Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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– Por Dios -exclamó Vasco.

– Por Dios -repitió el pájaro, imitando su voz a la perfección-. ¿Cómo te llamas?

– Sigamos -dijo Vasco.

– Me llamo Jamie -contestó Jamie.

– Hola, Jamie. Yo me llamo Gerard -se presentó el pájaro.

– Hola, Gerard.

– Muy bien, sigamos adelante -insistió Vasco.

– Eso depende bastante del jinete -contestó Gerard.

– Dolly, tenemos que ajustamos al plan.

– El mejor amigo de un chico es su madre -dijo el pájaro, con voz extraña.

– ¿Conoces a mi madre?

– No, hijo -contestó Dolly-, no la conoce, solo repite cosas que ha oído antes.

– Su historia no me ha convencido -repuso Gerard. Y añadió con voz distinta-: Es una lástima, ¿tiene usted otra mejor?

Sin embargo, los adultos no le hicieron caso y empujaron a Jamie para que caminara. El niño sabía que no podía demorarse más y no quería montar una escena.

– Adiós, Gerard.

– Adiós, Jamie.

Continuaron por el sendero.

– Era gracioso -comentó el niño.

– Sí, cariño -contestó Dolly, sin soltarle el hombro.

Al entrar en los jardines, Alex pasó primero junto a la zona de la piscina. Era la piscina más silenciosa que había visto jamás, sin chapuzones ni gritos. La gente estaba tumbada al sol, como cadáveres. Alex cogió un albornoz de un armario lleno hasta arriba de toallas y albornoces y se lo echó al hombro para tapar la escopeta envuelta en la toalla.

– ¿Cómo sabes esas cosas? -preguntó Henry, mirándola.

Estaba nervioso. Caminaba al lado de una mujer con un arma, consciente de que estaba dispuesta a usarla. Henry no sabía si el tipo de la perilla iba armado, pero no le extrañaría que así fuera.

– Por la facultad de derecho -contestó Alex, riendo.

Dave los seguía a poca distancia.

– No te quedes atrás, Dave -dijo Henry, volviéndose hacia él.

– Vale…

Doblaron una esquina, pasaron bajo un arco de adobe y entraron en otro jardín apartado. El aire era fresco y el camino estaba a la sombra. Un pequeño arroyo discurría a lo largo del sendero.

– ¿Qué tal va eso, ancianete? -oyeron que decía una voz.

Henry levantó la vista.

– ¿Qué ha sido eso?

– Yo.

– Es un pájaro -dijo Henry.

– Discúlpenme, me llamo Gerard -se presentó el pájaro.

– Oh, un pájaro que habla -se sorprendió Alex.

– Me llamo Jamie. Hola, Jamie, me llamo Gerard. Hola, Gerard -repitió Gerard.

Alex se quedó helada, mirándolo de hito en hito.

– ¡Ese es Jamie!

– ¿Conoces a mi madre? -preguntó el pájaro con la voz de Jamie.

– ¡Jamie! -Alex empezó a gritar por el jardín-. ¡Jamie! ¡Jamie!

Y oyó en la distancia:

– ¡Mamá!

Dave echó a correr. Henry miró a Alex, que parecía muy tranquila. La mujer tiró la toalla y el albornoz al suelo y cargó la escopeta con suma calma. Tiró del cerrojo hacia atrás y se volvió hacia Henry.

– Vamos -dijo, imperturbable. Llevaba el arma apoyada en el brazo-. Será mejor que vayas detrás de mí.

– Ah, vale.

Emprendió la marcha.

– ¡Jamie!

– ¡Mamá!

Apretó el paso.

Apenas seis metros los separaban de la puerta trasera del centro quirúrgico -tal vez unos tres o cuatro pasos, no más- cuando todo empezó.

Vasco estaba cabreado. Su leal ayudante se ablandaba delante de sus ojos.

El niño había gritado «mamá» y ella lo había soltado y se había quedado ahí mirando, como si estuviera atontada.

– No lo sueltes, mierda -le espetó-, pero ¿qué haces?

Dolly no contestó.

– ¡Mamá! ¡Mamá!

