Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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– Hola, Frank -lo saludó Watson. No se levantó-. ¿Conoce a Jacqueline Maurer?

– Creo que no.

La mujer le estrechó la mano. Impasible, directa.

– Señor Burnet.

– Y ya conoce a nuestro genio de la tecnología, Jimmy Maxwell.

Watson señaló con la cabeza a un joven de unos veinte años sentado al fondo de la habitación. El muchacho llevaba unas gafas de gruesa montura de concha y una cazadora de los Dodgers. Levantó la vista de su portátil y saludó a Burnet.

– ¿Qué tal?

– Hola -lo saludó Burnet.

– Le he pedido que venga porque estamos a punto de zanjar el asunto -lo informó Watson, cambiando de postura-. La señorita Maurer acaba de negociar el acuerdo de licencia con la Universidad de Duke en términos extremadamente favorables.

La mujer sonrió. Una sonrisa de esfinge.

– Me entiendo bien con los científicos -comentó.

– Y Rick Diehl ha dimitido como director de BioGen -continuó Watson-. Winkler y el resto de la plantilla se han ido con él. La mayoría se enfrenta a problemas legales, pero es una pena que la compañía no pueda ayudarlos. Cuando se infringe la ley, la póliza de seguros no lo cubre, así que están solos.

– Por desgracia -intervino Jacqueline Maurer.

– Así son las cosas -repuso Watson-, pero dada la crisis actual, la junta directiva me ha pedido que asuma el mando y que reflote la compañía. He accedido a cambio de un reajuste salarial.

Burnet asintió.

– Entonces todo ha salido según lo esperado.

Watson lo miró con extrañeza.

– Eh, sí. En cualquier caso, Frank, ya no hay nada que le impida volver a casa con su familia. Estoy seguro de que su hija y su nieto se alegrarán mucho de volver a verle.

– Eso espero -contestó Burnet-. Seguramente estará hecha una furia, pero todo se arreglará. Siempre acaba arreglándose.

– Eso es -se alegró Watson. Le tendió la mano sin levantarse, con un ligero gesto de dolor.

– ¿Va todo bien? -se interesó Frank.

– No es nada, demasiado golf. Ayer debió de darme un tirón.

– Pero es bueno tomarse un poco de tiempo libre.

– Una verdad como un templo -convino Watson, ofreciéndole su famosa y radiante sonrisa-. Sí, señor.

C092.

Brad Gordon siguió a la multitud que se dirigía hacia el Poderoso Kong, la enorme montaña rusa de Cedar Point, en Sandusky, Ohio. Llevaba semanas que no hacía más que visitar parques de atracciones, pero ese era el mayor y el mejor de todo Estados Unidos. Se sentía mejor, la mandíbula ya apenas le dolía.

Lo único que le preocupaba era la conversación que había mantenido con su abogado, Johnson. Parecía un tipo listo, pero Brad no las tenía todas consigo. ¿Por qué su tío no había buscado un abogado de primera? Siempre lo había hecho. Brad tenía la vaga sensación de que su vida pendía de un hilo.

No obstante, desechó todos esos pensamientos y miró los raíles que se extendían muy por encima de él y la gente que gritaba cuando los vagones los recorrían a toda velocidad. ¡Menuda montaña rusa! ¡El Poderoso Kong! Sus más de ciento veinte metros de caída justificaban de sobra los gritos. La cola de entrada bullía de animación, la gente estaba emocionada. Como solía hacer, Brad esperó hasta que dos jovencitas muy monas se añadieron a la hilera. Eran del lugar, criadas con leche de verdad, saludables y sonrosadas, de rostros candorosos y pequeños pechos que despuntaban. Una de ellas llevaba aparatos en los dientes y eso la hacía aún más adorable. Se situó detrás de ellas, escuchando embobado sus vocecitas agudas y su chachara pueril. Luego gritó con los demás al enfilar la fantástica caída.

