Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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– ¿La que usted hojeó en el furgón? Debe de seguir en el laboratorio.

Adamsberg llamó y pidió que le bajaran la revista si habían terminado con ella.

– ¿Qué le preocupa? -le preguntó Danglard.

– No lo sé. Por lo menos hay tres cosas que me preocupan: el olor a manzana podrida, el buen doctor Gérard Pontieux y esa revista de modas.

Adamsberg volvió a llamar a Danglard un poco más tarde. Tenía una hojita en la mano.

– Son horarios de trenes -dijo Adamsberg-. Hay uno que sale dentro de cincuenta y cinco minutos a Marcilly, el pueblo natal del doctor Pontieux.

– Pero ¿qué tiene contra el doctor?

– Tengo en su contra que es un hombre.

– ¿Otra vez esa historia?

– Ya se lo he dicho, Danglard, soy muy lento. ¿Cree que puede coger ese tren?

– ¿Hoy?

– Por favor. Quiero saberlo todo sobre el doctor. Allí encontrará usted personas que le conocieron de joven, antes de que se marchara a abrir su consulta en París. Interróguelas. Quiero saber. Todo. Algo se nos ha escapado.

– Pero ¿cómo quiere que interrogue a la gente sin tener la menor idea de lo que usted busca?

Adamsberg movió la cabeza.

– Vaya, y haga todas las preguntas del mundo. Confío en usted. Y no olvide llamarme.

Adamsberg despidió a Danglard y, con la mente completamente ausente, bajó a buscar algo de comer. Engulló el almuerzo frío camino de la Biblioteca Nacional.

A la entrada de la biblioteca, sus viejos pantalones de lona negra y su camisa arremangada hasta los codos no produjeron buena impresión. Enseñó su placa y dijo que quería consultar la totalidad de la obra de Augustin-Louis Le Nermord.

Danglard llegó a las 18.10 a la estación de Marcilly. A la hora en que se empieza a tomar vino blanco en los bares. Había seis cafés en Marcilly; los visitó todos y encontró muchos viejos que podían hablar de Gérard Pontieux. Sin embargo, lo que contaban no tenía ningún interés para Danglard. Se aburrió mucho recorriendo la vida del joven Gérard, sobre todo porque no había tenido incidencias notables. A Danglard le habría parecido más pertinente preguntar por su carrera de médico. Nunca se sabe, una eutanasia, un error en el diagnóstico… Pueden ocurrir montones de cosas. Pero no era eso lo que le había pedido Adamsberg. El comisario le había enviado allí, donde nadie estaba al corriente de lo que Pontieux había hecho después de cumplir veinticuatro años.

Hacia las diez de la noche, vagaba solo por Marcilly, después de haber bebido mucho vino local y sin haber descubierto nada. No quería volver a París con las manos tan vacías. Quería seguir intentándolo, pero no le hacía ninguna gracia verse obligado a pasar la noche allí. Llamó a los niños para mandarles un beso. Luego fue a la dirección que le había dado el último camarero, en la que debía encontrar una habitación en una casa particular. La dueña de la casa era una señora anciana que le sirvió otro vaso de vino local. A Danglard le entraron ganas de confiar sus preocupaciones a aquella vieja y vivísima mirada.

Sin decir nada a nadie, Mathilde había estado muy preocupada toda la semana. En primer lugar, no le había gustado oír a Charles volver a la una y media de la mañana y enterarse al despertar del nuevo asesinato de una mujer. Y, para empeorar las cosas, Charles se había estado riendo sarcásticamente toda la tarde del día siguiente de un modo absolutamente malvado. Harta, le había echado diciéndole que volviera a verla cuando se hubiera calmado. Sin embargo le preocupaba, no valía la pena intentar disimularlo. En cuanto a Clémence, había regresado justo a la mitad de la misma noche, deshecha en lágrimas. Totalmente hundida. Mathilde había pasado una hora, sin éxito, intentando poner orden. Y luego, al borde de un ataque de nervios, Clémence había decidido que necesitaba cambiar un poco de aires, hacer una pausa en los anuncios. Lo de los anuncios era demasiado duro. Mathilde había dado el visto bueno inmediatamente y la había mandado al Picón a hacer la maleta y descansar antes de marchar. Se sentía avergonzada porque, al oír salir a Clémence por la mañana, que intentaba no despertarla andando con cuidado por la escalera, había pensado: «Soy libre durante cuatro días». Clémence había prometido estar de vuelta en el Picón el miércoles para terminar la clasificación que había empezado. Sin duda presentía que su amiga costurera no desearía tenerla con ella demasiado tiempo. La vieja Clémence era bastante lúcida. Realmente, ¿qué edad podía tener?, se preguntó Mathilde. Sesenta, setenta, quizá más. Sin embargo, sus ojos oscuros y enrojecidos en los bordes, sus dientes afilados, hacían muy difíciles las aproximaciones.

