Joseph Kanon - El Buen Alemán

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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– No son mentiras -había sido la contestación de Jake, con las manos sobre sus hombros.

Ella lo había mirado a la cara en el espejo.

– Mentiras para él.

La anciana de pelo gris de abajo lo había descubierto mirando por la ventana. Vaciló, después inclinó la cabeza en un gesto servicial y recogió la cesta de mimbre. Jake la contempló atravesar el patio lodoso. «Personalízalo.» ¿Cómo había sido la guerra de esa mujer? A lo mejor había sido una de las fieles, a lo mejor había gritado a pleno pulmón en el Sportpalast, y ahora le hacía la colada al enemigo. O puede que no fuera más que una Hausfrau con suerte de haber conservado la vida. Jake fue hasta la cama y se quitó la camisa. De todos modos, ¿qué importaba? Eso eran historias de los perdedores. En Estados Unidos querían el glamour de la conferencia, a Truman haciendo chanchullos con Stalin, el gran mundo que habían ganado, y no los escombros y las personas sin futuro que vagaban por el Tiergarten.

Acabó de desnudarse y se envolvió una toalla alrededor de la cintura. El baño estaba al final del pasillo. Abrió la puerta y se encontró una nube de vapor y una exclamación de sorpresa.

– Oh.

Liz estaba en la bañera, sus pechos apenas rozaban el agua jabonosa y se había apartado el pelo mojado de la cara.

– ¿Es que no sabes llamar?

– Lo siento, es que… -dijo Jake, pero no se movió.

Vio cómo Liz se dejaba resbalar dentro del agua para taparse; su piel era tan rosada como los volantes del tocador.

– ¿Ya has echado un buen vistazo?

– Lo siento -repitió él, azorado.

Un cuerpo suave de mujer, sin su uniforme ni su funda de pistola, que ahora colgaban de una percha.

– No importa -dijo Liz, sonriendo, veterana de las tiendas compartidas y las letrinas de campaña-. Mientras no te quites la toalla. Salgo dentro de un segundo.

Hundió la cabeza en el agua para aclararse, luego se alisó el pelo hacia atrás y alcanzó una toalla.

– ¿Piensas darte la vuelta o quieres un espectáculo de cabaret?

Jake le dio la espalda mientras salía de la bañera. Un chapoteo en el agua y susurros de tela, sonidos íntimos en sí mismos.

– Supongo que debería tomármelo como un cumplido -soltó Liz, envolviéndose en una bata-. Antes no te habías fijado.

– Claro que sí -repuso Jake, aún de espaldas.

– Conque sí… -Jake oyó el agua que se colaba a borbotones por el desagüe-. Muy bien, ya estoy decente.

Se había envuelto el pelo con un pañuelo de seda a modo de toalla. Jake la miró y después ladeó la cabeza como el joven soldado estadounidense de la Cancillería.

– ¿Qué le parece si la invito a una copa?

– ¿Vestida? No puedo, tengo una cita.

– Qué rápida. ¿No será con el joven Ron?

Liz sonrió.

– No sabría de dónde sacar los ánimos. -Se hizo un turbante con el pañuelo de la cabeza-. Son negocios. Tengo que reunirme con un tipo. Otro día te tomo la palabra. -Hizo un gesto en dirección a la bañera-. Será mejor que abras el grifo. Tarda un rato.

Recogió sus cosas del taburete y luego se sentó.

– ¿Piensas quedarte?

– Jake, dime una cosa. Todo eso de esta tarde… ¿Quién era ella?

– ¿Por qué ella?

– Porque era una mujer. ¿Cuál es la historia? Sabes que acabaré sonsacándotelo.

– No hay ninguna historia -respondió él mientras abría los grifos-. Volvió con su marido.

– Ah -dijo Liz-, esa clase de historia. ¿Te dejó?

– Me fui de Berlín. A petición del doctor Goebbels. Tenía un problema de actitud.

– Apuesto a que sí. ¿Cuándo fue eso?

– En el cuarenta y uno. Me hizo un favor, supongo. Unos meses más y habría quedado atrapado. -Hizo un gesto con la mano para abarcar toda la ciudad-. En todo esto.

– O sea que sólo quedó atrapada ella.

