Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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Mathilde, sin hacer preguntas, fue a buscar un manojo de llaves que llevaba la etiqueta «Picón».

– Les acompaño -dijo, con la voz aún más ronca por la mañana que durante el día-. Estoy muy preocupada, Adamsberg.

Entraron los tres en casa de Clémence. No quedaba nada. Ni rastro de vida, ni abrigos en el perchero ni papeles sobre las mesas.

– Qué mierda, se ha ido -dijo Danglard.

Adamsberg paseó por el salón, más lentamente que nunca, mirándose los pies y abriendo luego un armario vacío, un cajón, volviendo a pasear. «No piensa en nada», se dijo Danglard, exasperado, sobre todo exasperado por su fracaso. Le hubiera gustado que Adamsberg explotara de furia, actuara y reaccionara, se agitara, diera órdenes y saliera del atolladero de una forma u otra, pero no valía la pena esperar que hiciera algo así. Al contrario, aceptó con una amplia sonrisa el café que le ofreció Mathilde, que estaba aterrada.

Adamsberg llamó a la comisaría desde su casa e hizo una descripción de Clémence Valmont lo más precisa posible.

– Lleven esta descripción a todas las estaciones, aeropuertos, puestos fronterizos y todas las gendarmerías. En una palabra, organicen la batida habitual. Y envíen aquí un hombre de guardia. El apartamento debe estar vigilado.

Colgó sin hacer ruido y se tomó el café como si nada grave hubiera ocurrido.

– Debe tranquilizarse. No tiene buen aspecto -dijo a Mathilde-. Danglard, intente explicar todo lo que pasa a la señora Forestier con delicadeza. Perdone que no lo haga yo. Me parece que me explico mal.

– ¿Ha leído en los periódicos que Le Nermord ha sido exculpado de los crímenes, y que él era el hombre de los círculos? -empezó Danglard.

– Por supuesto -dijo Mathilde-, incluso vi su foto. Ése era el hombre al que seguí, y ése el hombre que comía en el pequeño restaurante de Pigalle hace ocho años. ¡Inofensivo! ¡Me harté de repetírselo a Adamsberg! Humillado, frustrado, todo lo que ustedes quieran, pero ¡inofensivo! ¡Se lo dije, comisario!

– Sí, lo dijo. Y yo no -repuso Adamsberg.

– Exactamente -recalcó Mathilde-. Pero, la musaraña, ¿qué pasa con ella? ¿Por qué la buscan? Volvió del campo ayer por la noche, restablecida, exultante. No entiendo por qué ha vuelto a largarse.

– ¿Le ha hablado alguna vez de aquel novio que la abandonó de golpe y porrazo?

– Más o menos -dijo Mathilde-. Aunque no la marcó tanto como se hubiera podido creer. No irán ustedes a lanzarse a esa clase de psicoanálisis de tres al cuarto, ¿verdad?

– No tenemos más remedio -dijo Danglard-. Gérard Pontieux, la segunda víctima, era él. Fue su novio hace cincuenta años.

– Están desvariando -dijo Mathilde.

– No, vengo de allí -dijo Danglard-, del pueblo natal de ambos. Ella no es de Neuilly, Mathilde.

Adamsberg advirtió rápidamente que Danglard llamaba «Mathilde» a la señora Forestier.

– La rabia y la locura se han abierto paso durante cincuenta años -prosiguió Danglard-. Tras llegar al término de una vida que ella consideraba fracasada, finalmente se volcó del lado del deseo de asesinar. La ocasión se presentó con el hombre de los círculos. Era el momento, entonces o nunca, de llevar a cabo su proyecto. Nunca perdió el rastro de Gérard Pontieux, el objeto de todas sus obsesiones. Sabía dónde vivía. Entonces abandonó Neuilly y, para encontrar al hombre de los círculos, se dirigió a usted, Mathilde. Sólo usted podía conducirla a él. Y a los círculos. En primer lugar asesinó a esa mujer gorda a la que no conocía, para iniciar una «serie». Luego degolló a Pontieux. Le produjo tanta satisfacción que se ensañó con él. Por último, temiendo que la investigación descubriera demasiado deprisa al hombre de los círculos y se entretuviera en el caso del doctor, mató a la propia mujer del hombre de los círculos, Delphine Le Nermord. Entonces, para ser coherente, la degolló como a Pontieux, para que ninguna diferencia resaltara en el doctor y nos hiciera prestarle atención. Aparte de que era un hombre.

