Kay Hooper - Enfriar El Miedo

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Quentin Hayes, agente de la Unidad de Crímenes Espeluznantes del FBI, sigue atormentado por el misterioso asesinato de Missy, ocurrido hace veinte años en El Refugio, un hotel de Tennessee al que vuelve una y otra vez en busca de nuevas pistas.
Diana Brisco ha ido a El Refugio para participar en una terapia con la que espera resolver su pasado. Pero desde que está allí le asaltan terribles pesadillas y extrañas visiones de un niño desaparecido hace años. Además, un agente del FBI se empeña en convencerla de que no está loca, sino que posee un don especial para contactar con el más allá.
Quentin sabe que es su última oportunidad para resolver el homicidio de Missy y que necesita la ayuda de Diana, pero ¿cómo persuadir a la joven para que traspase el umbral y entre en el mundo del frío y la muerte?

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Era difícil sentirse amenazado o incluso ponerse a la defensiva cuando se estaba sentado en un elegante sofá y se tenía una cafetera de plata llena de café sobre la mesa, delante de uno.

McDaniel consultó ostensiblemente sus notas y dijo con suavidad:

– Es curioso. Tengo una declaración de una testigo que le vio aquí. De hecho, está segura de que le vio hablando con Ellie Weeks. Y eso habría sido tan sólo unos minutos antes de que Ellie fuera estrangulada. Con una cuerda de cuero trenzado procedente de uno de los establos.

Cullen mantuvo un semblante inexpresivo y la mirada fija en el policía. Ni siquiera echó una ojeada a los otros dos, que permanecían sentados a un lado, a pesar de que sentía vivamente su presencia. Los había tenido muy presentes, de hecho, mucho antes de que invadieran su cuarto de arreos al amanecer para descubrir un viejo secreto.

– Su testigo cometió un error -contestó con calma-. Yo no estaba aquí.

– Ella está segura de que era usted.

– Se equivoca. Esas cosas pasan.

– No he podido situarle en los establos cuando dice que estaba allí, Cullen.

– Los caballos no son testigos muy habladores. Lo lamento.

– Lo que significa que no tiene coartada.

Cullen se encogió de hombros.

– Si encuentra una razón para que matara a esa chica y cree que habría cometido la estupidez de usar una de mis propias cuerdas de cuero para hacerlo, deténgame.

McDaniel hizo caso omiso y cambió de táctica.

– Hay otra cosa curiosa. Esa trampilla de su cuarto de arreos.

– El cuarto de arreos no es mío, pertenece a El Refugio. Y los dos sabemos que esa puerta se hizo mucho tiempo antes de que usted o yo naciéramos.

– ¿Y nunca ha bajado por esa escalerilla? ¿Nunca ha estado en las cuevas?

Cullen vaciló, maldiciendo para sus adentros. Hoy en día, todo el mundo había oído hablar de los métodos de rastreo de pruebas, de los análisis de ADN y de esas cosas. El cuerpo humano tenía la desagradable costumbre de ir perdiendo a cada paso cabellos y células epidérmicas y sólo dios sabía qué más cosas.

Dios no era, en cambio, el único que sabía que más de una vez había bajado al interior de la tierra.

Deseó atreverse a mirar a los otros dos sentados a un lado, deseó atreverse a preguntarles si sabían lo que estaba pasando, si lo entendían. Porque aquel polizonte no lo entendía, eso estaba claro. No lo entendía, y el hecho de no entenderlo podía hacer que muriera mucha gente, y que pasaran cosas aún peores.

Mucho peores.

– ¿Cullen? ¿Ha estado usted en esas cuevas?

No podía arriesgar una rotunda mentira que más tarde pudiera convertirse en una trampa, de modo que respondió despreocupadamente:

– Puede que sí, hace mucho tiempo. Trabajé aquí antes, ¿sabe?

– Sí, lo sé. Trabajó aquí hace veinticinco anos. Estaba trabajando aquí cuando Missy Turner fue asesinada.

Cullen estaba preparado para aquello.

– Sí. Y toda esa tarde y parte de la noche estuve en el corral, entrenando a un potro. Con un ayudante y dos de los huéspedes. La policía lo descubrió enseguida. Ni siquiera me enteré de que la pequeña había sido asesinada hasta que oí las sirenas.

McDaniel consultó sus notas con los labios fruncidos.

Cullen quiso decirle que cortara el rollo, pero de nuevo no se atrevió. En realidad, no tenía modo de saber si tenía razón, no podía estar seguro hasta el punto de jurarlo sobre la Biblia, y, en fin, si resultaba que se equivocaba, quería tener un modo de salir de aquel embrollo. Enemistarse con un policía (con cualquiera de aquellos dos policías, especialmente con el federal) podía resultar un error. Un grave error.