A lo largo de la semana, Charles había continuado encadenando malvadas expresiones sobre su bello rostro, y Clémence no había vuelto como había prometido. Las diapositivas en proceso de clasificación seguían esparcidas sobre la mesa. Fue Charles el primero en decir que resultaba inquietante, pero que no sería una mala cosa si la vieja había seguido a un hombre cualquiera en un tren y se la habían cargado. Aquello hizo que Mathilde se preocupara aún más. Y el viernes por la noche, al ver que la musaraña seguía sin regresar, estuvo a punto de ponerse a buscarla y llamar a la costurera.

Y luego Clémence apareció. «Mierda», dijo Charles, que se había instalado en el sofá de Mathilde tocando con la punta de los dedos un libro en braille. Sin embargo, Mathilde se sintió aliviada. Pero mirando a los dos invadiendo su casa, él, magnífico y recostado en su sofá, con su bastón blanco posado en la alfombra, y ella, quitándose el abrigo de nailon y dejándose la gorra en la cabeza, Mathilde se dijo que algo no marchaba bien en su casa.

Adamsberg vio aparecer a Danglard en su despacho a las nueve de la mañana, con un dedo apretándose la frente, pero en un auténtico estado de excitación. Dejó caer su corpachón en la butaca y respiró profundamente varias veces.

– Perdóneme -dijo-, estoy sin aliento porque he corrido para venir. Cogí el primer tren en Marcilly, esta mañana. Ha sido imposible reunirme con usted, no estaba durmiendo en su casa.

Adamsberg separó las manos como diciendo: «¿Qué quiere que haga? No siempre elegimos las camas en las que dormimos».

– La genial anciana en cuya casa me alojé -dijo Danglard entre dos suspiros- había conocido mucho a su doctor. Le conocía tan bien que hasta él le había hecho confidencias. No me sorprende porque es una mujer profundamente sutil. Gérard Pontieux se comprometió, como ella dijo, con la hija de unos farmacéuticos, bastante fea y bastante rica. Necesitaba pasta para abrir su consulta. Y luego, en el último minuto, sintió asco de sí mismo. Se dijo que si empezaba así, en la infamia, no valía la pena confiar en hacer una honesta carrera como médico. Entonces se echó atrás y abandonó a la chica al día siguiente de la petición de mano, dirigiéndole una cobarde cartita. En resumen, nada muy grave, ¿verdad? Nada muy grave, excepto el nombre de la chica.

– Clémence Valmont -dijo Adamsberg.

– Exacto -dijo Danglard.

– Acompáñeme allí -dijo Adamsberg aplastando en el cenicero el cigarrillo a medio fumar.

Llegaron ante la puerta del 44 de la Rué des Patriarches veinte minutos más tarde. Era sábado y no se oía el menor ruido. Nadie respondió al telefonillo en casa de Clémence.

– Inténtelo en casa de Mathilde Forestier -dijo Adamsberg, por una vez casi tenso de impaciencia.

– Jean-Baptiste Adamsberg -dijo por el telefonillo-. Ábrame, señora Forestier. Dése prisa.

Corrió hasta la Trigla voladora, en la segunda planta, y Mathilde les abrió la puerta.

– Necesito una llave de arriba, señora Forestier. Una llave de la casa de Clémence. ¿Tiene usted una copia?

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