Estaba ocurriendo precisamente lo que más temía. Tenía un crío de ocho años llamando a gritos a su madre y estaba rodeado de mujeres en albornoz. Si hasta ese momento no se habían fijado ni en el crío ni en él, no le cabía duda de que ahora lo harían, lo señalarían y empezarían a atar cabos. Vasco estaba totalmente fuera de lugar, un tipo de casi dos metros, con perilla, vestido de negro y con un sombrero vaquero que debía encasquetarse porque le habían arrancado una oreja de un mordisco. Sabía que parecía el villano de una mala película de vaqueros. Y encima su compañera no ayudaba, no estaba tranquilizando al niño ni animándolo a seguir y sabía que ese crío daría media vuelta y echaría a correr en cualquier momento.

Vasco tenía que recuperar el control de la situación. Alargó la mano hacia su arma, pero no dejaban de salir mujeres de todas partes. Mierda, de hecho toda una clase de yoga salía al jardín para ver qué ocurría y averiguar por qué había un niño llamando a su madre a voz en grito.

Y allí se encontraba él, el hombre de negro.

Estaba bien jodido.

– Dolly, cojones, no pierdas la calma -le pidió-. Tenemos que llevar a este crío al centro quirúrgico…

Vasco no llegó a terminar la frase porque en ese momento una figura oscura se abalanzó sobre él. Se había encaramado a un árbol de un salto, se había colgado de una rama a unos dos metros y medio de altura y -justo cuando Vasco comprendió que volvía a tratarse del niño negro y peludo, el que le había arrancado la oreja de un mordisco- el niño negro se abalanzó sobre él, con fuerza. Fue como si una roca le aplastara el pecho. Vasco retrocedió tambaleante y cayó de culo sobre unos rosales, despatarrado.

Ahí se acabó todo.

El niño echó a correr llamando a gritos a su madre, Dolly de repente empezó a actuar como si no lo conociera y él tuvo que salir a rastras de los rosales sin su ayuda, lleno de cortes y arañazos. ¿Cómo iba a retener ni un ápice de dignidad intentando ponerse en pie con el trasero lleno de espinas? Encima, como mínimo había un centenar de personas mirándolo y los guardias de seguridad se presentarían en cualquier momento.

Para acabar de rematarlo, el niño negro con pinta de mono había desaparecido. No lo veía por ninguna parte.

Vasco supo que tenía que salir de ahí. Se había acabado, todo era un puto desastre. Dolly seguía paralizada como la estatua de la Libertad de los cojones, así que empezó a empujarla, gritándole para que se moviera porque tenían que esfumarse cuanto antes. Las mujeres del jardín empezaron a abuchearlo y a silbarle. «¡Embutido de testosterona!», gritó una tipa con mallas. Las otras no se quedaron atrás: «¡Déjala en paz!», «¡Asqueroso!», «¡Violador!». Deseó contestarles que trabajaba para él, aunque era evidente que ya no. Estaba aturdida y desconcertada, y las tipas de las mallas empezaron a gritar que alguien llamara a la policía.

Así que la cosa se iba a poner peor.

Los movimientos de Dolly eran tan lentos que se la podría haber confundido con una sonámbula, pero Vasco tenía que salir de allí, de modo que la empujó a un lado para abrirse paso y atravesó los jardines a todo correr sin pensar en otra cosa que en encontrar la salida y alejarse de ese lugar. Sin embargo, en el siguiente jardín se topó con el niño, que iba acompañado de otro tipo, y delante de ellos vio a la tipa esa, Alex, empuñando una puta escopeta de cañón recortado como si supiera utilizarla: una mano en la culata y la otra en la caña.

– Si vuelvo a verte la jeta, te la volaré, cabrón -lo avisó Alex.

Vasco no contestó, se limitó a pasar de largo como una exhalación, pero acto seguido oyó un estallido de mil demonios y delante de él los arbustos que bordeaban el sendero volaron por los aires en una nube verde de agitados pétalos, hojas y tierra. Así que, por descontado, se detuvo. En seco. Dio media vuelta, muy despacio, con las manos separadas del cuerpo.

– ¿Has oído lo que he dicho, joder?

– Sí, señora -contestó.

Siempre había que ser educado con una dama armada. Especialmente si estaba nerviosa. Las espectadoras habían aumentado, filas de señoras de tres y cuatro en fondo chismorreando como cotorras que no dejaban de estirar el cuello para enterarse de lo que ocurría. Estaba convencido de que esa tipa no iba a dejarle irse de rositas.

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