Fred Vargas - El hombre de los círculos azules

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Desde hace cuatro meses aparecen unos círculos de tiza azul acompañados de una frase de noche en las calles de París. En el centro de los círculos aparecen objetos perdidos, objetos muertos ya sin dueño y pesados pues ante todo el misterioso autor de los círculos no puede permitirse el lujo de dejar que el viento se los lleve y destruir su obra.
El comisario Jean-Baptiste Adamsberg sigue la pista en todos los periódicos, siente que el misterio de los círculos no acabará aquí y que pronto el mal augurio que llevan consigo acabará en algo peor. Un día el cadáver de una mujer degollada en el centro de uno de los círculos le dará la razón, la primera víctima Madelaine Chatelain, soltera sin demasiada variedad ni nada significativo en su vida, aparentemente una muerte sin sentido.
El inspector Danglard ayudará a su nuevo jefe a llevar la investigación sobre `el hombre de los círculos azules`. Pueden sospechar por los indicios en un solo autor de los hechos ya que el cadáver no mancha con su sangre, ni roza la línea de tiza azul, demasiada casualidad. Danglard está al cargo de sus hijos y de uno más que le ha entregado su mujer como `regalo` de otro hombre, su consuelo es su familia o lo que queda de ella y la botella de alcohol que no puede faltar a diario, aun así es una buena persona y Adamsberg lo sabe.

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Christiane le esperaba ante la puerta.

No había tenido suerte porque esa tarde le hubiera gustado estar solo. O pasar la noche con la joven vecina de abajo, con la que ya se había cruzado cinco veces en la escalera y una vez en correos, y que le había enternecido profundamente.

Christiane dijo que venía de Orléans a pasar el fin de semana con él.

Se preguntaba si la joven vecina, cuando le había mirado en correos, había querido decir «me gustaría amarte» o bien «me gustaría charlar, me aburro». Adamsberg era dócil, tenía tendencia a acostarse con todas las chicas con las que le apetecía, y unas veces consideraba que realmente era algo bueno, porque parecía gustar a todo el mundo, y otras le parecía absurdo. De todas formas era imposible saber lo que la chica de abajo había querido darle a entender. También había intentado pensar en ello y luego lo había dejado para más tarde. ¿A qué conclusión habría llegado su hermanita? Su hermanita era una máquina de pensar, y eso le mataba. Le daba su opinión sobre todas las amigas que ella podía conocer. De Christiane había dicho: «Aprobado, cuerpo impecable, divertida durante una hora; ramificaciones del cerebro, de medianas a excesivas; mente centrípeta y pensamientos concéntricos, tres ideas básicas, se pone a dar vueltas al cabo de dos horas, va a la cama, abnegación servil en el amor, lo mismo al día siguiente. Diagnóstico: no abusar, cambiar si surge algo mejor».

No era por eso por lo que Adamsberg intentaba esa tarde evitar a Christiane. Era seguramente a causa de la mirada de la joven de correos. Seguramente porque había encontrado a Christiane esperándole, convencida de que él sonreiría, convencida de que él abriría la puerta, y luego se abriría la camisa, y luego la cama, convencida de que ella haría el café al día siguiente. Convencida. Y a Adamsberg, las convicciones que los demás ponían en él le mataban, y le entraba un deseo irrefrenable de decepcionar. Y además había pensado demasiado en la querida pequeña estos últimos tiempos, por un quítame allá esas pajas. Sobre todo se había dado cuenta, mientras caminaba aquella tarde, de que hacía nueve años que no la veía. ¡Nueve años, Dios mío! Y de repente, no le había parecido normal. Y había tenido miedo.

Hasta ese momento, siempre se la había imaginado recorriendo el mundo en el barco de un marino holandés, y en el camello de un bereber, y ejercitándose en la lanza dirigida por un guerrero peul, y comiendo tres cruasanes en el Café des Sports et des Artistes en Belleville, y ahuyentando la murria en una cama de hotel en El Cairo.

Y hoy se la había imaginado muerta.

