John Verdon - Deja en paz al diablo

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Nada es nunca lo que parece. Y menos si David Gurney está involucrado.
Han pasado seis meses. David Gurney apenas ha conseguido reincorporarse a una cierta normalidad después de haberse encontrado al borde de la muerte tras resolver el caso más peligroso al que se había enfrentado. Madeleine, su esposa, está preocupada: ha sido diagnosticado con síndrome de estrés postraumático; nada parece alegrarle.
Hasta que recibe una llamada. Connie Clark, la periodista que creó la leyenda de superpoli, lo puso en la portada de una revista y lo catapultó a la fama, quiere pedirle ayuda. Su hija Kim está realizando un documental sobre las familias de las víctimas de un asesino en serie al que nunca atraparon, el Buen Pastor, y Connie quiere que Gurney supervise sus investigaciones y la guíe. En parte por aburrimiento y en parte por hacerle un favor a Connie, Gurney acepta.
Sin embargo, esto no será más que el principio. Incapaz de ponerle coto a su curiosidad y a su necesidad de resolver cada una de las incógnitas que se le presentan, David Gurney se verá arrastrado a una investigación para descubrir la verdadera identidad del asesino. Un asesino que es tan imprevisible como peligroso.
Si en Sé lo que estás pensando te asombró y en No abras los ojos te aterró, con Deja en paz al diablo, John Verdon consigue lo inesperado: sorprender al lector a cada página hasta dejarlo sin aliento.

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Fuera, más allá del estanque de los castores, una sirena intermitente se encendió durante cinco segundos y se apagó. El anuncio previo del megáfono se repitió entonces a pleno volumen.

Gurney se volvió en su silla y miró por la ventana delantera. Potentes focos iluminaban el terreno desde el fondo del camino elevado. Aquel sonido que había percibido antes debía de ser el de una sirena. Con el estallido de la pistola zumbando todavía en sus oídos, conmocionado, lo había tomado por música. Y lo que antes le había parecido un gran tambor ahora lo reconoció como el zumbido del rotor de un helicóptero que volaba en círculos. Su foco se desplazaba adelante y atrás por encima de la cabaña, por encima de la hierba enredada de la ciénaga, por encima de los troncos desnudos de los árboles que sobresalían del agua negra.

Gurney se volvió hacia Sterne. Tenía dos preguntas que pugnaban en lo alto de su lista de cuarenta o cincuenta. La primera era la más urgente.

– ¿Qué va a hacer ahora, Larry?

– Actuar de la manera más razonable posible.

La respuesta no podría haber sido más demencial.

– ¿Qué significa eso?

– Rendirme. Jugar el juego. Imponerme.

Gurney temía estar viendo la calma que precede a la tormenta, temía que la dulce luz de la razón y la rendición estuviera a punto de explotar para dar paso a un desquiciado baño de sangre.

– ¿Imponerse?

– Siempre lo hago. Siempre lo haré.

– Pero ¿pretende rendirse?

– Por supuesto. -Sonrió como si estuviera intentando aliviar el temor de un niño de jardín de infancia a subir al autobús-. ¿Qué se creía? ¿Que iba a tomarlo como rehén, como escudo humano para escapar?

– No sería la primera vez.

– No es el caso. -Parecía estar divirtiéndose-. Sea realista, detective. ¿Qué clase de escudo sería? Por lo que he oído, sus colegas de profesión estarían encantados de tener una oportunidad para dispararle. Más me valdría escudarme con un saco de patatas.

Gurney no sabía qué decir ante la compostura de aquel hombre. ¿Estaba completamente loco?

– Teniendo en cuenta que es un hombre que terminará en la silla eléctrica, se le ve muy contento. -De inmediato se dio cuenta de lo peligroso y poco aconsejable que era aquel comentario, pero la actitud de Sterne lo frustraba.

Sin embargo, al parecer, no tenía por qué preocuparse. Sterne se limitó a negar con la cabeza.

