Joseph Kanon - El Buen Alemán

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El Buen Alemán: краткое содержание, описание и аннотация

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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– ¿Nadie en casa? -preguntó Ron.

Jake se detuvo, pero luego lo dejó correr y se limitó a menear la cabeza.

– Aquí no, al menos. -Pero sí en algún otro lugar-. ¿Cómo se puede encontrar a alguien? ¿En medio de todo esto?

Ron se encogió de hombros.

– Preguntando por ahí. Hablando con los vecinos. -Jake miró a la calle vacía-. O por los tablones de anuncios. Los encontrará en muchas esquinas. «Se solicita información sobre el paradero de…» Ya sabe, como en un club de corazones solitarios. -Ron vio entonces la expresión de Jake-. No sé cómo -dijo, aún en un tono despreocupado-, pero la gente se encuentra. Los que siguen con vida.

Un silencio incómodo. Liz, que había estado mirando a Jake, se volvió hacia Ron:

– ¿Lo crió su madre o ha llegado a ser así usted solito?

– Lo siento -le dijo a Jake-. No pretendía…

– Déjelo -dijo Jake, con desaliento.

– ¿Es esto lo que quería ver? Se está haciendo tarde.

– Sí, era esto -respondió Jake mientras subía de nuevo al jeep.

– Muy bien, pues a Dahlem.

Jake miró una última vez los escombros. ¿Por qué había esperado que quedara algo en pie? Un cementerio.

– ¿De verdad hay agua caliente? Me muero por darme un baño.

– Eso es lo que dice todo el mundo -repuso Ron, de nuevo alegre-. Después. Es por este polvo.

Los habían alojado en una gran villa de Gelferstrasse, una calle de las afueras que quedaba detrás del cuartel general de la Luftwaffe, en Kronprinzenallee, donde se había instalado el Gobierno Militar. Los edificios de la Luftwaffe eran del mismo estilo que el ministerio de Goering: mampostería gris y de líneas rectas, aquí con águilas decorativas que sobresalían de las cornisas prestas a alzar el vuelo, aunque el recinto estaba repleto de banderas estadounidenses que ondeaban en los tejados y en las antenas de los coches que bordeaban el camino de la entrada. Aquella zona también había sufrido daños, había solares calcinados que antaño habían sido casas, pero no era nada en comparación con lo que acababan de ver. Gelferstrasse, en concreto, estaba en bastantes buenas condiciones. Era una calle casi apacible y refrescada aún en parte por la sombra de los árboles.

Jake nunca había pasado mucho tiempo en Dahlem. Sus calles tranquilas y alejadas del centro le recordaban a Hampstead. Sin embargo, la sensación de alivio que sintió al ver casas en pie, con sus tradicionales tejados de tejas y sus aldabas de latón, hizo que le pareciera más familiar de lo que era. La mayoría de las ventanas seguían sin cristales, pero ya habían limpiado los añicos de la calle. Todo estaba recogido, por fin los abandonaba el hedor que los había acechado por toda la ciudad; la limpieza general también se había ocupado de los cadáveres.

La villa era un edificio de tres pisos de estuco amarillo pálido, no tan suntuosa como las mansiones millonarias de Grunewald, pero sí sólida, seguramente hogar de algún profesor del Instituto Káiser Guillermo, a unas pocas calles de distancia.

– He tenido que darle al congresista la habitación principal -dijo Ron, como si fuera un posadero, mientras los acompañaba al piso de arriba-, pero al menos no tendrán que compartir cuarto. Puedo trasladarla más adelante -le dijo a Liz-. Ese hombre sólo estará aquí unos días.

– Un ataque relámpago, ¿eh? -comentó Liz.

– Nadie se queda mucho tiempo. Sólo el personal del GM, y están todos en la segunda planta. Un piso más arriba. Por cierto, la cena se sirve a las siete.

– ¿Dónde se hospedan los soldados rasos?

– Por todas partes. La mayoría en barracones en la antigua fábrica de Telefunken. Algunos en Onkel Toms Hütte -explicó Ron, pronunciando a la inglesa.

– ¿La cabaña del tío Tom? -dijo Liz, divertida-. ¿Desde cuándo?