La atracción le había proporcionado un chute de adrenalina y lo dejó temblando de excitación reprimida; se sintió flojear al bajar del vagón. Miró los redonditos traseros de las niñas cuando estas se dirigían a la salida de la montaña rusa. ¡Un momento! ¡Volvían a subir! ¡Perfecto! Las siguió y se sumó a la cola por segunda vez.

Se sentía de maravilla; contuvo la respiración y paseó la mirada sobre los suaves rizos de sus cabellos y las pecas de los hombros que los tops sin espalda ni mangas dejaban a la vista. Estaba empezando a fantasear cómo sería hacérselo con una de ellas -¡qué cono!, con las dos- cuando un hombre se adelantó y dijo:

– Acompáñeme, por favor.

Brad parpadeó, sintiéndose culpable por su ensueño.

– ¿Disculpe?

– ¿Le importaría venir conmigo, caballero?

La voz venía acompañada de un rostro agradable que inspiraba confianza y que lo animaba a ir con él, sonriente.

Brad sospechó al instante. La policía solía comportarse a menudo de manera educada y amistosa. No les había hecho nada a las niñas, estaba seguro. No las había tocado, no les había hablado…

– Señor, por favor. Es importante que se acerque hasta aquí… Por aquí, por favor.

Brad echó un vistazo y atisbo a un lado a varias personas uniformadas, tal vez uniformes de seguridad, y a un par de hombres con batas, como si trabajaran en un manicomio, además de un equipo de televisión, o alguien con una cámara, grabándolo todo. De repente se sintió acorralado.

– Caballero, por favor, necesitamos… -insistió el apuesto hombre.

– ¿Para qué me necesita? -lo interrumpió Brad.

– Por favor, señor… -El hombre tiró del codo de Brad e insistió con mayor firmeza-. Señor, no solemos encontrar demasiados adultos que repitan…

«Adultos que repitan.» Brad se estremeció. Lo sabían. Ese tipo, el hombre apuesto y zalamero, lo conducía hacia la gente de las batas. Estaba claro que lo buscaban a él, por lo que intentó zafarse, pero lo tenía bien agarrado.

El corazón le iba a cien por hora. Sintió que lo invadía el pánico. Se agachó y desenfundó el arma.

– ¡No! ¡Suélteme!

El hombre apuesto lo miró sorprendido. Alguien gritó. El hombre levantó las manos.

– Tranquilícese, va a ser…

El arma se disparó. Brad no se dio cuenta de lo que había ocurrido hasta que vio que el hombre se tambaleaba y le fallaban las piernas. Se agarró a Brad, colgándose de él, y Brad volvió a disparar. El hombre cayó hacia atrás. Todo el mundo empezó a chillar.

– ¡Han disparado al doctor Bellarmino! ¡Han disparado a Bellarmino! -oyó que alguien anunciaba a voz en cuello.

Para entonces ya no entendía nada. La gente se alejaba corriendo, los deliciosos traseritos también huían, todo se había ido al carajo; y cuando más hombres uniformados le gritaron que soltara el arma, también les disparó a ellos. Y perdió el mundo de vista.

C093.

Ese otoño, el filántropo Jack B. Watson era el encargado de leer el conmovedor discurso de apertura de la reunión de los directores de la OUTT, la agrupación de oficinas de transferencia de tecnología de las universidades, un grupo dedicado a autorizar el trabajo de los científicos universitarios. Hizo hincapié en los temas de siempre: el desarrollo espectacular de la biotecnología, la importancia de las patentes genéticas, el apoyo a la ley BayhDole y la necesidad de conservar el statu quo en bien del auge empresarial y el florecimiento universitario.

– La salud y la prosperidad de nuestras universidades dependen de sólidos socios biotecnológicos. ¡Es la clave del conocimiento y del futuro!

Les dijo lo que querían oír y abandonó el estrado arropado por el fervoroso aplauso habitual. Solo unos pocos se fijaron en que renqueaba ligeramente y que el brazo derecho no se balanceaba con la misma soltura que el izquierdo.

Entre bastidores, se apoyó en una bella mujer.

– ¿Dónde cono está el doctor Robbins?

– Te espera en la clínica -contestó ella.

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