Era Gerry Hendley.
"¿También tú?", dijo Sam, sorprendido y divertido.
Hendley sonrió. "Bueno, es la primera vez, ¿no? En casa no podía dormir".
"Te creo. ¿Tienes una baraja?", se preguntó en voz alta.
"Ojalá". De hecho, Hendley era bueno con las cartas. "¿Se sabe algo de los gemelos?"
"Ni una palabra. Llegaron puntualmente, probablemente estén en el hotel en este momento. Me imagino que se habrán refrescado un poco y habrán salido a echar un vistazo. El hotel queda a más o menos una cuadra de la casa de Uda. Demonios, por lo que sabemos, tal vez ya lo hayan matado. La hora corresponde. Ahora debe de estar yendo al trabajo, si es que los locales tienen bien estudiada su rutina, y creo que podemos contar con que es así.
"Sí, a no ser que recibamos una llamada inesperada, o que haya visto algo que le llamó la atención en el diario de la mañana o que su camisa favorita no estuviese bien planchada. La realidad es análoga, no digital, Sam, ¿recuerdas?"
"Ya lo creo", asintió Granger.
El distrito financiero parecía exactamente lo que era, aunque tenía un aspecto ligeramente más acogedor que las torres, blancos de acero y vidrio de Nueva York. Claro que aquí también había algunas de ésas, pero no tan agobiantes. A media cuadra del lugar donde los dejó su taxi había un segmento de la muralla original romana que había rodeado la ciudad- cuartel de Londinium, nombre original de la capital británica, un emplazamiento escogido originalmente por sus buenas vertientes y gran río. La gente aquí iba bien vestida, notaron, y los negocios eran caros aun para una ciudad en la que nada era barato. Reinaba un gran ajetreo, y multitudes de personas se movían con velocidad y deliberación. Tampoco faltaban pubs, que en su mayor parte anunciaban sus comidas en pizarras escritas con tiza colocadas junto a sus puertas. Los gemelos escogieron uno desde donde se viera fácilmente el edificio del Lloyd's; tenía agradables mesas en la acera, como si fuese un restaurante romano cercano a la escalinata de la Plaza España. El cielo despejado desmentía la reputación de Londres como ciudad lluviosa. Los gemelos estaban suficientemente bien vestidos, tanto como para no tener un aspecto de turistas estadounidenses demasiado obvio. Brian vio un cajero automático de donde sacó algo de dinero que partió con su hermano y luego pidieron café -eran demasiado estadounidenses como para tomar té- y esperaron.
En su oficina, Sali trabajaba en su computadora. Tenía la oportunidad de adquirir una casa en Beigravia -un vecindario aun más caro que el suyo- por ocho millones y medio de libras, lo cual, si bien no era una ganga, tampoco era demasiado. Sin duda, podría arrendarla por una buena suma, y se vendía la plena propiedad del inmueble, lo cual significaba que de adquirirlo, se adquiría también la tierra, en lugar de pagarle un alquiler por ella al duque de Westminster. Tampoco éste habría sido excesivo, pero si se sumaba, no era poco. Tomó nota de que debía ir a verla esta semana. Fuera de eso, el mercado de divisas se mantenía medianamente estable. Había especulado ocasionalmente con arbitraje de divisas a lo largo de los meses, pero realmente no le parecía que tuviera el entrenamiento como para meterse profundamente en ese mercado. Al menos no por ahora. Tal vez pudiera hablar con personas expertas en ese campo. Todo lo que se podía hacer, también se podía aprender y, con acceso a más de doscientos millones de libras, podía especular sin dañar demasiado el capital de su padre. De hecho, este año había ganado nueve millones de dólares, lo cual no estaba mal. Durante la siguiente hora, permaneció en su computadora, en busca de tendencias -las tendencias son un buen amigo-, tratando de encontrarles un sentido. Sabía que el verdadero truco consistía en identificarlas cuando recién comenzaban – lo suficientemente temprano como para comprar barato y vender caro- pero, aunque cada vez se acercaba más, aún no dominaba esa habilidad en particular. De haber sido así, sus especulaciones le habrían hecho ganar treinta y un millones, en vez de sólo nueve. La paciencia, pensó, era una virtud condenadamente difícil de adquirir. Cuánto mejor era ser joven y brillante.
