Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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La mujer se puso a chillar.

– Déjeme hablar con él -pidió-. ¿Está bien?

– Está bien.

Aguantaron el teléfono junto a la percha de Gerard para que este oyera la voz de la mujer. El loro empezó a cabecear con nerviosismo.

– ¿Así que esta es tu casa? A mi madre le encantará -exclamó Gerard.

Gail Bond llegó de visita al cabo de unos días. Se quedó una semana y luego volvió sola. Por lo visto, Gerard quería quedarse. Durante días, el loro no hizo más que cantar:

My baby used to stay out all night long,

Sbe made me cry, sbe done me wrong,

Sbe hurt my eyes open, that's no lie,

Tables turn and now her turn to cry,

Because I used to love her, but it's all over now…

En general, las cosas iban mucho mejor de lo que nadie hubiera esperado. La familia estaba muy ocupada, pero iban tirando. Solo había dos motivos de preocupación. Henry se había fijado en que a Dave le habían salido unos pelos grises alrededor del hocico, así que era posible que muriera antes de lo habitual, como la mayoría de los transgénicos.

Y un día de otoño, mientras Henry paseaba por la feria del condado con Dave de la mano, un granjero con pantalón de peto se acercó y le dijo:

– Me gustaría agenciarme uno de esos para trabajar en la granja.

Henry sintió un escalofrío.

Nota final del autor.

Al final del trabajo de documentación que realicé para este libro, llegué a las siguientes conclusiones:

1. Deben dejar de patentarse genes. Tal vez las patentes genéticas parecieran algo lógico y normal hace veinte años, pero la situación ha tomado un cariz que nadie habría podido predecir. Hoy día contamos con suficientes argumentos para poder asegurar que las patentes genéticas son innecesarias, desaconsejables y contraproducentes.

Existe una gran confusión en cuanto a las patentes genéticas. Muchos observadores vinculan la defensa de su abolición con sentires anticapitalistas y contrarios a la propiedad privada. Nada más lejos. Es lógico y normal que la industria busque un mecanismo que rentabilice la inversión productiva y que dicho mecanismo conlleve una restricción de la competencia en relación con un producto creado; sin embargo, esa protección no implica que deban patentarse los genes. Al contrario, las patentes genéticas contradicen la arraigada y tradicional protección de la propiedad intelectual.

Para empezar, los genes son hechos naturales. Igual que la gravedad, la luz del sol y las hojas de los árboles, los genes existen en la naturaleza. Los hechos naturales no pueden tener dueño. Puede ostentarse la propiedad de la prueba que permite determinar un gen o la de un fármaco que afecte a un gen, pero no el gen en sí. Las patentes genéticas violan esta norma fundamental. Evidentemente podría discutirse la definición de un hecho natural -y hay gente que cobra por ello-, pero la prueba es muy sencilla: si algo ya existía millones de años antes de la aparición del Homo sapiens en la Tierra, es un hecho natural. Intentar argumentar que un gen es una invención humana es absurdo, por tanto, conceder una patente para un gen es como conceder una patente para el hierro o el carbón.

Puesto que se trata de la patente de un hecho natural, se convierte en un monopolio ilegítimo. Por lo general, la protección de patentes permite proteger una invención, pero anima a otros a realizar sus propias versiones. Mi iPod no impide que otros fabriquen un reproductor de audio digital. Mi trampa para ratones es de madera, pero no prohibe que otras sean de titanio.

Sin embargo, no ocurre así con las patentes genéticas. La patente no contiene más que información preexistente en la naturaleza y dado que no existe invención alguna, nadie puede innovar ningún otro uso sin violar la patente en sí, de modo que el camino de la innovación acaba vedado. Si se permitiera la patente de narices entonces no podrían fabricarse gafas, pañuelos de papel, inhaladores nasales, caretas, maquillaje o perfume porque todos están relacionados en uno u otro grado con la nariz; podría utilizarse una crema autobronceadora para el cuerpo, pero no para la nariz porque cualquier alteración de esta violaría la patente nasal; podría demandarse a los chefs que no pagaran el royalty de la nariz por cocinar suculentos platos; etcétera, etcétera. Evidentemente, todos estaríamos de acuerdo en que patentar la nariz es absurdo. Si todos tenemos una, ¿cómo puede tener un solo dueño? Las patentes genéticas son absurdas por la misma razón.

