– No, francamente. Entonces había un médico aquí, en la plantilla del hotel, y tengo el vago recuerdo de que la mantuvo sedada, al menos durante el entierro. Nosotros nos fuimos un par de semanas después. Recuerdo que vi a Laura en el entierro, pero no después.
Diana dijo con cierta indecisión:
– Había guardado el secreto del secuestro de Missy mucho tiempo, durante años. Para mí tiene más sentido que hablara de ello sólo después del asesinato de Missy.
Nate estaba haciendo una anotación en la libretita negra que llevaba consigo.
– Se lo preguntaré a Cullen. Decididamente, quiero volver a hablar con ese tipo.
Stephanie se sentó en el brazo de un sillón y dijo:
– Lo que me pone los pelos de punta es eso de que lleve flores a la tumba de Missy. ¿No es la clase de cosa que haría un asesino?
– Es posible -dijo Quentin-. Pero no en este caso, creo. Además, lo que dijo sobre su coartada era cierto. Él no pudo matar a Missy.
Nate le miró.
– Por cierto, iba a preguntarte por esa corazonada tuya. Parecía salida de la nada. Que yo recuerde, nunca antes te habías interesado por la tumba de Missy.
– Lo sé. Una vocecita me dijo que ahora era el momento. Y he aprendido a hacerle caso a esa vocecita. -Quentin meneó la cabeza-. Fue cuando nos dijiste que otra camarera había identificado a Cullen como el hombre al que había visto hablando con Ellie Weeks. Hasta ese momento, Cullen me había interesado solamente porque estuvo aquí ese verano, hace veinticinco años. Y porque encontramos esa trampilla en su cuarto de arreos.
– ¿Y sigues creyendo que todo esto está relacionado?
Quentin asintió sin vacilar.
Nate dijo con acritud:
– Bueno, esté relacionado o no, este asesinato no va a quedar sin resolver. -Miró su reloj-. Mierda. Es más de medianoche. Autoricé el levantamiento del cadáver cuando Sally y Ryan acabaron de inspeccionar el lugar del crimen; ya estará en el depósito. El doctor dijo que haría una inspección preliminar, pero quiero que la autopsia se haga en el laboratorio de criminología del estado.
– Y apuesto a que tienen trabajo atrasado -dijo Quentin.
– No será rápido -repuso Nate-, pero sí minucioso. Y eso es lo que quiero. Entre tanto, tenemos las pruebas forenses que haya encontrado mi equipo y un montón de preguntas, espero.
– Sí -dijo Quentin-. Preguntas tenemos a montones.
– Capitán, ¿se da usted cuenta de que tengo que levantarme dentro de unas horas? -La voz de la gobernanta era gélida.
Nate no se arredró.
– Una de sus camareras fue brutalmente asesinada no hace ni veinticuatro horas, señora Kincaid. Yo pensaba que querría usted contribuir en lo posible a descubrir a su asesino.
Tan poco impresionada por el tono del capitán como éste por el suyo, la señora Kincaid replicó:
– Por la mañana habrá tiempo de sobra para sus preguntas. Aquí nadie va a huir.
– Aun así, estoy seguro de que no le importará responder a un par de cuestiones esta misma noche. -Nate dejó premeditadamente su libreta sobre la inmaculada tabla de la isleta del centro de la enorme cocina y fue pasando las hojas hasta encontrar las anotaciones que había hecho poco antes.
De pie al otro lado de la isleta, la señora Kincaid cruzó los brazos sobre su amplio pecho y esperó. No había sugerido que fueran a otra habitación, ni había intentado que se acomodaran en aquélla.
– ¿Y bien?
Nate no permitió que le apremiara y se negó a admitir, siquiera para sí mismo, que, por alguna razón, la espaciosa y vacía cocina le parecía muy fría y un tanto siniestra, especialmente a aquellas horas de la noche. Comprobó sus notas y dijo a continuación:
– Informó usted a la señorita Boyd de que creía que Ellie Weeks se traía algo entre manos, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Qué era lo que sospechaba?
– Yo no sé leer el pensamiento, capitán. Pero llevo el tiempo suficiente trabajando con chicas jóvenes como para saber cuándo están tramando algo, y Ellie estaba tramando algo.
