Kay Hooper - Afrontar el Miedo

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Riley Crane se despertó completamente vestida, cubierta de sangre y con una pistola bajo la almohada. Pero lo que resultaba más aterrador aún era que no recordaba lo sucedido la noche anterior. En realidad, apenas recordaba las tres semanas anteriores.
Riley es un camaleón: ex oficial del ejército y ahora agente federal asignada a la Unidad de Crímenes Especiales, posee el don de la clarividencia y la capacidad de fundirse con su entorno, de ser lo que elija. Especialista de la UCE en lo oculto, ha sido enviada por su jefe, el enigmático Noah Bishop, a una casa en la playa, en Opal Island, para investigar diversas noticias sobre fenómenos misteriosos.
Pero eso fue hace tres semanas. Ahora, al despertarse, descubre que no puede fiarse de su memoria, que ha perdido la clarividencia de la que siempre ha dependido para protegerse, y que en su vida hay un nuevo hombre muy atractivo. Para colmo, con los recursos de la UCE recortados al mínimo, Riley se encuentra sin refuerzos. Sola, se ve obligada a enfrentarse a tientas a un juego en el que nadie a su alrededor es quien parecer ser. Y un truculento asesinato es el primer aviso de lo mucho que arriesga.
Bishop quiere sacar a Riley del caso. Y también Ash Prescott, el poderoso fiscal del distrito. Pero tanto su ex compañero en el ejército, Gordon Skinner, como el sheriff Jake Ballard creen que Riley puede atrapar a un asesino feroz. Uno de esos cuatro hombres sabe qué está pasando en este pueblecito costero, y Riley necesita desesperadamente esa información. Porque lo que no recuerda basta para costarle la vida. Esta vez, la maldad no está más cerca de lo que cree: está ya aquí.

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– ¿Y tu jefe te dejó aquí sin refuerzos?

Riley le explicó brevemente lo ocupado que estaba el resto del equipo con otros casos y añadió:

– Bishop quería que volviera a Quantico, pero conseguí hacerle cambiar de idea. Tengo que informarle todos los días, y quiero tener unas cuantas respuestas que ofrecerle cuando le llame hoy. Si no, cuando se entere de lo que pasó ayer…

– ¿Qué pasó ayer?

«Mierda.»

– Perdí unas horas más -reconoció ella de mala gana.

– ¿Qué?

– Ya me has oído. Unas doce horas, esta vez. Desde ayer por la tarde hasta esta mañana.

– Riley, anoche parecías estar perfectamente bien.

– Ya me lo imagino. Es obvio que funcionaba normalmente. Estuve trabajando con el ordenador, redactando ese maldito informe. Pero no recuerdo haberlo hecho.

– Dios mío. ¿Te importaría explicarme por qué no estás en un hospital?

– En un hospital no sabrían qué hacer conmigo. Ash, casi lo único que sabe la ciencia médica del cerebro humano es que no sabe para qué se usa en su mayor parte. Y hasta donde ha podido determinar la UCE, ésa es probablemente la parte que usamos las personas con capacidades parapsicológicas.

El había fruncido el ceño.

– ¿Me estás diciendo que un examen médico no mostraría ninguna alteración orgánica que explique tu amnesia?

– Te estoy diciendo que no me dirían nada que no sepa ya. Y que esto no es algo que pueda curar un médico poniéndome una venda y mandándome a casa con una receta.

– Riley…

– Mira, vas a tener que confiar en mí. Fuera lo que fuese lo que me hizo esa pistola eléctrica, la medicina no puede arreglarlo. Quizá sea capaz de aclarar qué está pasando si puedo recuperar la clarividencia y usar mi cerebro y mis sentidos como siempre he podido. Quizá.

– Pero no hay garantías.

– No.

– Podrían empeorar las cosas.

– Ése es un resultado tan probable como otro cualquiera -reconoció ella.

– ¿Por eso has decidido contarme la verdad por fin? ¿Porque te da miedo empeorar, perder más tiempo? ¿Es eso lo que temes?

– Confío en que no haya ningún problema, claro. Pero si lo hay, si pierdo más tiempo, necesitaré a alguien que me siga la pista. -Riley tomó aire y exhaló despacio-. No sé qué puede pasar si consigo recuperar la clarividencia. Puede que nada. Puede que ese sentido haya desaparecido por completo. De momento no he podido recuperarlo, desde luego.

Ash la estrechó entre sus brazos.

Riley se sorprendió un poco, pero se descubrió pasando los brazos alrededor de su cintura y experimentó una trémula sensación de alivio.

Quizás no estaba tan sola como creía.

– Saldremos de ésta -le dijo él-. Y pienses lo que pienses, eres mucho más que una persona con poderes paranormales.

– ¿Intentas prepararme por si acaso no me recupero? -murmuró ella.

– Eso sólo es una parte de ti, Riley. No todo tu ser.