Se estaba haciendo tarde. Tarde en el día y… simplemente tarde. Cullen podía oír el tictac de su reloj, y hacía años que no llevaba un reloj que hiciera tictac.

– Se fue de El Refugio no mucho después, según creo.

– Meses después.

– Después del incendio.

Cullen se concentró de nuevo en mantener una respiración regular. Normal.

– Sí. Después del incendio.

– Nunca llegamos a saber qué causó el fuego -dijo McDaniel como si reflexionara en voz alta-. ¿Alguna idea?

– No. Eso mismo le dije a la policía en su momento. Era evidente que sospechaban que el incendio había sido provocado, pero yo no tenía motivos para quemar el hotel.

– Supongo que no. ¿Y se fue porque…?

– Porque me apetecía cambiar de aires. -Se detuvo allí y miró a McDaniel a los ojos con aire desafiante.

El policía no pestañeó.

– Entiendo. Bueno, permítame hacerle otra pregunta, Cullen. ¿Hasta qué punto conocía a Laura Turner?

Él se encogió de hombros.

– Ella pertenecía al personal de limpieza y yo al de los establos. Ahora no nos relacionamos mucho, y entonces no nos relacionábamos en absoluto.

– Llevaban ambos varios años aquí. ¿Intenta decirme que no la conocía?

– No he dicho eso. He dicho que en aquellos tiempos no nos mezclábamos. La conocía de oídas, cruzaba alguna palabra con ella, la saludaba. Sabía que tenía una hija. Nada más.

– ¿Fue al entierro de su hija?

Aquello cogió desprevenido a Cullen, que tuvo que recobrarse antes de contestar con voz firme:

– Fue todo el personal del hotel.

– Sólo para presentar sus respetos, supongo.

– Sí. Sí, así fue.

McDaniel asintió con un gesto de la cabeza y, como si aquello fuera una señal, el federal se apartó de la pelirroja, que guardaba silencio, y fue a sentarse en la otra silla, frente a Cullen.

– ¿Sigue yendo a presentar sus respetos? -inquirió con despreocupación.

– No sé de qué me habla.

– Claro que lo sabe, Cullen. Tuve una corazonada y le pedí al capitán McDaniel que hiciera una comprobación antes de que le hiciéramos venir aquí. Resulta que el encargado del cementerio se ha fijado en sus visitas. Una a la semana, desde que volvió a trabajar en El Refugio. Visita usted la tumba de Missy y deja allí una sola flor.

«Una corazonada. Una maldita corazonada», pensó Cullen.

Se encontró mirando unos ojos azules extremadamente penetrantes y se debatió en silencio antes de decidir de nuevo que debía conservar la calma. No podía permitirse cometer un error, no podía correr el riesgo de que le encerraran antes de que aquello acabase.

Porque tenía que acabar. Esta vez tenía que acabar.

Aun así, debía decir algo, tenía que parecer al menos que cooperaba o le encerrarían de todos modos. Una verdad a medias, se dijo, era mejor que nada.

– Está bien, sí, voy a presentar mis respetos. Sí, conocía a Laura Turner y a su hija un poco mejor de lo que he dicho.

Vio que había sorprendido al federal y aprovechó su ventaja para conducir la conversación por los derroteros que quería que tomara.

– Yo sabía que éste no era sitio para esa niña. Nunca debió estar aquí. Y desde luego no debió morir aquí. Nadie de por aquí visita nunca la tumba. Me lo dijo el encargado del cementerio. Así que la visito yo. Y le pongo algo bonito en la lápida.

El federal dijo lentamente:

– ¿Qué quiere decir con que nunca debió estar aquí?

Cullen vaciló visiblemente, esforzándose porque pareciera que se resistía.

– Oí algo por casualidad, ¿de acuerdo? Algo que me hizo pensar que la hija de Laura había muerto… y que Laura les había robado a Missy a sus verdaderos padres.

La pelirroja, todavía callada, se movió de repente, dejó la silla y se acercó al sofá donde estaba Cullen. Su cara estaba pálida, sus ojos verdes tenían una expresión ansiosa y, al volver la cabeza para mirarla, Cullen se sintió asaltado por una certeza instantánea y sorprendente.

«Así que es eso. Por eso está aquí.» Sintió que el latido de su corazón se aceleraba y tuvo que luchar de nuevo por conservar la calma.

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