Joseph Kanon - El Buen Alemán

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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– ¿Por quiénes, los alemanes? -preguntó Liz.

– Sí, ya lo sé. Aun así…

Torcieron por Wilhelmstrasse. El nuevo Ministerio del Aire de Goering, o su estructura, había sobrevivido, pero el resto de la calle, esa larga hilera de ostentosos edificios gubernamentales, yacía en montículos carbonizados. Los ladrillos se derramaban por la calle como salidos de heridas abiertas. Allí había empezado todo.

Cerca de la Cancillería se había reunido un grupo de gente; unos inesperados fogonazos de lámparas de flash. Aplausos dispersos.

– Mira, es Churchill -dijo Liz al tiempo que cogía la cámara-. Pare.

– Supongo que todo el mundo quiere hacer el recorrido turístico -comentó Ron, fingiendo aburrimiento pero sin dejar de mirar hechizado hacia el edificio.

Jake bajó. En ese mismo lugar había visto a Hitler sonriendo. Esta vez era Churchill, con un fresco uniforme de verano y el puro apretado entre los dientes, rodeado de reporteros. Brian estaba junto a él. ¿Cómo había llegado tan deprisa? Sin embargo, Brian tenía una legendaria habilidad para aparecer de repente en cualquier sitio como por arte de magia. Churchill se había detenido en los escalones de la entrada, desconcertado por el aplauso. Levantó dos dedos haciendo la señal de la victoria, un acto reflejo, pero enseguida los bajó, aturdido, de súbito consciente de dónde se encontraba. Jake miró a los reunidos. Los que aplaudían eran soldados británicos. Los alemanes habían permanecido en silencio y después se alejaron, abochornados quizá por su propia curiosidad, como el que se detiene a mirar en un accidente. Churchill frunció el ceño y se apresuró al coche.

– Vamos a echar un vistazo -dijo Jake.

– ¿Es que han perdido el juicio? ¿Quieres dejar un jeep lleno de cámaras?

El coche de Churchill se estaba alejando, y la muchedumbre se iba con él. Ron encendió un cigarrillo y se reclinó en el asiento.

– Vayan ustedes, yo guardaré el fuerte. Tráiganme un souvenir, si es que queda algo.

En la entrada había unos guardias rusos, mongoles achaparrados armados con fusiles que no parecían más que una exhibición de fuerza, ya que la gente entraba y salía a voluntad y, en cualquier caso, tampoco había nada que custodiar. Jake dejó pasar primero a Liz al vestíbulo de la entrada, con su techo derrumbado, y después la acompañó por la alargada sala de recepciones. Había soldados rondando por todo el edificio, y entre todo aquel caos rebuscaban medallas, algo que llevarse consigo. Las grandes arañas de techo yacían por los suelos, una de ellas colgaba todavía a unos metros por encima de los destrozos. No habían limpiado nada. En cierto sentido era más espantoso que el desastre provocado fuera por el bombardeo: la furia visible del asalto final, una orgía de destrucción. Muebles hechos pedazos, tapicerías desgarradas a tajos de bayoneta, cuadros rajados. Cajones saqueados y luego tirados por ahí. En el despacho de Hitler habían volcado el gigantesco escritorio de mármol y habían desconchado los bordes para llevarse fragmentos como recuerdo. Por todas partes había papeles marcados por huellas de botas lodosas. Las inquietantes pruebas del pillaje. La horda mongola. Jake imaginó a los guardias de fuera soltando alaridos mientras recorrían esas salas a la carrera, devastando y apoderándose de cuanto podían.

– ¿Qué crees que será esto? -preguntó Liz sosteniendo en alto un puñado de tarjetas, papeles en blanco con los bordes dorados y el águila nazi y la esvástica grabadas arriba.

– Invitaciones.

Tocó una. El Führer solicita su presencia. Color sepia. Cajas llenas de tarjetas. Suficientes para toda la eternidad.

– Igual que la señora Astor -dijo Liz, guardándose unas cuantas en el bolsillo-. Mejor es esto que nada, ¿no te parece?

– Vamos -dijo él, nervioso entre aquel destrozo.

– Deja que saque unas cuantas fotos -repuso ella mientras enfocaba la sala.

