Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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Dave se acercó a las piezas de juguete y empezó a distribuirlas formando figuras. Primero las dispuso en círculo; luego, en cuadrado.

– Me alegro de que haya venido a verlo -dijo Rovak-. Lo considero muy importante.

– ¿Qué va a ocurrirle?

– ¿A usted qué le parece? Esto es completamente ilegal, Henry. ¿Qué quería? ¿Una raza superior de primates? Ya sabe que Hitler trató de cruzar a un humano con un chimpancé, y Stalin también. Podría justificarse diciendo que fueron ellos quienes abrieron el nuevo campo de investigación. Lo que pasa es que entre Hitler o Stalin y un investigador de los NIH hay una ligera diferencia. Ni hablar, amigo.

– Y ¿ qué piensa…?

– Esto es el resultado de un experimento no autorizado. Tengo que ponerle fin.

– ¿Está bromeando?

– Estamos en Washington y lo que contempla en estos momentos es dinamita pura, políticamente hablando -se justificó Rovak-. La financiación que los NIH reciben de la Administración ya no es gran cosa, pero si esto sale a la luz nos la reducirán a un 10 por ciento.

– Este animal es extraordinario -opinó Henry.

– Pero ilegal. Eso es lo que cuenta. -Rovak negó con la cabeza-. No se ponga sentimental, realizó un experimento transgénico no autorizado y las normas estatales determinan de forma explícita que a los experimentos no aprobados por el consejo de administración tiene que ponérseles fin sin excepción.

– Y por eso… Bueno…

– Le administraremos morfina por vía intravenosa, no se enterará de nada -le aseguró Rovak-. No se preocupe, nosotros nos encargaremos de todo. Cuando hayamos incinerado el cuerpo, no quedará ninguna constancia de que esto ocurrió. -Señaló a Dave con la cabeza-. ¿Por qué no juega con él un rato? Le gustará su compañía, ya está harto de nosotros.

Sentados en el suelo, jugaron a una especie de damas improvisadas con los cubos de plástico que hacían saltar por encima de los demás. Henry se fijó en algunas cosas: en las manos de Dave, del tamaño de las de un humano; en sus pies, prensiles como los de cualquier chimpancé; en sus ojos, moteados de azul; en su sonrisa, distinta de la de un humano, pero también de la de un mono.

– ¡Qué divertido! -exclamó Dave.

– Lo dices porque vas ganando.

Henry no alcanzaba a comprender las reglas del juego. De todas formas, creía que debía dejar ganar a Dave. Eso era lo que solía hacer con sus hijos.

Y en ese momento pensó: «Dave también es hijo mío».

Era incapaz de pensar con claridad y lo sabía. Actuaba por instinto. Era consciente de estar fijándose en todo cuando Dave fue devuelto a la jaula, en cómo lo encerraban con un candado de clave numérica, en cómo…

– Permítame que vuelva a estrecharle la mano -pidió Henry-. Vuelva a abrir la jaula.

– Escuche, no se lo ponga más difícil, ni a él tampoco.

– Solo quiero estrecharle la mano de nuevo.

Rovak suspiró y abrió el candado. Henry memorizó el código: 010504.

Henry le estrechó la mano a Dave y le dijo adiós.

– ¿Vendrás mañana? -le preguntó Dave.

– Mañana no sé, pero pronto -respondió Henry.

Dave se dio media vuelta y no miró a Henry mientras este salía de la sala y cerraba la puerta.

– Escuche -empezó Rovak-, tendría que estar agradecido de que no lo juzguen y lo metan en la cárcel. No cometa una estupidez. Nosotros nos ocuparemos de todo, usted siga con sus asuntos.

– Muy bien -respondió Henry-. Gracias.

Pidió permiso para quedarse en las instalaciones hasta que llegara la hora de coger el avión de vuelta. Lo acomodaron en una habitación que disponía de un ordenador para los investigadores. Pasó la tarde leyendo cosas sobre Dave y consultando todos los datos de su archivo. Lo imprimió todo. Luego se paseó por las instalaciones y fue al servicio varias veces para que los guardias se acostumbraran a verlo a través de los monitores.

