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Joseph Kanon: El Buen Alemán

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Joseph Kanon El Buen Alemán

El Buen Alemán: краткое содержание, описание и аннотация

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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– Una semanita en tu antiguo hogar, ¿eh, chaval? -comentó Brian, haciendo bocina con las manos para que Jake lo oyera.

– ¿Ya habías estado en Berlín? -preguntó Liz con curiosidad.

– Vivió aquí. Fue uno de los chicos de Ed Murrow, encanto, ¿no lo sabías? -explicó Brian-. Hasta que los kartoffel lo echaron. Claro que… echaron a todo el mundo. En realidad no tuvieron más remedio, si te paras a pensarlo.

– ¿O sea que hablas alemán? -preguntó Liz-. Gracias a Dios que alguien habla el idioma.

– Deutsch de Berlín -respondió Brian por él, medio en burla.

– No me importa qué clase de Deutsch sea -repuso ella-, mientras sea Deutsch. -Le dio unas palmaditas a Jake en la rodilla-. Tú no te separes de mí, Jackson -dijo con voz radiofónica, y después añadió-: ¿Cómo era la ciudad?

Sí, ¿cómo era? Como una mordaza que se cerraba lentamente. Al principio todo eran fiestas, días calurosos junto a los lagos y cierta fascinación ante los acontecimientos. Jake se había trasladado allí para cubrir los Juegos Olímpicos de 1936. Su madre conocía a alguien que conocía a los Dodd, y eso le permitió disfrutar de cócteles en su embajada y de un asiento especial en el palco que los diplomáticos tenían en el estadio. Y de la gran fiesta de Goebbels en Pfaueninsel: árboles engalanados con miles de farolillos en forma de mariposas, oficiales pavoneándose por los senderos, borrachos de champán e importancia, vomitando entre los arbustos. Los Dodd estaban horrorizados. Él decidió quedarse. Los nazis proporcionaban titulares, y hasta un corresponsal a tiempo parcial podía vivir de rumores mientras veía cómo la guerra se acercaba un poco más cada día. Cuando firmó con la Columbia, la mordaza ya se había cerrado del todo y los rumores no eran más que pequeñas bocanadas de aire. La ciudad se había contraído tanto a su alrededor que al final acabó siendo un círculo cerrado: desde el Club de Prensa Extranjera de Potsdamerplatz, subiendo por la lúgubre Wilhelmstrasse hasta el ministerio, para asistir a las dos sesiones informativas diarias, y luego más arriba, hasta el hotel Adlon, donde la Columbia tenía una habitación para Shirer y en cuyo bar elevado se reunían a comparar sus notas y contemplar a los oficiales de las SS, que holgazaneaban en la fuente de abajo con sus relucientes botas apoyadas en el borde, mientras las ranas de bronce escupían chorritos de agua en dirección al tragaluz. Después, por el Eje Este-Oeste hasta la emisora, en Adolf Hitler Platz, y las interminables discusiones con Nanny Wendt; más tarde en taxi hasta su casa, un apartamento con el teléfono intervenido y la vigilante mirada de Herr Lechter, el Blockleiter , que vivía en un piso arrebatado a unos desdichados judíos al final del pasillo. No se podía respirar. Pero eso había sido al final.

– Era como Chicago -respondió.

Rotunda, enérgica y pagada de sí misma, una ciudad nueva que intentaba ser antigua. Torpes palacios de estilo guillermino que siempre parecían bancos, pero también chistes irónicos y el olor de la cerveza derramada. Una atmósfera mordaz, como en el Medio Oeste estadounidense.

– ¿Chicago? Pues ahora no se parecerá en nada a Chicago.

Esto último, sorprendentemente, acababa de decirlo el voluminoso civil vestido de traje que en el aeropuerto había sido presentado como congresista del norte de Nueva York.

– No, en nada -repuso Brian con malicia-. Estará todo patas arriba. Aunque, ¿qué no lo está? Todo el país ha quedado arrasado por las condenadas bombas. ¿Le importa que le haga una pregunta? Nunca lo he sabido. ¿Cómo hay que hablarle a un congresista? Quiero decir que si hay que dirigirse a usted con «el honorable».

– Técnicamente sí. Al menos eso es lo que dice en los sobres, pero en realidad sólo utilizamos el «congresista» o el «señor».

– Señor. Muy democrático.

– Sí, lo es -convino el congresista sin ningún sentido del humor.

– ¿Participa usted en la conferencia o ha venido sólo a curiosear? -preguntó Brian, jugando con él.

