Michael Crichton - Next

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El autor de Estado de miedo nos sumerge en los aspectos más sombríos de la investigación genética, la especulación farmacéutica y las consecuencias morales de esta nueva realidad. El investigador Henry Kendall mezcla ADN humano y de chimpacé y produce un híbrido extraordinariamente evolucionado al que rescatará del laboratorio y hará pasar como un humano. Tráfico de genes, animales `de diseño`, encarnizadas guerras de patentes: un futuro turbador que ya está aquí.

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A Vasco no le sorprendió el aspecto de la mujer, lo que le llamó la atención fue ver que se dirigían en línea recta hacia Eddie Tolman, el fugitivo. Aquello no tenía ningún sentido. Aunque Tolman pretendiera cerrar algún trato con Watson, el conocido inversor nunca accedería a encontrarse con él personalmente. Y aún menos en un lugar público. Sin embargo, allí estaban, camino de colisionar en medio del transitado patio del Venetian, justo delante de sus narices.

¡Caray! No podía creer que algo así estuviera a punto de ocurrir.

En ese momento, la morenaza dio un pequeño traspié y se detuvo. Llevaba un vestido corto muy ceñido y zapatos de tacón. Se apoyó en el hombro de Watson, flexionó la pierna por la rodilla mostrándola cuan larga era y examinó su zapato. Ajustó la tirita que lo sujetaba y se incorporó sonriendo a Watson. Vasco dejó de mirarlos un momento y se percató de que Tolman había desaparecido.

En ese instante, Watson y la mujer pasaban junto a él, tan cerca que percibió el aroma del perfume de ella y oyó que Watson le susurraba unas palabras; ella le dio un ligero apretón en el brazo y apoyó la cabeza en su hombro mientras seguían avanzando. Una pareja de lo más romántica.

¿Habría sido un simple accidente? O ¿lo habían planeado? ¿Lo habrían hecho para burlarlo? Presionó el auricular.

– Dolly, lo he perdido.

– No hay problema. Lo tengo yo. -Vasco alzó la vista. Dolly se encontraba en el segundo piso y divisaba a todas las personas de la planta baja-. ¿Es Jack Watson el que acaba de pasar?

– Sí, me parece que…

– No, no -lo interrumpió Dolly-. Es imposible que Watson esté metido en esto. No es su estilo. El calvo se dirige a su habitación porque tiene una cita. Eso era lo que empezaba a contarte. Le aguarda una noche muy entretenida.

– ¿En qué consiste el entretenimiento?

– Es una rusa. Parece que le gustan mucho las rusas. Las altas.

– ¿La conocemos?

– No, pero he conseguido un poco de información. Y he hecho que coloquen cámaras en la suite.

– ¿Cómo te las has arreglado? -No tuvo más remedio que sonreír.

– Digamos que las medidas de seguridad del Venetian no son lo que eran. Claro que también ha bajado de precio.

Irina Katayeva, de veintidós años, llamó a la puerta. Llevaba en la mano una botella de vino dentro de una bolsita de terciopelo cuyo extremo superior estaba fruncido por unas cintas. Un chico de aproximadamente treinta años abrió la puerta, sonriente. No era atractivo.

– ¿Eres Eddie?

– Sí. Pasa.

– Te he traído esto, de la caja fuerte del hotel. -Le entregó el vino.

Al ver la escena reproducida en el pequeño monitor portátil, Vasco observó:

– Se lo ha entregado en el pasillo, saldrá reflejado en la pantalla de seguridad. ¿Por qué no ha esperado a estar dentro de la habitación?

– A lo mejor le han pedido que lo haga así -aventuró Dolly.

– Debe de medir un metro ochenta. ¿Qué sabemos de ella?

– Habla muy bien inglés. Lleva cuatro años en el país. Estudia en la universidad.

– ¿Trabaja en el hotel?

– No.

– Así, ¿no es una profesional? -preguntó Vasco.

– Estamos en Nevada -respondió Dolly.

En la pantalla se vio cómo la joven rusa entraba en la habitación y la puerta se cerraba. Vasco accionó el sintonizador del monitor de vídeo y eligió una de las cámaras interiores. El chico se alojaba en una suite muy grande, de casi doscientos metros cuadrados, decorada al estilo veneciano. La joven asintió y sonrió.

– Una habitación muy bonita.

– Sí. ¿Te apetece tomar algo?

Ella negó con la cabeza.