Rovak se marchó a las cuatro y al salir se despidió de él. Los veterinarios y los guardias cambiaban de turno a las seis. A las cinco y media, Henry volvió a la zona de adiestramiento y fue directamente a la sala donde estaba Dave.

Abrió la jaula.

– Hola, mamá -lo saludó Dave.

– Hola, Dave. ¿Quieres venir conmigo de viaje?

– Sí -respondió Dave.

– Muy bien. Pues haz caso de todo lo que te diga.

Era habitual que los investigadores anduvieran por ahí con chimpancés domesticados, a veces iban incluso cogidos de la mano. Henry recorrió con Dave el pasillo de la zona de adiestramiento a paso normal, sin hacer caso de las cámaras de seguridad. Torcieron a la izquierda y se dirigieron por el pasillo principal hasta la puerta que comunicaba con el exterior. Henry abrió la primera puerta, hizo pasar a Dave y luego abrió la puerta exterior. Tal como esperaba, no había ninguna alarma.

Las instalaciones de Lambertville habían sido diseñadas para mantener alejados a los intrusos y para que los animales no se escaparan, pero no para evitar que los investigadores se los llevaran. A veces, por distintos motivos, los científicos tenían que sacar de allí a algún animal sin entretenerse en completar largos trámites. Gracias a eso, Henry pudo sentar a Dave en el suelo de la parte trasera de su coche y dirigirse a la salida.

Era justo la hora del cambio de turno y entraban y salían muchos coches. Henry devolvió la tarjeta magnética y el distintivo.

– Gracias, doctor Kendall -se despidió el guardia, y Henry se alejó hacia las verdes laderas del oeste de Maryland.

– ¿Que vuelves en coche? ¿Por qué? -se extrañó Lynn. -Es largo de explicar. -¿Por qué, Henry?

– No tengo más remedio que volver en coche. -Henry, te estás comportando de una forma muy extraña y lo sabes -lo avisó Lynn. -Era una cuestión moral. -¿Qué cuestión moral? -Me siento responsable.

– Responsable ¿de qué? Mierda, Henry…

– Cariño, es largo de explicar -se excusó él.

– Eso ya me lo has dicho.

– Créeme, pienso contártelo todo, de verdad -aseguró-. Pero es mejor que esperes a que llegue a casa.

– ¿Es tu madre? -preguntó Dave.

– ¿Quién está contigo en el coche? -quiso saber Lynn.

– Nadie.

– ¿Quién ha hablado? He oído una voz ronca.

– Ahora no puedo explicártelo -insistió él-. Espera a que llegue a casa y lo comprenderás todo.

– Henry…

– Tengo que dejarte, Lynn. Besos a los niños. -Y colgó.

Dave lo miraba con expresión paciente.

– ¿Era tu madre?

– No. Era otra persona.

– ¿Está enfadada?

– No, no. ¿Tienes hambre, Dave?

– Un poco.

– Muy bien, pararemos en un autoburguer. Ahora, tienes que ponerte el cinturón.

Dave lo miró perplejo. Henry se le acercó y le abrochó el cinturón de seguridad. No lo sujetaba muy bien puesto que no era mucho más alto que un niño.

– No me gusta. -Dave empezó a tirar del correaje.

– Tienes que llevarlo puesto.

– No.

– Lo siento.

– Quiero volver.

– No podemos volver, Dave.

Dave dejó de forcejear. Miró por la ventanilla.

– Está oscuro.

Henry acarició la cabeza del animal y notó su corto pelaje. Sintió cómo al hacerlo el animal se relajaba.

– No te preocupes, Dave. A partir de ahora, todo irá bien.

Henry se incorporó a la circulación y enfiló hacia el oeste.

C036.

– ¿De qué me hablas? -preguntó Lynn Kendall, con la mirada clavada en Dave, que permanecía sentado sin decir nada en el sofá de la sala de estar-. ¿Dices que este mono es hijo tuyo?

– Bueno, no exactamente…

– ¿Qué quiere decir «no exactamente»? -La mujer se paseaba de un lado a otro de la sala-. ¿Qué cono quiere decir eso, Henry?

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