Joseph Kanon - El Buen Alemán

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El fin de la guerra en Europa culmina con la entrada de los ejércitos aliados en un Berlín que ha aceptado una rendición sin condiciones y cerca del cual celebran la Conferencia de Potsdam Churchill, Stalin y Truman. Pero haber acabado definitivamente con el Reich no pone fin a todos los problemas. En una zona controlada por los rusos acaba de aparecer el cadáver de un soldado del ejército estadounidense con los bolsillos repletos de dinero. Jake Geismar, periodista estadounidense que ya había estado en la capital alemana antes de la guerra, vuelve allí para cubrir el triunfo aliado y culminar su campaña particular, pero también para encontrar a Lena, una mujer de su pasado. El asesinato del soldado norteamericano se cruza en el camino de Geismar, quien irá descubriendo que hay muchas cosas en juego. Más de las que imaginaba.

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– Collier's.

– Oh -dijo Tommy alargando el sonido, fingiendo estar impresionado-. Qué profundo. Buena suerte. ¿Has visto el programa? Reparaciones. Podrías quedarte dormido sólo con pensar en ello. Bueno, ¿de qué te has enterado?

– No de mucho. Acabo de llegar. He dado una vuelta en coche por la ciudad, nada más.

– ¿Has visto a Truman? Ha llegado esta tarde.

– No, pero he visto a Churchill.

– Churchill no me sirve. Quieren a Truman, ¿cómo le va? Venga, ¿cómo cojones voy yo a saberlo, si todavía no ha hecho nada?

Jake le sonrió.

– Invéntate algo. No sería la primera vez.

El anciano le sirvió un plato de sopa y se sorprendió cuando Jake le dio las gracias en alemán.

– ¿Sabes qué ha dicho hoy? ¿En Berlín? «Esto es lo que pasa cuando un hombre se extralimita.»

Jake pensó en los kilómetros y kilómetros de escombros, resumidos en la lección del día.

– ¿Quién es tu informador? ¿Jimmy Byrnes?

– Es una frase típica de Truman, ¿no te parece?

– Lo será, si tú la usas.

– Hay que llenar las ondas con algo. Recuérdalo.

– El viejo turno de cementerio.

Las retransmisiones de las dos de la madrugada, calculadas para coincidir con las noticias de la noche en Estados Unidos.

– Peor aún. En Berlín se rigen por el horario ruso, así que es aún más tarde. -Bebió un trago y sacudió la cabeza-. Los rusos… -Se volvió hacia Jake, de pronto serio, como si le estuviera confiando un secreto-. Convirtieron esto en un infierno. Violaron a todo lo que se movía. Ancianas. Niñas. No darías crédito a las historias que cuentan.

– No -dijo Jake, pensando en las sillas rajadas por las bayonetas.

– Ahora quieren reparaciones-siguió explicando Tommy con su grave voz radiofónica-. No sé qué creen que queda aún. Ya han echado mano de todo lo que no estaba asegurado con clavos. Lo han desmontado todo y lo han enviado a su país. Todo: fábricas, tuberías, lavabos. Por el amor de Dios. Claro, cuando lo recibieron allí no supieron cómo volver a montarlo, así que todo el material está en vagones de tren, según he oído decir, oxidándose. Inservible.

– Ahí tienes tu historia.

– Tampoco quieren eso. No podemos reírnos de los rusos. Tenemos que llevarnos bien con ellos, ya sabes. Esos cabrones son muy susceptibles.

– ¿Qué quieren, entonces?

– A Truman. La partida de póquer. ¿Quién es mejor jugador, él o el tío Stalin? El póquer de Potsdam -dijo, para ver cómo sonaba-. No está mal.

– Y nosotros tenemos las de ganar.

Tommy se encogió de hombros.

– Nosotros queremos volver a casa y ellos quieren quedarse. Esas cartas no están nada mal.

El anciano, que no dejaba de moverse de un lado a otro con su traje raído, sustituyó la sopa por un estofado gris. Salado, seguramente ternera.

Tommy lo toqueteó un poco, después lo retiró y echó otro trago.

– Bueno, ¿tú qué vas a hacer?

– Todavía no lo sé. Pensaba buscar a algunas personas que conocía aquí y averiguar qué ha pasado con ellas.

– Corazones y flores, ¿eh?

Jake extendió las manos, no quería entrar en el tema.

– Pues me dedicaré a la partida de póquer, supongo.

– En otras palabras, que te quedarás por aquí sentado con nosotros y harás lo que dice Ron -repuso el otro alzando la voz-. ¿Verdad?

– Si tú lo dices, Tommy… -terció Ron, lanzándole una mirada asesina desde el otro lado de la mesa.

– Comunicados de prensa. Ni siquiera podemos acercarnos. Stalin tiene miedo de que alguien vaya a cargar contra él. ¿Es eso, Ron?