Danglard dirigió una mirada a Adamsberg, que no decía nada y le hizo una seña con los ojos para que continuara.

– Su último crimen nos condujo directamente al hombre de los círculos, tal como ella había previsto. Sin embargo, Clémence Valmont tiene una mente tortuosa y simple a la vez. Ser el hombre de los círculos al mismo tiempo que el asesino de su mujer era realmente demasiado. Era imposible, a menos que fuera un demente. Le Nermord ha sido liberado. Ella se enteró anoche por la radio. Una vez exculpado Le Nermord, todo podía cambiar. Su plan perfecto se iba a la mierda. Aún tenía tiempo de escapar. Y lo ha hecho.

Aterrada, la mirada de Mathilde iba de uno a otro. Adamsberg dejó que se hiciera a la idea. Sabía que podía llevarle cierto tiempo, que seguramente se debatiría.

– No es posible -dijo Mathilde-, ella jamás habría tenido la fuerza física que se necesitaba. ¿Acaso no recuerdan que es una mujer delgada y menuda?

– Existen mil formas de esquivar un obstáculo -dijo Danglard-. Cualquiera puede hacerse el enfermo en una acera, esperar que un transeúnte preocupado se agache sobre él y matarle. Recuerde, Mathilde, que todas las víctimas fueron primero asesinadas.

– Sí, lo recuerdo -dijo Mathilde, echando hacia atrás una y otra vez los cabellos negros que le caían en mechones lacios sobre la frente-. Y con el doctor, ¿cómo pudo hacerlo?

– Muy fácilmente. Consiguió que fuera al lugar deseado.

– Y él, ¿por qué fue?

– ¡Está claro! Una amiga de juventud que le llama, que le necesita. Entonces lo olvida todo y acude.

– Por supuesto -dijo Mathilde-. Seguramente tienen razón.

– Y las noches de los crímenes, ¿estaba aquí? ¿Lo recuerda?

– A decir verdad, desaparecía casi todas las noches, para acudir a sus citas, según decía, como la otra noche. ¡Interpretó ante mí una maldita y jodida comedia! ¿Por qué no dice nada, comisario?

– Trato de reflexionar.

– Y ¿a qué conclusiones llega?

– A ninguna, pero ya estoy acostumbrado.

Mathilde y Danglard intercambiaron una mirada. Se habían quedado un poco desconsolados. Sin embargo, Danglard no estaba de humor para criticar a Adamsberg. Clémence había desaparecido, eso era verdad, pero a pesar de todo, Adamsberg había sabido comprender y había sabido enviarle a Marcilly.

Adamsberg se levantó sin avisar, hizo un gesto inútil y lánguido, dio las gracias a Mathilde por el café y pidió a Danglard que enviara a los del laboratorio al apartamento de Clémence Valmont.

– Me marcho -añadió, para no irse sin decir nada, para darles una explicación, para no herirles.

Danglard y Mathilde siguieron juntos mucho rato. No podían dejar de hablar de Clémence, de intentar comprender. El novio que se va, el devastador encadenamiento de los anuncios por palabras, la neurosis, los dientes afilados, las repugnantes impresiones, las ambigüedades. De cuando en cuando, Danglard subía a ver qué estaban haciendo los tipos del laboratorio y volvía a bajar diciendo: «Están en el cuarto de baño». Mathilde seguía sirviendo café añadiéndole agua tibia. Danglard se sentía bien. Con mucho gusto se habría quedado allí toda la vida, acodado a la mesa en la que nadaban los peces, bajo la luz de la cara morena de la reina Mathilde. Ella habló de Adamsberg, preguntó qué había hecho para comprender.

– No tengo la menor idea -dijo Danglard-. Sin embargo le he visto actuar, o a veces no hacer nada. En unos momentos despreocupado y superficial como si no hubiera sido poli en toda su vida, y en otros con la cara contraída, tensa, preocupada hasta el punto de no oír nada de lo que había a su alrededor. Aunque preocupado ¿por qué? Ésa es la cuestión.

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