No hace falta un gran derroche de imaginación para comprender que la patente monopolista obstaculiza la creación y la productividad. Si el creador de Auguste Dupin fuera el dueño de todos los detectives de ficción, jamás habríamos conocido a Sherlock Holmes, Sam Spade, Philip Marlowe, la señorita Marple, el inspector Maigret, Peter Wimsey, Hercules Poirot, Mike Hammer o J. J. Gittes, por nombrar unos cuantos. Se nos habría negado este rico patrimonio de la invención por una equivocación en la concesión de la patente. Sin embargo, es exactamente en esta misma equivocación en la que se incurre con las patentes genéticas.

Las patentes genéticas son malas políticas públicas. Disponemos de pruebas más que suficientes de que perjudican la asistencia sanitaria y obstruyen la investigación. Cuando Myriad patentó dos genes relacionados con el cáncer de mama, decidieron cobrar a tres mil dólares la prueba, aunque el coste de un análisis genético no tenga nada que ver con lo que cuesta desarrollar un fármaco. No es de extrañar que la Oficina de Patentes europea revocara dicha patente en virtud de un tecnicismo. El gobierno canadiense anunció que llevaría a cabo análisis genéticos sin pagar la patente. Hace unos años, el dueño del gen de la enfermedad de Canavan se negó a poner a disposición de todo el mundo de forma gratuita la prueba para detectar dicha enfermedad a pesar de que las familias que la habían padecido habían contribuido con tiempo, dinero y sus tejidos a la identificación de dicho gen. Ahora esas familias no pueden permitirse la prueba.

Es una vergüenza, pero ni siquiera se acerca a la más peligrosa de las consecuencias de las patentes genéticas. En su punto culminante, la investigación sobre el SARS (siglas en inglés del Síndrome Respiratorio Agudo Severo) se vio entorpecida porque los científicos desconocían quién ostentaba la titularidad del genoma puesto que se habían presentado tres solicitudes de patente simultáneas. Como resultado, la investigación sobre el SARS no fue tan efectiva como debería haber sido, algo que debería estremecer a cualquier persona sensata. Nos encontrábamos ante una enfermedad con un índice de mortalidad de un 10 por ciento, que se había extendido a dos docenas de países de todo el mundo y, aun así, la investigación científica que debía combatir la afección se vio entorpecida por causas relacionadas con las patentes genéticas.

Hoy día la hepatitis C, el VIH, la gripe hemofílica y varios genes de la diabetes tienen dueño y no debería ser así, nadie debería poseer una enfermedad.

Si se pone fin a las patentes genéticas, habrá quien ponga el grito en el cielo e intente amedrentarnos con que el mercado abandonará la investigación, las empresas irán a la bancarrota, el sistema sanitario se verá afectado y la gente morirá. No obstante, es más probable que el fin de las patentes genéticas acabe siendo liberador para todos y resulte en una oleada de nuevos productos para el público.

2. Deben establecerse unas directrices claras para el uso de los tejidos humanos. La recolección de tejido humano es cada vez más importante, así como provechosa, para la investigación médica. Existen regulaciones federales adecuadas para la gestión de los bancos de tejidos, pero los tribunales han soslayado la normativa federal. Desde siempre, los juzgados han fallado sobre cuestiones relacionadas con tejidos humanos fundamentándose en la ley de la propiedad existente. En líneas generales, consideran que una vez que el tejido abandona el cuerpo desaparecen los derechos sobre este. Según dicha argumentación, podríamos establecer una analogía entre los tejidos y, por ejemplo, la donación de un libro a una biblioteca. Sin embargo, la gente tiene un fuerte sentimiento de propiedad de sus cuerpos que un simple tecnicismo jurídico jamás conseguirá invalidar, por lo que necesitamos una nueva, clara y enérgica legislación.

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