– No, no participo en la conferencia.

– Entonces sólo viene a ver el raj.

– ¿Qué quiere decir?

– Oh, no se lo tome a mal. Aunque eso es lo que parece, ¿no cree? El Gobierno Militar. Son como pukkah sahibs.

– No sé de qué está hablando.

– La mayor parte del tiempo yo tampoco -dijo Brian en tono afable-. No es más que un pequeño concepto mío. No importa. Tenga, eche un trago -ofreció al tiempo que hacía lo propio, la frente sudada.

El congresista no le hizo caso. Muy al contrario, se volvió hacia el joven soldado que estaba apretado junto a él, un pasajero llegado en el último minuto y sin talego. Un mensajero, tal vez. Calzaba un par de botas de montar altas y sus manos se aferraban al banco como si fueran riendas. Tenía el semblante pálido bajo una profusión de pecas.

– ¿Tu primera vez en Berlín? -preguntó el congresista.

El soldado asintió con la cabeza y se agarró aún con más fuerza al banco; el avión había dado un bandazo.

– ¿Tienes nombre, hijo? -continuó, sólo por charlar.

– Teniente Tully -repuso el muchacho, después tragó saliva y se tapó la boca.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Liz. El soldado se quitó el sombrero. Tenía el pelo pelirrojo y mojado-. Toma, por si acaso -le dijo mientras le daba una bolsa de papel.

– ¿Cuánto falta? -preguntó el chico, casi en un lamento, sosteniendo la bolsa a la altura del pecho con una mano.

El congresista lo miró y apartó involuntariamente la pierna en el apretado espacio que había para no sufrir ningún percance. Al hacerlo, volvió un poco el cuerpo, de modo que se vio obligado a mirar otra vez a Brian.

– ¿Ha dicho que era de Nueva York?

– De Utica, Nueva York.

– Utica -repitió Brian fingiendo que intentaba ubicarlo-. Fábricas de cerveza, ¿verdad? -Jake sonrió. Lo cierto es que Brian conocía muy bien Estados Unidos-. Allí hay bastantes alemanes, si no me equivoco.

El congresista lo miró con disgusto.

– Mi distrito es americano al cien por cien.

Sin embargo, Brian ya se había aburrido de él.

– Lo que usted diga -comentó, y miró para otro lado.

– De todas formas, ¿cómo ha conseguido subir a este avión? Me parece que era sólo para reporteros americanos -insistió el congresista.

– Ahí tienes, una muestra del sentir aliado -le dijo Brian a Jake.

El avión bajó un poco, no mucho más que si descendiera una pendiente en una carretera, pero bastó para que el soldado lo notara y soltara un gemido.

– Voy a vomitar -masculló, y casi no logró abrir la bolsa a tiempo.

– Con cuidado -exclamó el congresista, atrapado.

– Tú sácalo todo -le dijo Liz con voz de hermana mayor-. Eso, enseguida te encontrarás mejor.

– Lo siento -dijo él medio atragantándose, a todas luces abochornado y con aspecto de no ser más que un adolescente.

Liz apartó la atención del chico.

– ¿Llegaste a conocer a Hitler? -le preguntó a Jake, y con su pregunta atrajo la atención de todos, como si corriera una cortina para conferir intimidad al soldado.

– A conocerlo, no. A verlo, sí -contestó Jake-. Muchas veces.

– De cerca, quiero decir.

– Una vez.

Una tarde sofocante, él volvía del Club de Prensa, la calle estaba casi en penumbra, aunque la nueva Cancillería retenía aún las últimas pinceladas de luz del día. Los amplios escalones que bajaban hasta el coche que lo esperaba eran de estilo prusiano moderne. Sólo un ayudante y dos guardias; iba curiosamente desprotegido. De camino al Sportpalast, casi seguro, a pronunciar otra arenga contra los taimados polacos. Se detuvo un segundo cerca del final de la escalera y miró a Jake, en la calle vacía. «Podría meter la mano en el bolsillo -pensó Jake-. Un disparo y pondría fin a todo esto, así de fácil.» ¿Por qué no lo había hecho nadie? Entonces, como si el aire hubiera transportado ese pensamiento igual que un aroma, Hitler alzó la cabeza, olfateó inquieto como una presa y le sostuvo la mirada a Jake. Un disparo. Lo observó un instante, tanteándolo, apenas con un nimio gesto del bigote, alzó la mano en un lánguido heil de despedida y avanzó hacia el coche. Con una sonrisa de satisfacción. Allí no había ningún arma y él tenía cosas que hacer.

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