo mismo, pero una vez que E. B. se aseguró su cooperación, empezó a visitar a los demás uno a uno, y en cada caso pudo indicar que, hasta el momento, todas las instituciones bancarias con las que había hablado estaban dispuestas a seguir adelante con sus planteamientos. En Londres mantuvo entrevistas con Barclays, Midland Montagu y Rothschild. Tenía la intención de continuar su viaje a París, donde acudiría al Crédit Lyonnais, y más tarde tenía plazas reservadas para volar a Frankfurt, Bonn y Zurich, en su intento por soldar cada uno de los eslabones de la cadena.
Le había prometido a Townsend que si alcanzaba éxito en Londres, le llamaría inmediatamente para comunicárselo. Pero que si fallaba con cualquiera de los bancos, su próximo vuelo la llevaría a Honolulu, donde él podría informar a los delegados reunidos de la Global no sobre el futuro a largo plazo de la compañía, sino que tendría que explicarles por qué cuando regresaran a sus países de origen tendrían que empezar a buscar nuevos trabajos.
E. B. partió para Londres aquella misma noche, armada con una caja llena de carpetas, un grueso talonario de billetes aéreos y una lista de números de teléfono que le permitirían ponerse en contacto con Townsend en cualquier momento del día o de la noche. Durante los cuatro días siguientes tenía la intención de visitar a todos los bancos e instituciones financieras que decidirían, entre todas ellas, el destino de la Global. Townsend sabía que si no lograba convencer a uno solo de ellos, ella no vacilaría en regresar a Nueva York y enviar todas sus carpetas al decimotercer piso de sus oficinas. La única concesión que le prometió fue darle una hora de tiempo antes de emitir el comunicado de prensa.
– Si se encuentra en Honolulu al menos no se verá acosado por la prensa mundial -le comentó ella poco antes de partir para Europa.
Townsend le dirigió una seca sonrisa.
– Si tiene que dar a conocer ese comunicado de prensa, no importará dónde me encuentre -le aseguró-. Ya me encontrarán.
El Gulfstream de Townsend aterrizó en Honolulu a la puesta de sol. Fue recogido en el aeropuerto y conducido directamente al hotel. Al llegar se le entregó un mensaje que decía simplemente: «Los tres bancos de Londres están de acuerdo con el paquete. Salgo para París. E. B.».
Ya en su habitación, deshizo la maleta, tomó una ducha y se reunió con sus principales directivos para cenar. Habían acudido desde todas partes del mundo para participar en lo que originalmente tenía la intención que fuera un intercambio de ideas sobre el desarrollo de la compañía durante los diez próximos años. Ahora, en cambio, parecía como si tuviera que desmantelarla en los próximos diez días.
Todos los que se encontraban alrededor de la mesa hicieron lo posible por mostrarse alegres, aunque la mayoría de ellos habían sido convocados ante la presencia de E. B. en algún momento durante el transcurso de las últimas semanas. Y acabadas las entrevistas, todos ellos archivaron inmediatamente cualquier idea que pudieran tener para la expansión. La palabra más optimista que brotó de labios de E. B. durante aquellos exámenes fue la de «consolidación». Le había pedido al secretario y el jefe financiero del grupo que prepararan un plan de emergencia que supondría suspender la cotización de las acciones de la compañía y solicitar la liquidación voluntaria. Así pues, les resultaba particularmente difícil aparentar que disfrutaban.
Después de la cena, Townsend se acostó en seguida y pasó otra noche de insomnio que no pudo achacar a la diferencia horaria. Hacia las tres de la madrugada oyó que alguien le pasaba un mensaje por debajo de la puerta. Saltó de la cama y abrió el sobre con nerviosismo. «Los franceses están de acuerdo, de mala gana. Salgo para Frankfurt. E. B.»
A las siete, Bruce Kelly acudió para desayunar en su suite . Recientemente, Bruce había vuelto a Londres para convertirse en director general de Global TV, y empezó por explicarle a Townsend que su mayor problema consistía en explicarles a los escépticos británicos que compraran los cien mil discos de transmisión por satélite que estaban actualmente almacenados en un almacén de Watford. Su última idea era regalarlos a cada lector del Globe . Townsend se limitó a asentir mientras tomaba el té. Ninguno de los dos mencionó el tema que estaba en la mente de ambos.
Después del desayuno bajaron juntos a la cafetería, y Townsend se movió entre las mesas, charlando con sus ejecutivos jefes procedentes de todo el mundo. Una vez que hubo recorrido la sala llegó a la conclusión de que eran todos muy buenos actores o no tenían ni la menor idea de lo precaria que era realmente la situación. Confiaba en que sólo se tratara de esto último.
La conferencia inaugural pronunciada durante la mañana estuvo a cargo de Henry Kissinger, que habló sobre la importancia internacional de la cuenca del Pacífico. Townsend, sentado en primera fila, hubiera deseado que su padre estuviera presente para escuchar las palabras del antiguo secretario de Estado, que hablaba de oportunidades que nadie habría creído posibles hacía apenas una década, y en las que estaba convencido de que la Globe jugaría un papel principal. Los pensamientos de Townsend se desviaron hacia su madre, que ahora ya tenía noventa años de edad y las palabras que le dijo la primera vez que regresó a Australia, cuarenta años antes: «Siempre he detestado cualquier clase de deudas». Incluso recordaba su tono de voz.
Durante el día, Townsend estuvo presente en todos los seminarios que pudo, y salió de cada uno de ellos con las palabras «compromiso», «visión» y «expansión» resonando en sus oídos. Esa noche, antes de acostarse, se le entregó la última misiva de E. B.: «Frankfurt y Bonn están de acuerdo, pero imponen duras condiciones. Salgo para Zurich. Le llamaré en cuanto conozca su decisión». Pasó otra noche de insomnio mientras esperaba su llamada telefónica.
Townsend había sugerido que, inmediatamente después de Zurich, E. B. volara directamente a Honolulu para que pudiera informarle personalmente. Pero a ella no le pareció una buena idea.
– Después de todo -le recordó-, no voy a elevar la moral hablándoles a los delegados sobre cuál es el trabajo que realizo.
– Quizá se imaginen que es usted mi amante -dijo Townsend.
Ella ni siquiera sonrió ante este comentario.
Después del almuerzo del tercer día, le llegó a sir James Goldsmith el turno para dirigirse a los reunidos. Pero en cuando disminuyó la intensidad de las luces, Townsend empezó a mirar su reloj con ansiedad, preguntándose cuándo le llamaría E. B.
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