Entró en la ciudad a toda la velocidad que el tránsito y la policía le permitían, pasó como una exhalación frente a Harrods, por el túnel para vehículos y por la casa del duque de Wellington antes de girar a la derecha en la calle Curzon y a la izquierda en Berkeley Square. Con un destello de luces, le indicó al hombre a quien le pagaba por mantener su espacio de estacíonamiento que sacase su auto, y se detuvo exactamente frente a su casa de tres pisos y fachada de piedra arenisca. Con buenos modales europeos, salió del auto y le abrió la puerta a Mandy, escoltándola galantemente escalinata arriba hasta la gran puerta de entrada de roble, que sonriendo, mantuvo abierta para que entrara. A fin de cuentas, en pocos minutos ella abriría una puerta aún más agradable para él.
"El pequeño hijo de puta regresó", observó Ernest, tomando nota del horario exacto en su anotador. Los dos oficiales del Servicio de Seguridad estaban en una camioneta cubierta de British Telecom estacionada a cincuenta metros de allí. Llevaban allí unas dos horas. El joven demente saudita conducía como si fuese la reencarnación de Jimmy Clark.
"Supongo que su fin de semana fue mejor que el nuestro", asintió Peter. Luego, se volvió a pulsar los botones que activaban los distintos sistemas de radioescucha en el interior de la casa de estilo georgiano. Incluían tres cámaras cuyas cintas eran renovadas cada tres días por un equipo de penetración. "Es un hijo de puta vigoroso".
"Probablemente use Viagra", pensó Ernest en voz alta que tenía un matiz de envidia.
"Hay que reconocer los méritos del adversario, mi querido Ernie. Le costará dos semanas de tu paga. Y por lo que va a recibir, bien puede estar agradecida".
"Puto", observó Ernest agriamente.
"Es delgada, pero no tanto, amigo". Peter lanzó una carcajada. Sabían cuánto cobraba Mandy Davis y, como todos los hombres, se preguntaban exactamente qué haría para ganarse su paga, despreciándola al mismo tiempo. Como eran oficiales de contrainteligencia no tenían el grado de comprensión que un veterano agente de policía podía haber mostrado para con una mujer carente de educación que trataba de ganarse la vida como podía. Setecientas cincuenta libras por una visita vespertina, dos mil por toda la noche. Nadie había averiguado cuánto cobraba por el fin de semana completo.
Ambos se pusieron los auriculares para cerciorarse de que los micrófonos funcionaran, cambiando de canal para escuchar lo que ocurría en las distintas habitaciones de la casa.
"Es un puerco impaciente", observó Ernest. "¿Crees que ella se quedará toda la noche?"
"Espero que no, Ernie. Si se va, él irá al maldito teléfono y nos enteraremos de algo útil respecto a ese hijo de puta".
"Moro de mierda", musitó Ernest, ante la aprobación de su compañero. Ambos encontraban que Mandy era más bonita que Rosalie. Digna de un ministro de gobierno.
No se equivocaban. Mandy Davis salió a las 10:23 de la mañana, se detuvo en la puerta para un último beso y una sonrisa como para conmover el corazón de cualquier hombre, luego caminó calle abajo por Berkeley Street hacia Piccadilly donde, en vez de girar a la izquierda en el drugstore Boots y entrar en la estación de trenes subterráneos de la esquina de Piccadilly y Sratton, tomó un taxi que la llevó al centro, a New Scotland Yard. Allí transmitiría su informe a un amigable joven detective al que encontraba muy atractivo, aunque era demasiado hábil en su oficio como para mezclar los negocios con el placer. Uda era un cliente vigoroso y generoso, pero si alguien se hacía ilusiones con respecto a la relación que los unía era él, no ella.
Los números aparecieron en el registro LED y fueron grabados, junto a la hora en que fueron discados en sus computadoras laptop; tenían dos, y al menos una más en Thames House. Cada uno de los teléfonos de Sali tenía asignado un dispositivo que registraba cada llamada que hacía. Otro dispositivo similar hacía lo mismo con las llamadas entrantes, mientras que tres grabadores grababan cada palabra que decía. Esta era una llamada internacional a un teléfono celular.