Dos soldados estadounidenses, al oír hablar inglés, se acercaron a Liz ofreciéndole su cámara.

– Eh, ¿le importaría sacarnos una?

Liz esbozó una gran sonrisa.

– Claro que no. ¿Allí, junto al escritorio?

– ¿Puede sacar también la esvástica?

Había una enorme esvástica ornamental caída boca abajo en el suelo. Ambos pusieron una pierna encima, uno le pasó el brazo al otro por el hombro y sonrieron a la cámara. Niños.

– Otra -dijo Liz-. La luz no es muy buena. -Presionó el obturador y luego miró la cámara-. ¿De dónde la habéis sacado? No había visto ninguna de éstas desde la guerra.

– ¿Me toma el pelo? Prácticamente las regalan. Pruebe en el Reichstag. Con un par de botellas de Canadian Club le bastará. Acaba de llegar, ¿verdad?

– Hace sólo un rato.

– ¿Qué le parece si la invito a una copa? Podría enseñarle la ciudad.

– Bueno, pero ¿qué diría tu madre?

– ¡Eh!

– Tranquilo -dijo Liz, sonriendo, y luego señaló con la cabeza en dirección a Jake-. Además, a él no le sentaría muy bien.

El soldado lo miró y le guiñó un ojo a la fotógrafa.

– A lo mejor la próxima vez, preciosa. Gracias por la foto.

– Apunta ésa para los anales -le dijo Liz a Jake mientras los soldados se alejaban-. Jamás pensé que intentarían ligarme en el despacho de Hitler.

Jake la miró con sorpresa, no se le había ocurrido que pudieran estar ligando con ella. De pronto vio que, cubierta de la mugre del combate y directa como era, Liz resultaba atractiva.

– Preciosa -repitió, divertido.

– ¿Dónde está el bunker?

– Allí, supongo.

Señaló por una ventana hacia el oscuro patio, donde un grupo de soldados rusos montaba guardia. Un pequeño cobertizo de hormigón y una parcela de tierra vacía y llena de piedras. Los rusos estaban echando de allí a los dos soldados estadounidenses, pero los muchachos ofrecieron cigarrillos a todos hasta que los guardias se hicieron a un lado para dejarles sacar una fotografía. Jake pensó en Egipto, en aquel valle de búnkeres donde se habían hecho enterrar los faraones, enamorados de la muerte. Sin embargo, ni siquiera ellos se habían llevado consigo toda su ciudad.

– Dicen que al final se casó con ella -comentó Liz.

Mientras los rusos enloquecían en las calles, en el último instante.

– Esperemos que para ella significara algo.

– Siempre significa algo -repuso Liz en voz baja, y luego lo miró-. Ya volveré otro día. Veo que no estás de humor.

«Todo el mundo quiere ir al bunker», había dicho Ron. El último acto, hasta la macabra boda y, por fin, demasiado tarde, ese único disparo. Ahora era una historia para las revistas. ¿Tuvo flores Eva? Un brindis con champán antes de sacrificar al perro y de que Magda asesinara a sus hijos.

– No es un santuario -dijo Jake, que seguía mirando por la ventana-. Deberían demolerlo.

– Después de que le haya sacado una fotografía -dijo Liz.

Regresaron a la penumbra de la larga sala de recepciones. Allí estaban de nuevo las sillas destrozadas por las bayonetas, con el relleno saliéndose por los rotos. ¿Por qué se habían ensañado así los rusos? ¿Había sido una especie de lección bárbara? ¿Qué había que aprender de ella? Los dos soldados estadounidenses se hacían fotografías como alegres turistas junto a las arañas caídas. Cerca de la pared había un montoncito de medallas sacadas de los cajones. Cruces de Hierro. Al inclinarse para recoger una -un souvenir para Ron-, Jake se sintió como un sepulturero escarbando entre restos mortales.

Esa sensación de incomodidad lo siguió por las calles. Las montañas de escombros ya no eran un paisaje impersonal, sino el Berlín que él había conocido. También una parte de su vida había quedado arrasada. En la esquina se veía Unter den Linden, gris de ceniza. Incluso el Adlon había sido bombardeado.

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