Por supuesto que su oficina también tenía televisor, y sintonizó un canal financiero de los Estados Unidos que mencionaba una futura debilidad de la libra frente al dólar, aunque como las razones que aducía no eran del todo convincentes, renunció a especular con treinta millones de dólares. Su padre ya le había advertido sobre los riesgos de especular, y como se trataba del dinero de éste, lo había escuchado con atención y le había dado el gusto al viejo hijo de puta. A lo largo de los últimos diecinueve meses, sólo había perdido tres millones de libras, casi todas debido a errores que ya tenían un año de antigtiedad. Su cartera de bienes raíces iba muy bien. Más que nada, les compraba propiedades a ingleses de edad y se las vendía a sus compatriotas, quienes en general pagaban en efectivo o en el equivalente electrónico del mismo. En términos generales, se tenía por un especulador en bienes inmuebles de grandes y crecientes talentos. Y, por supuesto, un amante soberbio. Se acercaba el mediodía, y sus caderas ya añoraban a Rosalie. ¿Tal vez estuviese disponible esa tarde? Por mil libras, más le valía estarlo, pensó Uda. De modo que, antes del mediodía pulsó el 9 del discado rápido.
"Amada Rosalie, éste es Uda. Si vienes esta noche a eso de las siete y media, tendré algo bonito para ti. Conoces mi número, querida". Y colgó el auricular. Esperaría hasta más o menos las cuatro y si no le telefoneaba, llamaría a Mandy. Era realmente muy infrecuente que ninguna de las dos estuviese disponible. Prefería pensar que cuando era así, estaban de compras o cenando con amigas. A fin de cuentas ¿quién les pagaba tan bien como él? Y quería ver qué cara ponía Rosalie cuando recibiera los nuevos zapatos. A las mujeres inglesas les gustaba ese Jimmy Chao. A él, sus diseños le parecían grotescamente incómodos, pero las mujeres eran mujeres, no hombres. Para realizar sus fantasías, él conducía su Aston Martin. Las mujeres preferían que les doliesen los pies. No había quién las entendiera.
Brian se aburrió en seguida de sólo quedarse sentado mirando el edificio del Lloyd's. Además, le hacía daño a los ojos. Era más que mediocre, era positivamente grotesco, como una planta de Du Pont para la fabricación de gas nervioso u otro químico dañino, sólo que cubierta de vidrio. Además, probablemente fuera contra las reglas del oficio quedarse mirando lo que fuera durante mucho tiempo. Había negocios en la calle y, una vez más, ninguno de ellos era barato. Una sastrería de hombres y lugares para mujeres de aspecto igualmente agradable y lo que parecía ser una zapatería muy cara. Ese era el artículo de vestimenta en que menos se fijaba. Tenían unos buenos zapatos negros formales -los llevaba hoy-, un buen par de zapatillas que había adquirido cierto día que prefería no recordar y cuatro pares de botines de combate, dos negros y dos de! color pardo al que tendía el Cuerpo de Infantería de Marina, fuera de los desfiles y otros eventos oficiales, en los que los duros integrantes de la Fuerza de Reconocimiento rara vez participaban. Se suponía que todos los infantes de marina debían tener buen aspecto, pero los duros pertenecían a esa rama de la familia de la cual es mejor no hablar mucho. y aún estaba digiriendo el tiroteo de la semana pasada. Aun la gente a la que se había enfrentado en Mganistán no había hecho, que él supiera, ningún intento abierto de matar mujeres y niños. Claro que eran bárbaros, pero se suponía que hasta los bárbaros tenían límites. Todos los tenían, menos la banda con que jugaba este tipo. No era viril- ni siquiera su barba lo era. Las de los afganos sí, pero la de este tipo lo hacía parecer un alcahuete. En síntesis, no era digno del acero de los infantes de marina, no alguien a quien matar, sino una cucaracha a eliminar. Aun si su auto valía más que lo que un capitán de infantes de marina ganaba en diez años -sin descontar impuestos… Un oficial de infantes de marina podía ahorrar durante años para comprarse un Chevy Corvelle, pero este oficial de baja graduación tenia que manejar el nieto del auto de James Bond, además de las putas que alquilaba. Se lo podía llamar de muchas formas, pero "hombre" definitivamente no era una de ellas, pensó e! infante de marina, mentalizándose subconscientemente para la misión.
Читать дальше