– Yo diría que le asusta más que lo citen fuera de contexto.

– Vaya, y ¿quién haría algo así? ¿Tú harías eso, Jake?

– Jamás.

– No puedo decir que le eche la culpa -comentó el congresista, sonriendo-. También yo he tenido mis experiencias en ese terreno.

Su forma de hablar era ahora más relajada, destilaba una simpatía de campaña. Jake se preguntó por un momento si la rigidez del avión no se habría debido simplemente a un miedo a volar mejor disimulado que el del joven soldado. Su ancha corbata, de un cachemir mareante, era como un cartel luminoso de neón en medio de la mesa uniformada.

– Usted es Alan Breimer, ¿verdad? -preguntó Tommy.

– Así es -contestó el congresista asintiendo con la cabeza, satisfecho de que lo hubieran reconocido.

– Del Consejo de Producción para la Guerra -dijo Tommy haciendo gala de su retentiva-. Nos conocimos cuando cubrí las vistas antimonopolio del treinta y ocho.

– Ah, sí -dijo Breimer, que estaba claro que no lo recordaba.

– ¿Qué lo trae a Berlín? -se interesó Tommy, con una voz tan suave que Jake se percató de que se lo estaba trabajando y de que la frase dirigida a Ron no había sido más que una forma de hacer que Breimer mordiera el anzuelo.

– Sólo unas investigaciones para mi comisión.

– ¿En Berlín?

– El congresista ha estado contemplando las condiciones de la zona -dijo Ron, incorporándose a la conversación-. Técnicamente, eso nos incluye también a nosotros.

– ¿Por qué no en Berlín? -dijo Breimer a Tommy con curiosidad.

– Bueno, su campo es el rendimiento industrial, y por aquí no queda mucho de eso.

– No queda mucho en toda nuestra zona -repuso Breimer intentando ganarse a los presentes-. Ya saben lo que dicen: los rusos se han quedado con los alimentos, los británicos con las fábricas y nosotros con el paisaje. Supongo que eso también tenemos que agradecérselo a Yalta. -Miró a Tommy esperando una contestación, pero después cambió de estrategia-. De todas formas, no he venido a ver fábricas, sólo a visitar a los oficiales del GM. Mañana tenemos al general Clay, ¿verdad, teniente?

– A primerísima hora -repuso Ron.

– Querrá ver también a Blaustein, de Economía -dijo Tommy, como si ayudara a llenarle la agenda-. ¿Lo recuerda? Fue el abogado de Justicia en las vistas antimonopolio.

– Recuerdo al señor Blaustein.

– Por otro lado, no es que fueran ustedes muy amigos.

– El tenía sus ideas y yo las mías -dijo Breimer en un tono informal-. ¿Qué está haciendo aquí?

– Lo mismo que hacía allí. Descartelización. Una de las cuatro des.

– ¿Las cuatro des? -preguntó Jake.

– La política del GM para Alemania -respondió Ron con su voz de noticiario-. Desmilitarización, desnazificación, descartelización y democratización.

– Y la última de todas ellas será la descartelización. ¿No es cierto, congresista? -dijo Tommy.

– No estoy seguro de saber a qué se refiere.

– A Tinturas y Productos Químicos de Estados Unidos, que está en su distrito. Me parece recordar que tenían las patentes de North American Farben. Creía que a lo mejor había venido usted a ver si…

Esperó que Breimer picara en el anzuelo, pero el congresista se limitó a suspirar.

– Va usted muy desencaminado. Igual que el señor Blaustein. -Meneó la cabeza-. Cuanto más éxito tenía un negocio, más se empeñaba él en hacerlo picadillo. Nunca logré entenderlo. -Miró directamente a Tommy-. Tinturas de Estados Unidos es sólo una de las empresas del distrito, sólo una.

– Pero la única con un socio alemán.

– Eso fue antes de la guerra, ¿señor…? ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

– Tom Ottinger. De la Mutual. No se preocupe, esto es extraoficial.

– Por mí, podemos hablar con carácter oficial si quiere. No he venido de parte de Tinturas de Estados Unidos ni de nadie. Estoy aquí por el pueblo estadounidense.

Tommy esbozó una sonrisa amarga.

– Me ha puesto nostálgico. Aquí se olvida uno de cómo habla la gente en Washington.

– Me alegro que le parezcamos divertidos. -Se volvió hacia Ron-. Bueno, ya veo que aquí no me estoy ganando ningún voto. -Una salida inesperadamente airosa. Después, incapaz de contenerse, se dirigió otra vez a Tommy-: Verá, es fácil atacar a la industria. Lo he oído durante toda mi vida, casi siempre en boca de gente que no sabe lo más mínimo al respecto. A lo mejor deberíamos tener en cuenta que esas empresas que ustedes quieren desmantelar han ganado la guerra por nosotros.

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