– La gente reacciona de manera diferente con gente diferente -dijo Jane-. No quería molestar a Mario.
Mario sonrió abiertamente.
– Porque quería que terminara el pergamino en el que estoy trabajando.
Jane asintió con la cabeza y sonrió atribulada.
– Esperaba que te dieras prisa con él y me dieras algo para leer mañana.
– Ya te dije que me estaba planteando problemas. Hay palabras enteras que han desaparecido, y las tengo que adivinar. O puede que esté alargando la traducción para poder levantar la vista y verte ahí sentada.
– No deberías hacer eso -dijo Trevor.
– Era una broma -se apresuró a decir Mario-. El trabajo va bien, Trevor.
– ¿Alguna alusión?
– Todavía no.
– ¿Alusión a qué? -preguntó Jane.
– Al oro. ¿A qué si no? -respondió Trevor-. Si has leído la primera carta de Cira, debes de saber que existen dudas acerca de que el oro estuviera en el túnel, de que no lo hubiera escondido en algún otro lugar.
– Y si lo hizo, no estás de suerte.
– A menos que encuentre una pista sobre dónde lo escondió.
– Te refieres a dónde lo escondió Pía. A propósito, ¿quién era Pía?
Trevor se encogió de hombres.
– Si has leído el pergamino, sabes tanto como yo. -Le sostuvo la mirada-. Dijiste que querías ir a la Pista. ¿Has cambiado de idea?
– No. ¿Por qué habría de hacerlo?
– Pareces estar fascinada con Mario y su montón de trucos académicos. -Giró sobre sus talones-. Vamos.
– Espera un momento. -Trevor no esperó; estaba ya por la mitad del pasillo-. Adiós, Mario, hasta mañana.
Trevor había llegado a la escalera cuando ella lo alcanzó.
– Estás siendo excepcionalmente grosero.
– Lo sé. Me apetece ser grosero. Es un privilegio que me permito de vez en cuando.
– Me sorprende que te aguante alguien.
– No tienen por qué hacerlo. Están en su derecho de mandarme a freír puñetas.
– Tienes razón. -Jane se detuvo en las escaleras-. Vete a freír puñetas.
Trevor miró por encima del hombro.
– Bueno, es lo que esperaba. No deberías tratarme también… -Se interrumpió. Entonces una sonrisa iluminó su rostro-. Estoy siendo un bastardo poco civilizado, ¿verdad?
– Sí.
– Y tú has hecho hoy todo lo que has podido para provocarme. -Torció el gesto-. Te lo puse fácil. Sabías dónde golpear. Siempre me he sentido orgullo de la seguridad que tengo en mí mismo, pero has conseguido socavarla. La verdad es que estoy celoso de Mario. -Levantó la mano para pararla cuando ella empezó a hablar-. Y no me digas que no fue tu intención hacérmelo pasar mal. Estabas insatisfecha por tu situación aquí, y quisiste que yo también estuviera insatisfecho. Bien, lo has logrado. Estamos empatados. ¿Pax?
No estaban empatados, pero Jane se alegró de la posibilidad de ignorar la tensión que habían entre ellos. Las veinticuatro horas anteriores habían sido insoportables.
– Nunca daría esperanzas a Mario para vengarme de ti. No juego con los sentimientos de la gente. Le tengo demasiada simpatía.
– Oh, te creo. Pero no te importaría dejarme con la mosca detrás de la oreja. Te mostré un punto flanco, y te abalanzaste sobre él. Puede que en el fondo me estuvieras castigando por haber sido lo bastante idiota para mantenerte lejos de mí durante cuatro años.
Jane se humedeció los labios.
– No quiero hablar de eso ahora. ¿Me vas a llevar a la Pista o no?
Él asintió con la cabeza y se volvió hacia la puerta.
– Vamos.
Fueron detenidos por un guarda en la cancela, como le había ocurrido a Trevor la noche anterior.
– Jane, este es Patrick Campbell. Vamos a la Pista, Pat. ¿Todo despejado esta noche?
Campbell asintió con la cabeza.