– Si tú lo dices.

Él la mantuvo enlazada con un brazo mientras atravesaban el parque de los perros, en dirección al hueco de la valla.

– Ahora te toca a ti confiar en lo que te digo. Además, me preocupan mucho más esas lagunas de memoria.

– A mí también, amigo mío.

El ayudante del sheriff apostado junto a la valla los conocía a ambos y se limitó a saludarlos inclinando la cabeza y tocándose el sombrero con un murmullo cortés cuando pasaron por su lado, pero la leve sonrisa que esbozó demostraba claramente que había observado su abrazo con interés y sin sorpresa.

– Supongo que todo el mundo sabe lo nuestro -dijo ella con sorna.

– No hemos guardado el secreto. ¿Para qué? Los dos somos solteros y hace tiempo que no necesitamos el consentimiento de nadie.

– Es que suelo ser muy discreta con mi vida privada, eso es todo.

– ¿Otro interrogante que te ronda por la cabeza?

– Digamos simplemente que es otra señal de que hay algo distinto. De que algo cambió cuando llegué aquí. Y es muy exasperante no recordar qué es.

Él la apretó con fuerza, pero sólo dijo:

– Yo apuesto por ti, si te sirve de algo. Dudo mucho que alguna vez hayas perdido una batalla. Al menos, una importante.

Riley quiso decirle que perdería aquella apuesta, pero habían llegado al claro, todavía acordonado con cinta policial amarilla, y se esforzó por olvidarse de todo lo que no fuera aquello.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Ash.

– Ahora -contestó ella-, voy a intentar hacer mi trabajo. Espera aquí, si no te importa.

Él no protestó; se limitó a mirarla cuando pasó por debajo de la cinta y se dirigió hacia las rocas del centro del claro.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– Bueno, si ves que mi cabeza empieza a girar y que me pongo a escupir sopa de guisantes, por favor, sácame de aquí a rastras.

– Por favor, dime que es una broma.

Ella miró hacia atrás y le sonrió.

– Sí. Tú vigila solamente, ¿de acuerdo? Si ves algo raro o sospechoso, rompe la conexión.

– ¿Qué conexión?

– Ésta. -Riley volvió la mirada hacia las rocas, respiró hondo y se concentró en abrir sus sentidos. Acto seguido alargó los brazos y puso ambas manos con firmeza sobre la piedra que tal vez hubiera servido de altar.

*****

Había cerrado inconscientemente los ojos cuando sus manos tocaron la piedra áspera. Aunque las manchas de sangre se habían descolorido hasta formar marcas herrumbrosas que podían confundirse con el color natural de las vetas de la roca, Riley tenía muy presente lo que eran en realidad, y tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para abrirse a ellas premeditadamente.

No esperaba, en realidad, que pasara nada, teniendo en cuenta que sus sentidos estaban en general ausentes.

Pero casi inmediatamente comprendió que había ocurrido algo. Como si se hubiera pulsado un interruptor o cerrado una tapa, se descubrió bruscamente envuelta en un silencio completo.

No se oía a los pájaros. Ni el ruido distante del tráfico y la gente.

Lo único que oía era su respiración, repentinamente agitada.

Se obligó a abrir los ojos y se apartó violentamente del altar, dando un traspié hacia atrás.

El humo acre del fuego se le metía, picajoso, en la nariz, empeorado su hedor por el azufre. Más allá del claro iluminado por la hoguera, el bosque sombrío podría haber tenido kilómetros de espesor: podría haber sido el guardián impenetrable y atávico de la ceremonia que tenía lugar allí.

Las figuras cubiertas con túnicas que danzaban alrededor del fuego, a unos metros de ella, le resultaban familiares, pero únicamente porque reconocía sus movimientos y sus gestos, y el cántico que murmuraban en una lengua que el mundo moderno, en su mayoría, había olvidado. No veía sus caras. Ninguno parecía consciente de su presencia.

En todo caso, no eran los celebrantes y sus túnicas lo que atrapaba su mirada fascinada, sino el ataúd abierto colocado sobre el altar de piedra.

Lo primero que pensó fue que tenía que haber sido un incordio llevar hasta allí el ataúd, obviamente diseñado para aquel propósito. Y más problemático aún tenía que haber sido ocultarlo a miradas ajenas mientras lo transportaban, con lo grande que era. Pero entonces se dio cuenta de que, a pesar de que a primera vista parecía lacado en oro y muy ornamentado, el ataúd era en realidad de una especie de cartón muy duro. Encajaba perfectamente en la piedra plana que, según sus especulaciones, podía usarse como altar.

Y estaba ocupado.

La mujer llevaba una capucha negra, de modo que Riley no podía verle la cara. Estaba por lo demás desnuda, con los brazos cruzados sobre los pechos, en la postura tradicional de los difuntos. Pero tenía las rodillas levantadas y las piernas abiertas en una invitación obscena a un amante.

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