Se había quedado tan conmocionado que se había parado a tomar un café, con la frente ardiendo y las sienes empapadas de sudor. La veía muerta, desde hacía mucho tiempo, con el cuerpo descompuesto bajo una lápida y, pegado a ella en su tumba, el paquetito de huesos de Ricardo III. Adamsberg había pedido auxilio al camellero bereber, al lancero peul, al marino holandés y al dueño del café de Belleville. Les había suplicado que volvieran a cobrar vida como siempre ante sus ojos, que se convirtieran en marionetas y ahuyentaran la sepulcral lápida. Sin embargo, había sido imposible encontrar a aquellos cuatro tipos asquerosos que habían dejado el campo libre al miedo. Muerta, muerta, muerta. Camille muerta. Por supuesto que muerta. Y mientras la había imaginado viva, aunque engañándola como la había engañado, aunque ahuyentándola de todos sus pensamientos, aunque acariciando los hombros del botones en su cama del hotel de El Cairo, después de que él acudiera a disipar su murria, incluso fotografiando todas las nubes del Canadá -porque Camille hacía colección de nubes con perfil humano, lo que, como es lógico, era muy difícil encontrar-, e incluso habiendo olvidado hasta su cara y hasta su nombre, incluso con todo eso, si Camille se desplazaba por alguna parte de la tierra, entonces todo iba bien. Pero si Camille estaba muerta, aquí o allá en el mundo, entonces la vida se ahogaba. Entonces quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de agitarse por la mañana y correr durante el día, si ella estaba muerta, Camille, inverosímil vástago de un dios griego y una prostituta egipcia, así era como él veía su linaje. Quizá ya no merecía la pena el esfuerzo de crisparse buscando asesinos, saber cuántos terrones queremos en el café, acostarnos con Christiane, mirar todas las piedras de todas las calles, si en alguna parte Camille había dejado de dilatar la vida a su alrededor, con sus cosas graves y fútiles, una en la frente, otra en los labios, que se unían las dos formando un ocho que dibujaba el infinito. Entonces, si Camille estaba muerta, Adamsberg perdía la única mujer que le había dicho en voz baja una mañana: «Jean-Baptiste, me voy a Ouahigouya. Está en el nacimiento del Volta Blanco». Se separó de él, le dijo «Te quiero», se vistió y salió. A comprar el pan, pensó él. La querida pequeña no había vuelto. Nueve años. Él no habría mentido del todo si hubiera dicho: «He conocido bien Ouahigouya, incluso he vivido allí algún tiempo».

A pesar de todo, Christiane estaba ahí, convencida de que haría el café por la mañana, mientras la querida pequeña había muerto en alguna parte sin que él hubiera estado allí por si se podía hacer algo. Y él moriría algún día sin haber vuelto a ver jamás a la pequeña. Pensó que Mathilde Forestier podría sacarle de aquella negrura, aunque no era para eso para lo que la buscaba. Sin embargo esperaba que, al verla, la película seguiría donde se había quedado, con el botones en el hotel de El Cairo.

Y Mathilde llamó.

Adamsberg recomendó a Christiane, que se quedó muy decepcionada, que se fuera a dormir cuanto antes porque volvería tarde, y quedó con Mathilde Forestier en que iría media hora después a su casa.

Ella le recibió con una amabilidad que aflojó un poco el nudo con el que se le había estrangulado el mundo desde hacía varias horas. Incluso le besó rápidamente, no exactamente en la mejilla, no exactamente en los labios. Mathilde se rió, dijo que era delicioso, que poseía la intuición de elegir el lugar en el que había que besar, que para esas cosas era muy observadora, que no había que preocuparse porque sólo aceptaba como amantes a hombres de la misma edad que ella; era un principio absoluto que evitaba las complicaciones y las comparaciones. Después le llevó, agarrándole por el hombro, a una mesa en la que una anciana dama hacía solitarios y escribía cartas al mismo tiempo, y donde un gigantesco ciego parecía aconsejarla en las dos cosas. La mesa era ovalada y transparente, y tenía agua y peces dentro.

– Es una mesa-acuario -explicó Mathilde-. La inventé una noche. Es un poco enfática y un poco fácil… como yo. A los peces no les gusta que Clémence haga solitarios. Cada vez que golpea una carta contra el cristal, huyen, ¿lo ve?

– No me ha salido -suspiró Clémence recogiendo las cartas-. Es la señal de que no debería responder al anuncio del hombre bien conservado de setenta años. Aunque me tienta. Este anuncio me huele bien.

– ¿Ha seleccionado muchos anuncios? -preguntó Charles.

– Dos mil trescientos cincuenta y cuatro. Jamás he encontrado la horma de mi zapato. Tendré que convencerme de que soy gafe. Me digo, Clémence, jamás lo conseguirás, jamás.

– Por supuesto que sí -dijo Mathilde para animarla-, sobre todo si Charles se presta a ayudarla a redactar las respuestas. Es un hombre y sabe lo que gusta a los hombres.

– Pero el producto no parece fácil de vender -dijo Charles.

– A pesar de todo, cuento con usted para encontrar la fórmula -respondió Clémence que parecía no enfadarse por nada.

Mathilde llevó a Adamsberg a su despacho.

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