– No tengo tiempo. -Se llevó la mano a la espalda, se bajó la cremallera del vestido y este quedó colgando de sus hombros. Se dio media vuelta fingiendo desconcierto y dejó que el chico observara su espalda desnuda hasta las nalgas-. ¿Dónde está el dormitorio?

– Es por aquí, nena.

Mientras entraban en el dormitorio, Vasco volvió a accionar el sintonizador. La estancia apareció en pantalla justo cuando la chica decía:

– No sé a qué te dedicas y no quiero saberlo. Hablar de trabajo es aburridísimo. -Dejó que el vestido cayera al suelo. Lo sorteó y se tendió encima de la cama. Solo llevaba puestos los zapatos de tacón y se los quitó de sendas patadas-. Me parece que no quieres tomar nada -dijo-. Yo, te aseguro que no.

Tolman se arrojó sobre ella y cayó haciendo una especie de ruido sordo. Ella soltó un gruñido pero trató de sonreír.

– Calma, tío. -El jadeaba y resollaba. Quiso alcanzar el pelo de ella para acariciarlo-. Deja tranquilo el pelo -le espetó la joven, y se dio media vuelta para apartarse-. Túmbate y déjame complacerte -añadió.

– ¡Caray! -exclamó Vasco mirando la diminuta pantalla-. ¿Qué te parece? No ha durado ni un minuto. Con una mujer así, cualquiera diría…

– Eso ahora da igual -lo interrumpió Dolly por el auricular-. Ella ya se está vistiendo.

– Pues sí -convino Vasco-. Y a toda prisa.

– Se supone que tiene que dedicarle media hora, y ni siquiera he visto que él le haya pagado.

– Yo tampoco. El caso es que él también se está vistiendo.

– Se llevan algo entre manos -opinó Dolly-. La chica va hacia la puerta.

Vasco accionó el mando con el pulgar para tratar de obtener una visión desde otra cámara, pero solo captó interferencias.

– No veo una mierda.

– La chica se marcha. Él se queda allí. No, espera… Él también se marcha.

¿Sí?

– Sí. Y se lleva la botella de vino.

– Muy bien -dijo Vasco-. ¿Y adonde va?

Los embriones congelados podían transportarse gracias al nitrógeno líquido contenido en un vaso Dewar, un termo de acero inoxidable cuyo interior estaba revestido de vidrio de borosilicato. Los vasos Dewar solían ser grandes, del tamaño y la forma de una jarra de leche, pero también podían encontrarse recipientes de un litro de capacidad. Un vaso Dewar no tenía la forma de una botella de vino porque el tapón y la boca eran anchos, pero el tamaño sí que podía ser parecido. Era evidente que cabía en la bolsita de terciopelo.

– Seguro que los tiene él -dijo Vasco-. Los lleva dentro de la bolsa.

– Me imagino que sí -repuso Dolly-. ¿Aún los ves?

– Sí.

Vasco alcanzó a la pareja en la planta baja, cerca de la parada de góndolas. Caminaban cogidos del brazo y el chico llevaba la botella de vino derecha, sujeta con la parte interior del codo. Era una extraña forma de transportarla; además, ellos formaban una pareja curiosa: una chica guapísima y un tipo tímido de andar desgarbado. Avanzaban junto al canal y apenas miraban las tiendas al pasar.

– Van a reunirse con alguien -opinó Vasco.

– Ya los tengo -dijo Dolly.

Vasco escrutó la calle abarrotada y vio a Dolly en el extremo opuesto. La chica tenía veintiocho años y un aspecto normal y corriente. Dolly podía hacerse pasar por cualquier persona: contable, novia, secretaria o ayudante. Siempre daba el pego. Esa noche iba vestida al estilo de Las Vegas: llevaba el pelo rubio crepado y un vestido brillante con un gran escote. Le sobraban algunos kilos y aquello hacía que el conjunto resultara perfecto. Vasco llevaba con ella cuatro años; trabajaban bien juntos. Su relación personal, sin embargo, era solo pasable. Ella no podía soportar que él fumara puros en la cama.

– Van hacia el vestíbulo -lo informó Dolly-. No, acaban de dar media vuelta.

El vestíbulo principal era un espacio enorme de forma ovalada con un techo muy alto revestido de oropel, lámparas de luz tenue y columnas de mármol. Hacía parecer enanas a las personas que lo atravesaban. Vasco se detuvo y se hizo a un lado.

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