"Llama a su amigo Moharnmed", observó Peter. "Me pregunto de qué hablarán".
"Te apuesto que, al menos durante diez minutos, de su aventura del fin de semana". "Sí, le gusta hablar", asintió Peter.
"Es demasiado delgada, pero es una consumada ramera, amigo mío. Las infieles tienen sus cosas buenas, le aseguró Salí a su colega.Tanto a ella como a Rosalie él realmente les gustaba. Siempre se daba cuenta de si era así.
"Me alegro de oírlo, Uda", dijo pacientemente Mohammed desde París. "Ahora, hablemos de trabajo".
"Como quieras, amigo mío".
"La operación de Estados Unidos salió bien".
"Sí, vi. ¿Cuántos en total?"
"Ochenta y tres muertos y ciento cuarenta y tres heridos. Podrían haber sido más, pero uno de los equipos cometió un error. Pero lo importante es el eco en los noticiarios. En la TV no hubo más que noticias sobre los ataques de nuestros santos mártires".
"Esto es maravilloso. Un gran golpe para Alá".
"Sí, claro. Ahora necesito que transfieras dinero a mi cuenta".
"¿Cuánto?"
"Por el momento, con cien mil libras inglesas bastará".
"Podré hacerlo mañana a las diez". De hecho, podía hacerlo una o dos horas antes, pero planeaba dormir hasta tarde. Mandy lo había cansado. Ahora, yacía en la cama, bebiendo vino francés y fumando un cigarrillo, mirando la televisión sin demasiado interés. Quería ver Sky News a la hora en punto. "¿Eso es todo?"
"Sí, por ahora".
"Así se hará", le dijo a Mohammed.
"Excelente. Buenas noches, Uda".
"Espera, tengo una pregunta…"
"No ahora. Debemos ser cautelosos", advirtió Mohammed. Usar un teléfono celular tenía ciertos peligros.
"Como quieras, buenas noches". y ambos apagaron sus respectivos teléfonos.
"El pub de Somerset era muy agradable, el Blue Boar", dijo Mandy. "La comida era buena. La noche del viernes, Uda comió pavo y se bebió dos pintas. Anoche cenamos en un restaurante que queda frente al hotel. El tomó un chateaubriand y yo lenguado a la Dover. El sábado por la tarde fuimos a hacer compras por un rato. En realidad, él no quería salir mucho, más bien quería quedarse en cama". El detective buen mozo lo grababa todo, además de tomar notas, al igual que otro policía. La actitud de ambos era tan clínica como la de ella.
"Habló de algo? ¿De las noticias en la tele o en los periódicos?"
"Miraba todos los noticiarios. Pero no decía nada. Dije que era atroz, todas esas muertes, pero no hizo más que gruñir. Puede ser totalmente desalmado,aunque siempre es amable conmigo. Hasta ahora,no hemos tenido ni un sí ni un no", les dijo, acariciándolos con sus ojos azules. A los policías se les hacía difícil mantener su profesionalismo. Parecía una modelo, aunque no era lo suficientemente alta, pues medía menos de un metro sesenta. Tenía una apariencia dulce a la que debía de sacarle buen provecho. Pero su corazón era puro hielo. Era triste, pero no les concernía.
"Hizo alguna llamada de teléfono?"
Meneó la cabeza. "Ni una. Este fin de semana no llevó su celular. Me dijo que era todo mío y que no debería compartido con nadie este fin de semana. Es la primera vez que eso ocurre. Fuera de eso, fue lo de siempre". Se le ocurrió otra cosa. "También se baña más a menudo. Lo hice ducharse los dos días y ni siquiera se quejó. Bueno, lo ayudé, porque me metí en la ducha con él". Les dedicó una sonrisa coqueta. Así llegaron al fin de su entrevista.
"Gracias, señorita Davis. Como de costumbre, ha sido usted muy útil".
"Sólo aporto mi grano de arena. ¿Creen que es un terrorista o algo así?", preguntó.
"No. Si usted estuviera en peligro, sería debidamente advertida".
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