– Douglas vio algo hace tres horas, pero no en las cercanías del castillo. -Sacó su teléfono-. Avisaré a sus chicos de la seguridad del perímetro para que estén atentos.
– Hazlo. -Trevor cogió a Jane por el codo y la empujó suavemente a través de la cancela-. Cogeremos el sendero que rodea el castillo hasta los acantilados. Es un paseo de unos diez minutos. -Levantó la vista al cielo-. Hay luna llena. Deberías de poder ver bastante bien…
Cuando doblaron el recodo y empezaron a caminar hacia el borde del acantilado, en un principio Jane sólo advirtió el mar que se extendía ante ella.
– ¿Qué es eso? ¿Qué se supone que tengo que…?
Habían llegado a lo alto de una loma, y por debajo de ellos, extendiéndose hacia el acantilado cortado a pico, había una lisa llanura de hierba que limitaba con toda la parte posterior del castillo. El césped estaba perfectamente cuidado, y a ambos extremos de la larga extensión había varias hileras de grandes rocas alisadas por la erosión.
– La Pista de MacDuff -dijo Trevor.
– ¿Qué diablos es esto? Se parece a un lugar de reunión de los druidas.
– Es un lugar de reunión, sí señor. Angus MacDuff sentía pasión por los deportes. Fue una especie de noble sin escrúpulos y admiraba el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Terminó de construir el castillo en 1350, y a la primavera siguiente organizó los primeros Juegos Escoceses en este terreno.
– ¿Tan antiguos son?
Trevor negó con la cabeza.
– En el año 844 Kenneth MacAlpine, rey de los escotos, organizó una competición de tres días para mantener ocupado a su ejército, mientras esperaba los augurios de buena suerte antes de su batalla contra los pictos. Malcolm Canmore, que subió al trono en el 1058, organizaba competiciones de manera regular para seleccionar a los escotos más fuertes y rápidos y reclutarlos para su guardia personal.
– Yo creía que se llamaban los Juegos de las Highlands.
– Los MacDuff eran oriundos de las Highlands, y supongo que se llevaron sus juegos con ellos. Según las crónicas, los juegos eran el plato fuerte del año. Curling, lucha libre, carreras y algunos otros deportes locales que eran un poco raros. En ellos participaban todos los jóvenes al servicio de MacDuff. -Sonrió a Jane-. Y ocasionalmente, alguna mujer. A Fiona MacDuff se la menciona por habérsele permitido correr en las carreras, que ganó dos años seguidos.
– ¿Y entonces, supongo, decidieron excluir a las mujeres?
Trevor negó con la cabeza.
– Se quedó embarazada y lo dejó por iniciativa propia. -Se paró al lado de una de las grandes rocas lisas al final de la Pista-. Siéntate. Imagino que las generaciones más recientes se traían sus sillas para asistir a los juegos, pero estos fueron los primeros asientos.
Jane se sentó lentamente en la piedra al lado de Trevor.
– ¿Por qué me has traído aquí?
– Me gusta. -Su mirada viajó por la extensión de hierba hasta las rocas del final de la Pista-. Es un buen lugar para ordenar las ideas. Aquí me siento como en casa. Creo que me habría gustado conocer a Angus MacDuff.
Mientras miraba fijamente el perfil de Trevor, Jane también lo creyó. El viento del mar le levantaba el pelo de la frente, y en su boca había aquel atisbo de inquietud. Tenía los ojos entrecerrados, como si estuviera calculando la dificultad de la siguiente competición. Jane podía imaginárselo allí sentado, riendo con el terrateniente y preparándose para su turno en la Pista. ¡Dios!, que lástima que no tuviera consigo su cuaderno de dibujo.
– ¿En qué deporte habrías competido?
– No lo sé. En las carreras, quizá en el curling… -Se volvió hacia ella, y sus ojos brillaron con malicia-. O puede que me hubiera ido más llevar las cuentas de todos los espectáculos. Seguro que se cruzaban cuantiosas apuestas durante los juegos.
Ella le devolvió la sonrisa.
– Te imagino haciéndote un hueco en ese campo.
Читать дальше