Parado a los pies del ataúd, sobre una de las piedras más pequeñas, había otro celebrante ataviado con una túnica y con la cara tapada por una máscara con una calavera pintada, en vez de una caperuza. Tenía los brazos levantados y cantaba un poco más alto que los demás. Saltaba a la vista que era quien los dirigía. Llevaba la túnica abierta y debajo de ella iba desnudo.
Y excitado.
Riley dio un paso atrás, y luego otro. Las ideas y los interrogantes se agolpaban en su cabeza. Aquello estaba mal, y no sólo porque la mayoría de la gente se sentiría sin duda horrorizada por la escena. Estaba mal porque la ceremonia no era así. Había cosas familiares, cosas que Riley reconocía: los cánticos, las velas y el incienso. Hasta el ataúd tenía cabida en una ceremonia satánica, pero no así.
Se suponía que era, por encima de todo, una celebración de la vida, de la fuerza y el poder del animal humano. Y la sexualidad era un elemento importante, pero… Aquello estaba mal.
Antes de que pudiera aclarar sus ideas, levantó la mirada por primera vez y se quedó atónita al ver a un hombre desnudo colgado sobre el ataúd.
Parecía estar inconsciente.
Riley intentó ver su cara, pero cuando tres de los celebrantes se apartaron del círculo que rodeaba el fuego y se acercaron al altar, no tuvo más remedio que mirar qué estaban haciendo.
Fue un movimiento acrobático extrañamente grácil: dos de ellos ayudaron al tercero a subirse a lo alto de la piedra más alta, para que quedara de pie, en paralelo, al hombre colgado.
Llevaba una espada corta en la mano, un arma que Riley no había visto nunca y cuya hoja afilada brillaba a la luz del fuego.
Los otros dos celebrantes se acercaron al hombre colgado y levantaron los brazos para agarrarle por los tobillos. Retrocedieron después lentamente hacia el otro lado del altar, tirando de sus pies hacia atrás y sosteniéndolos en alto hasta que la parte superior de su cuerpo quedó suspendida sobre el ataúd y la mujer que esperaba dentro.
Riley casi se lanzó hacia delante instintivamente al comprender lo que iba a ocurrir, pero atajó aquel movimiento involuntario al darse cuenta de que aquello ya había sucedido. O era una visión. O tal vez incluso un engendro de su mente y de su imaginación, alteradas por la descarga de la pistola eléctrica.
Lo importante era que lo que estaba presenciando no estaba sucediendo ante ella.
No había nada que pudiera hacer, salvo mirar, horrorizada.
Los cánticos se hicieron más fuertes, el grupo que rodeaba la hoguera comenzó a danzar frenéticamente. Y entonces alguien a quien Riley no podía ver hizo sonar tres veces una campana.
Y todo se detuvo.
Durante un instante que pareció eterno, sólo los latigazos del fuego y su chisporroteo ofrecieron algún viso de vida o de movimiento. Y entonces el hombre situado a los pies del ataúd pronunció con voz enérgica una frase en latín.
«¿La sangre es poder? ¿Es eso lo que ha dicho?»
El hombre de la piedra más alta se inclinó hacia delante, agarró por el pelo la cabeza del hombre colgado y la echó hacia atrás lo suficiente para poder colocar la hoja afilada de la espada sobre su garganta desnuda.
El hombre apostado a los pies del ataúd pronunció, de nuevo en latín, una frase corta que Riley intentó grabarse en la memoria.
«La sangre es la vida.»
Entonces, con voz sofocada e imposible de identificar tras la capucha que le cubría la cara, la mujer del ataúd alzó la voz. Hablaba también en latín, y su tono era inquietante y seductor.
«Ofrezco… este sacrificio… y extraigo de la sangre derramada… de la vida derramada… el poder de la oscuridad… el poder del mal… para hacer mi voluntad.»
La campana volvió a sonar tres veces, y al tercer tañido cortaron la garganta del hombre colgado.