Jake la miró un instante, luego siguió regulando los grifos.

– Se quedó con su marido -se limitó a repetir él.

– Yo no lo habría hecho -dijo ella, intentando sonar informal, una tímida disculpa-. ¿Quién era él? ¿Uno de la raza superior?

Jake sonrió para sí.

– No tan superior. Era profesor, en realidad. Catedrático.

– ¿De qué?

– Liz, ¿a qué viene todo esto?

– Es por darte conversación. No suelo pillarte en desventaja muy a menudo. Un hombre sólo habla cuando no lleva puestos los pantalones.

– Eso es cierto. -Jake se detuvo un momento-. De matemáticas, ya que lo preguntas.

– ¿De mates? -dijo ella, riendo a medias, verdaderamente sorprendida-. ¿Una lumbrera? No es muy sexy.

– Debía de serlo. Se casó con él.

– Y se acostaba contigo. Matemáticas. No sé, podría entenderlo si fuera un monitor de esquí o algo así…

– De hecho, esquiaba. Así se conocieron.

– ¿Ves? -repuso ella, bromeando-. Lo sabía. ¿Dónde sucedió?

Jake la miró con fastidio. Otro artículo de revista femenina, un encuentro en las laderas, tan sugerente como la última copa de champán de Eva Braun.

– No lo sé, Liz. ¿Acaso importa? No sé nada sobre su matrimonio. ¿Por qué habría de saber algo? Se quedó con él, eso es todo. A lo mejor creía que ganarían la guerra. -Lo último que pensaba ella. ¿Por qué lo había dicho? Jake cerró los grifos, molesto consigo mismo esta vez-. Ya tengo el baño listo.

– ¿Estabas enamorado de ella?

– Esa no es una pregunta de reportera.

Liz lo miró y asintió con la cabeza, después se puso de pie.

– Buena respuesta.

– Esta toalla va a caer al suelo dentro de dos segundos. Estás invitada a quedarte…

– De acuerdo, de acuerdo, ya me voy. -Sonrió-. Quisiera dejarle algo a la imaginación.

Recogió sus cosas, se echó al hombro el cinto de la funda de la pistola y se dirigió hacia la puerta.

– No olvides que has prometido tomarme la palabra otro día -dijo Jake.

Liz se volvió.

– Por cierto, un consejo. La próxima vez que invites a una chica a tomar una copa, no le hables de la otra. Por mucho que te pregunte. -Abrió la puerta-. Ya nos veremos por ahí.

2

La cena fue sorprendentemente formal. La sirvieron la mujer de pelo gris y un anciano, que Jake supuso que sería su marido, en una enorme sala de la esquina del edificio, en la planta baja. Habían puesto la mesa con un mantel blanco y almidonado, porcelana y copas de vino. Incluso la comida -raciones B estándar de sopa de guisantes, carne estofada y peras en lata- parecía haberse engalanado para la ocasión: la sirvieron de modo ceremonioso en una sopera de porcelana y la decoraron con una ramita de perejil, el primer vegetal que Jake veía desde hacía semanas. Imaginó a la mujer cortando briznas en el jardín lodoso, decidida a poner una buena mesa a pesar de todo. Los comensales, todos hombres, eran una mezcla de periodistas de visita y oficiales del GM, que estaban sentados a un extremo de la mesa con sus propias botellas de whisky, igual que los habituales de las casas de las posadas del Oeste. Jake llegó justo cuando servían la sopa.

– Vaya, qué lamentable espectáculo tenemos aquí. -Tommy Ottinger, de la Mutual, le tendió la mano-. ¿Cuándo has caído del cielo?

– Qué hay, Tommy.

Más calvo aún, como si todo su pelo hubiese emigrado al espeso mostacho que era su rasgo más característico.

– No sabía que estabas aquí. ¿Vuelves a trabajar con Murrow?

Jake se sentó y saludó con la cabeza al congresista, que estaba sentado al otro lado de la mesa entre Ron, claramente en calidad de acompañante, y un oficial del GM de mediana edad que era el vivo retrato de Lewis Stone en su papel de juez Harvey.

– Ya no retransmito, Tommy. Ahora soy gacetillero.

– ¿Sí? ¿Quién te subvenciona?

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