– Entonces, ¿la estaba usted vigilando?
– La vigilaba de cerca, naturalmente.
– ¿Hizo Ellie alguna cosa en particular que le hiciera sospechar que le ocurría algo?
– La vi merodear por el despacho de la señorita Boyd. Y por su trabajo no tenía nada que hacer en esa zona.
– Puede que simplemente pasara por allí de camino a otra parte del hotel.
– Eso fue lo que ella me dijo.
– ¿Y usted no la creyó?
– Sé cuándo me mienten.
Nate se preguntó si era así, pero no la interrogó al respecto.
– ¿Qué más?
– Para empezar, cada vez que podía se escabullía y salía al porche donde la gente sale a fumar.
– ¿Y eso era sospechoso?
– Ella no fumaba.
– Entonces, ¿qué cree usted que hacía allí?
– Seguramente llamar por el móvil. A las camareras no se les permite llevar esos chismes cuando están de servicio, pero algunas los llevan a escondidas. Para llamar a sus novios.
– Eso parece bastante inofensivo -comentó Nate mientras anotaba que debía buscar ese teléfono móvil.
– Ellie no tenía novio. -La señora Kincaid esbozó una fina sonrisa-. Aquí, por lo menos.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que quizá fuera lo bastante estúpida como para liarse con alguno de nuestros huéspedes. Lo cual está prohibido, naturalmente. La habrían despedido en cuanto yo hubiera encontrado pruebas.
– ¿Para eso la vigilaba? ¿Para encontrar pruebas?
– Se habría traicionado tarde o temprano. Todas lo hacen.
Nate arrugó el ceño.
– ¿Han tenido antes problemas de ese tipo? ¿Camareras que se lían con clientes?
– Bueno, los hombres son siempre hombres, ¿no le parece, capitán?
Pensando en el doble rasero de siempre, Nate dijo:
– Entonces, ¿por qué culpar a las camareras?
– Porque no se las paga para que… entretengan a los huéspedes. El Refugio no es esa clase de sitio. -La señora Kincaid se envaró aún más-. Ya le he dicho cuándo fue la última vez que vi a Ellie y lo que le dije. Si tiene más preguntas, capitán, estoy segura de que podrá hacerlas por la mañana. Yo me voy a la cama.
Nate no intentó detenerla. Se quedó mirándola un momento mientras ella se alejaba, paseó luego la mirada por la cocina impecable y escrupulosamente esterilizada, y por alguna razón que no acertó a explicarse sintió un escalofrío.
Sin embargo, no pudo evitar preguntarse si el fantasma de una camarera asesinada no estaría intentando atraer su atención.
– Bobadas -murmuró, pero lo hizo sin mucha energía. Sin ninguna energía en absoluto.
– No era muy corpulenta, ¿verdad?
Quentin se volvió un poco para ver mejor a Diana, sentada al otro lado del sofá. Estaba echada hacia delante, con los codos sobre las rodillas y la mirada fija en la cercana chimenea apagada.
El salón estaba vacío, salvo por ellos dos, y aunque era casi la una de la mañana, ninguno había sugerido que dieran el día por terminado.
– ¿Te refieres a Ellie?
Diana asintió con un gesto, todavía sin mirarle.
– No era nada corpulenta. Y no podía tener más de… ¿cuántos? ¿Veintidós? ¿Veintitrés años?
– Más o menos.
– No hablamos mucho de ella. Me refiero a que estaba allí tendida, muerta. Asesinada. A unos metros de nosotros. Y apenas hablamos de ella.
– Todos estábamos pensando en ella. Ya lo sabes.
– Supongo que sí.
Quentin respiró hondo y dejó escapar el aire lentamente.
– Sin cierto distanciamiento, los policías no podrían hacer su trabajo. Al menos, no por mucho tiempo.
– Pero ¿cuál es mi excusa?
– No es una excusa, Diana, es como son las cosas. La muerte está siempre a nuestro alrededor. Todos aprendemos a tratar con ella de la mejor manera posible, a veces simplemente momento a momento. Pero tú sabes mejor que nadie que no es un final. O, al menos, no un final absoluto.
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