La sangre brotó a borbotones, salpicando el ataúd y a la mujer tendida en él. Ella descruzó los brazos, alargándolos como si diera la bienvenida a la sangre o llamara a un amante. Levantó las caderas y las contoneó. Sus pechos y su vientre se cubrieron de escarlata, y la sangre chorreó por la cara interna de sus muslos.
Los celebrantes agrupados alrededor del fuego comenzaron de nuevo a bailar y cantar, esta vez con mayor frenesí, levantando la voz mientras la sangre del hombre colgado abandonaba su cuerpo laxo.
A los pies del ataúd, el sacerdote también cantaba con voz cada vez más fuerte, más frenética, hasta que por fin la mujer se convulsionó y gritó, presa de un orgasmo, y él se despojó de la túnica, se subió al ataúd y la montó mientras ella se retorcía.
Riley sintió una náusea. Quería cerrar los ojos o apartar la mirada, pero no podía. Sólo podía quedarse allí parada y contemplar la cópula obscena que tenía lugar ante ella, mientras el cántico de los demás celebrantes se transformaba en gritos, la sangre del hombre agonizante salpicaba al hombre y a la mujer del ataúd y el olor del incienso y la sangre hería sus ojos y sus fosas nasales.
Aquello estaba mal. Mal en muchos sentidos…
*****
– ¡Riley!
Abrió los ojos con un gemido, momentáneamente aturdida al ver el claro a la luz del día. No había ataúd. Ni celebrantes cubiertos con túnicas. Ni víctima colgada sobre el altar.
Pero aún sentía el olor de la sangre.
– ¡Riley! ¿Qué demonios…?
Dándose cuenta de que Ash la había rodeado con los brazos, de que sin duda la había alejado del altar, Riley hizo un esfuerzo por sostenerse en pie y volverse hacia él. Sintió alivio cuando él siguió agarrándole los brazos.
Si no, pensó, tal vez se hubiera desplomado.
– ¿Qué he hecho? -preguntó, y su voz densa y ronca le sonó ajena.
– Te has puesto blanca como una sábana -dijo él sombríamente, mirándola con el ceño fruncido-. Y has gritado algo que no he entendido. Cuando he llegado a tu lado, estabas temblando y…
Levantó una mano y tocó su mejilla. Luego le mostró las yemas de sus dedos, húmedas.
– …llorando.
– Oh. -Se quedó mirando la prueba de su llanto-. Me pregunto por qué. Estaba horrorizada, pero…
– ¿Horrorizada por qué? ¿Qué demonios ha ocurrido, Riley?
Ella le miró, deseando no sentirse tan débil y exhausta, tan absolutamente desconcertada.
– He visto…, he visto lo que pasó. Al menos, eso creo.
– ¿El asesinato?
– Sí. Pero… -Se esforzó por pensar con claridad-. Pero estaba mal. El hombre no había sido torturado de antemano. Y la sangre no podía salpicar la piedra plana del altar porque había algo colocado encima de ella que la tapaba casi por completo. Y había demasiado ruido, alguien lo habría oído. Y estaba…, estaba mal. Lo que decían, lo que hacían. Estaba mal en muchos sentidos.
– Riley, ¿me estás diciendo que has tenido una especie de visión?
– Creo que sí. Nunca me había pasado, no así, pero algunos miembros del equipo me han hablado de ellas y…, y creo que era eso. Pero estaba mal, Ash. Los detalles estaban mal. Toda la ceremonia parecía…, parecía sacada de una película de terror.
Ash pareció comprender lo que quería decir.
– ¿Parecía teatral? ¿Exagerada?
– En cierto modo sí. Como si la hubiera imaginado alguien que no supiera lo que es el satanismo. O que lo supiera y quisiera…, retorcerlo y convertirlo en algo verdaderamente malvado.
– ¿Uno de esos grupos marginales de los que me hablaste, quizá?
Ella sacudió la cabeza.
– No lo sé. Tal vez. Nunca he oído hablar de algo así, eso lo sé. Un sacrificio humano es lo más perverso que puede haber. Y si a eso se añade una extraña ceremonia que incluye empaparte con la sangre de un hombre agonizante mientras follas en un ataúd…
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