– Desde siempre. La población se llama así. Supongo que les gusta el nombre.

La habitación de Jake debía de haber pertenecido a la niña de la casa. Tenía una cama individual con una colcha de chenilla rosa, papel de flores en las paredes y un tocador con un espejo redondo y un faldón rosa con volantes. Incluso los cortinajes para ocultar la luz estaban forrados de rosa.

– Qué monada.

– Sí, bueno -repuso Ron-. Como le decía, podremos cambiarlo dentro de unos días.

– No importa. Tendré pensamientos virginales.

Ron esbozó una sonrisa.

– Eso es algo que no tendrá que preocuparlo en Berlín. -Se volvió hacia la puerta-. Deje cualquier cosa para lavar encima de la silla. Más tarde lo recogerán.

Cerró la puerta y desapareció.

Jake se quedó mirando aquella habitación con volantes. ¿Que lo recogerían más tarde? ¿Quiénes? Un personal doméstico para recoger y transportar cosas, el botín de la victoria. ¿Qué habría sucedido con esa niña a quien habían arrebatado su nidito rosa? Dio unos pasos hacia el tocador con tablero de cristal. Aún se veía un rastro de polvo, pero por lo demás estaba limpio. Fue abriendo los cajones para pasar el rato, todos vacíos salvo por unas cuantas postales de Viktor Staal con agujeros de alfileres en las esquinas; seguramente había dejado de ser su amor platónico. Sin embargo, al menos la niña había tenido tiempo de dejar su habitación. ¿Y Lena? ¿Había recogido ella sus frascos de perfume y sus polveras, había tenido la suerte de lograr salir a tiempo o había permanecido allí hasta que el techo se derrumbó?

Encendió un cigarrillo y caminó hacia la ventana desabrochándose la camisa. En el patio de abajo había habido una huerta, pero sus surcos se habían convertido en un lodazal, Jake supuso que pisoteados por soldados rusos en busca de alimento. Aun así, allí se podía respirar. A sólo unos kilómetros de distancia, la ciudad herida había empezado a desvanecerse, olvidada gracias a los árboles y las casas de las afueras, igual que un anestésico amortigua el dolor. Debería haber tomado notas, pero ¿qué había que decir? La historia ya había sucedido. Edificio a edificio, según parecía, ancianos y adolescentes habían disparado desde todas las puertas. ¿Por qué habían opuesto resistencia? Porque esperaban a los estadounidenses, le habían dicho. A cualquiera menos a los rusos. «La paz será peor…» La última advertencia de Goebbels, la única que se había cumplido. Y, entonces, la locura final. Calles enteras incendiadas. Se habían visto patrullas errantes de las SS colgando de farolas a los desertores, apenas niños. Para dar ejemplo. En los campos habían matado a gente hasta el último momento. En la capital se habían vuelto incluso contra los suyos. Ya no era una guerra, era sed de sangre.

Hacía dos meses que Jake no recogía una historia de verdad, desde los campos. Había estado esperando a Berlín, pero de pronto tenía la sensación de que Berlín también lo derrotaría, que todo lo que escribiera terminaría en los paisajes lunares y los dientes podridos de Ron, intentos fallidos. Se había quedado sin palabras. «Personalízalo. No hables de miles de personas, sólo de una.» Ella había estado allí. No era demasiado descabellado esperar encontrar a una sola superviviente. Miró de nuevo al jardín. Cerca de un cobertizo, en la parte de atrás, una anciana de pelo cano tendía la colada mojada en una cuerda improvisada. Una Hausfrau.

– Pero ¿qué vas a hacer? -le había dicho Jake-. Ven conmigo, lo prepararé todo. Te sacaré de aquí.

– Sacarme… -había repetido ella, rechazándolo, como si la sola palabra fuese ya improbable. Después había sacudido la cabeza-: No, es mejor así. -Sentada en su tocador, todavía en enaguas, de nuevo impecable, las uñas rojas-. Seré una Hausfrau -había dicho casi con alegría mientras se ponía carmín-. Una buena Hausfrau alemana. -Y entonces había mirado al suelo-. No esto, todas estas mentiras.

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