Fuera, detuvo un taxi.
"¿A dónde, querida?", preguntó el taxista.
"New Scotland Yard, por favor".
Siempre desorienta despertar en un avión, aun si los asientos son buenos. Las cortinas subieron y las luces de la cabina se encendieron y los auriculares transmitieron noticias que podían, o no, ser nuevas; cómo se referían a Inglaterra era difícil saberlo. Se sirvió el desayuno, lleno de grasa, además de un respetable café de Starbucks que merecía unos seis puntos en una escala de uno a diez. Tal vez hasta siete. Por las ventanas a su derecha, Brian veía los verdes campos de Inglaterra en vez del negro pizarra del mar tormentoso que había atravesado durmiendo, afortunadamente sin soñar. Ahora, ambos gemelos temían a los sueños, por lo que éstos contenían del pasado y por el futuro que temían, a pesar de estar comprometidos con él. Veinte minutos más tarde, el 747 aterrizó suavemente en Heathrow. Migraciones fue una amable formalidad -los ingleses lo hacían mucho mejor que los estadounidenses, pensó Brian. Su equipaje no tardó en aparecer en la cinta transportadora, Y salieron a tomar un taxi.
"¿A dónde, caballeros?"
"Hotel Mayfair, calle Stratton".
El conductor asintió y partió hacia la ciudad, al este. El viaje tomó unos treinta minutos y coincidió con el comienzo del atasco matinal. Era la primera vez que Brian -no así Dominic- estaba en Inglaterra. Para este último, el panorama era placentero, para ambos, nuevo y emocionante. Se parecía a casa, pensó Brian, sólo que la gente conducía del lado equivocado de la calle. A primera vista, quienes conducían también parecían más corteses, pero era difícil saber si esto realmente era así. Había al menos un campo de golf con césped verde esmeralda, pero fuera de eso, la hora pico no era muy distinta de la de Seattle.
Media hora más tarde, contemplaban Green Park, que era, de hecho, maravillosamente verde, luego el taxi giró a la izquierda, hizo dos cuadras más y llegaron al hotel. Exactamente al otro lado de la calle, había una concesionaria que vendía automóviles Aston Martin, que parecían brillar tanto como los diamantes del escaparate de Tiffany's en Nueva York. Evidentemente, era un vecindario caro. Aunque Dominic ya había estado en Londres, nunca se había alojado en ese lugar. Los hoteles europeos podían darle lecciones de servicio y hospitalidad a cualquier establecimiento de los Estados Unidos. La bañera era de suficiente tamaño como para que un tiburón se ejercitase, y las toallas colgaban de un perchero calentado a vapor. El minibar era generoso en su surtido, ya que no en sus precios. Los gemelos se tomaron el tiempo necesario para ducharse. Eran las nueve menos cuarto y, como Berkeley Square estaba a sólo a cien metros de allí, les pareció un momento adecuado para salir del hotel y dirigirse hacia la izquierda, al lugar donde cantan los ruiseñores.
Dominic le dio con el codo a su hermano y señaló a la izquierda. "Supuestamente, el MIS tenía un edificio por allá, calle Curzon arriba. Para llegar a la embajada, hay que llegar a la cima de la colina, girar a la izquierda, dos cuadras más, a la derecha y otra vez hacia la izquierda, hacia Grosvenor Square. Feo edificio, pero así es el gobierno. y nuestro amigo vive justamente -allí, al otro lado del parque, a media cuadra del Westminster Bank. El que tiene la enseña del caballo".
"Parece una zona cara".
"Ya lo creo", confirmó Dominic. "Estas casas valen muchísimo dinero. Casi todas están divididas en tres apartamentos, pero la de nuestro amigo Uda no lo está, es un Disneyworld de sexo y disipación. Mmm…" observó al ver una camioneta cubierta de British Telecom estacionada a unos veinte metros de allí. "Apostaría a que ése es el equipo de vigilancia… un poco obvio". No se veía a nadie en la cabina, pero eso era porque las ventanas estaban polarizadas para que no se viera hacia adentro. Era el único vehículo de bajo precio en toda la calle -en ese vecindario, todo era al menos un Jaguar. Pero el rey, en términos automotores, era un Vanquish negro al otro lado del parque.
"Al diablo, ése sí que es un auto", observó Brian.Y de hecho, aun estacionado frente a una casa, parecía ir a ciento sesenta kilómetros por hora.
"El verdadero campeón es el McLaren Fi. Un millón de dólares, pero sólo tiene lugar para uno. Rápido como un avión caza. El que miras es un auto de un cuarto de millón, hermanito".
"Carajo, reaccionó Brian. "¿Tanto?"
"Están hechos a mano, Aldo, por tipos que en sus horas libres trabajan en la Capilla Sixtina. Sí, es todo un auto. Ojalá pudiera permitírmelo Probablemente podrías ponerle el motor a un Spitflre y derribar algunos aviones alemanes, ¿sabes?"
"Debe de consumir mucho combustible", observó Brian.
"Bueno… Todo tiene un precio… mierda. Allí va nuestro amigo".
La puerta de la casa se abrió, y de ella salió un joven. Llevaba un traje de tres piezas, de un color gris semejante al de los uniformes confederados de la Guerra de Secesión. Se detuvo en el medio de la escalinata de cuatro peldaños y consultó su reloj. Como si hubiese dado una señal, un taxi londinense negro apareció y, bajando los escalones, lo tomó.
Un metro ochenta, setenta a setenta y dos kilos, pensó Dominic. Barba negra completa, como en una película de piratas. Debería llevar espada… pero no lo hace.
"Más joven que nosotros", observó Brian, mientras continuaban andando. Luego, a iniciativa de Dominic, cruzaron el parque y regresaron por el otro lado, deteniéndose para mirar con codicia el Aston Martin antes de seguir su camino. Había una cafetería en el hotel, donde tomaron café y un desayuno ligero de medialunas y mermelada.
"No me gusta que nuestro objetivo esté vigilado", dijo Brian.
"No podemos evitarlo. Los ingleses también deben de creer que está en algo raro. Pero recuerda que sólo tendrá un ataque cardíaco. No es como si fuésemos a balearlo, ni siquiera con armas silenciadas. Sin marcas, sin ruido".
"Bueno, de acuerdo, vamos a ver qué hace en el centro, pero si no parece conveniente, no hagamos nada y retirémonos para pensarlo bien, ¿de acuerdo?"
"De acuerdo", asintió Dominic. Deberían ser astutos. Probablemente él debiera ir a la cabeza, pues su tarea sería identificar al policía que seguía a su objetivo. Pero tampoco tenía sentido esperar demasiado. Le echaron una mirada a Berkeley Square, más que nada para darse una idea del lugar y ver si distinguían a su blanco. No era un buen lugar para atacar, no con un equipo de vigilancia acampado a treinta metros de allí. "Lo bueno es que al parecer quien lo sigue es un novato. Si puedo identificarlo, prepárate para tropezar con él y yo, qué demonios, le preguntaré cómo llegar a algún lado. Sólo necesitarás un segundo para inyectarlo. Luego, seguimos nuestro camino como si nada ocurriera. Aun si alguien pide a gritos una ambulancia, sólo nos miraremos casualmente y seguiremos camino",
Brian lo pensó durante un momento. "Antes debemos verificar el vecindario".
"De acuerdo". Terminaron su desayuno sin decir más.
Sam Granger ya estaba en su oficina. Eran las tres y cuarto de la mañana cuando entró y encendió su computadora. Los gemelos habían llegado a Londres a lo que para él era la una y algo le decía que no se demorarían en cumplir con su misión. Esa primera misión justificaría -o no – la idea del Campus de lo que es una oficina virtual. Si las cosas salieran según lo planeado, recibiría notificación de la marcha de la operación aún más rápido que el servicio de intervención a las agencias de inteligencia que manejaba Rick Bell. Había llegado el momento que siempre supo que odiaría: esperar que otros llevaran a cabo la misión que había delineado en su propia mente, aquí en su escritorio. El café ayudaba. Un cigarro habría venido bien, pero no tenía un cigarro. Se abrió la puerta.
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