– No sea tonto, detective. Tarados con abogados de tercera han conseguido posponer sus ejecuciones durante veinte años o más. Yo puedo hacerlo mejor. Mucho mejor. Tengo dinero. Un montón de dinero. Tengo conexiones tanto visibles como invisibles. Lo más importante de todo: conozco cómo funciona el sistema legal…, cómo funciona de verdad. Y tengo algo de gran valor para ofrecer al sistema. Algo que intercambiar, digamos. -Irradiaba una tranquilidad que se situaba en algún punto entre la paz de un yogui y la locura.

– ¿Qué tiene?

– Conocimiento.

– ¿De?

– De ciertos casos sin resolver.

Fuera, cinco segundos de una sirena intermitente precedieron a otro anuncio de megáfono. Las palabras se habían hecho más urgentes.

«Policía del estado… Deje sus armas ahora… Abra la puerta ahora… Hágalo ahora… Deje sus armas inmediatamente y abra la puerta… Abra la puerta ahora.»

– ¿Casos sin resolver, como, por ejemplo…?

– Hace unos minutos ha dicho que podría haber más cadáveres. Podría tener razón.

El rugido sordo del helicóptero estaba haciéndose más alto sobre la cabaña; su luz, más brillante. Sterne parecía ajeno a ello. Su atención estaba completamente centrada en Gurney, que a su vez intentaba analizar aquel penúltimo giro de uno de los casos más inquietantes de su carrera.

– No le sigo, Larry. Si pueden colgarle diez asesinatos…

– Bueno, habría que ver si son capaces de eso.

– Sí, de acuerdo, habría que verlo. Pero si pueden, no entiendo qué influencia podría tener confesar un par más.

Sterne sonrió.

– Ya veo lo que está haciendo. Intenta ridiculizar mi oferta para que le muestre mis cartas. Es una treta estúpida, pero me parece bien. Sin secretos entre amigos. Deje que le plantee una pregunta, pura hipótesis: ¿qué importancia tendría para una policía del estado resolver (pura hipótesis) treinta, cuarenta, cincuenta casos abiertos?

O Larry Sterne estaba loco más allá de lo imaginable, o era un mentiroso compulsivo, un megalómano que se creía capaz de inventarse cualquier cosa y hacer que la gente lo creyera.

El escepticismo de Gurney no le pasó desapercibido a Sterne, que dobló su apuesta.

– Supongo que poner cincuenta casos en la carpeta de resueltos mejoraría drásticamente las estadísticas del departamento, proporcionaría un cierre a las familias. Sí, puede tener su influencia. Y si cincuenta no es un número lo bastante grande, podríamos ofrecer sesenta. O setenta. Lo que sea necesario para cerrar el tipo de trato que tengo pensado.

– ¿Cuál es, Larry?

– Nada que no sea razonable. Creo que descubrirá que soy el hombre más razonable que ha conocido. No hay necesidad de entrar en detalles. Lo único que pido es un encarcelamiento razonablemente civilizado. Una celda acogedora para mí solo. Comodidades sencillas. Simplemente la relajación de las reglas poco razonables. Nada que hombres de buena voluntad no puedan negociar razonablemente.

– ¿Y a cambio de eso podría confesar cincuenta o sesenta asesinatos no resueltos, junto con detalles completos que corroborarían el móvil y el método?

– Hipotéticamente.

El megáfono anunció: «Está es su última oportunidad. Tire sus armas y abra la puerta. Es su última oportunidad».

Gurney lo volvió a intentar, a la desesperada.

– ¿Incluido el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas?

– Hipotéticamente.

– ¿Y la razón del número tan elevado de víctimas es que el método siempre era el mismo: matar a cinco o seis personas cada vez, solo para disimular el motivo del único crimen que de verdad le importaba?

– Hipotéticamente.

– Ya veo, pero no estoy seguro de comprender el cálculo de riesgo. ¿No sería razonable asumir que un solo asesinato bien planeado presentaría menos riesgo de exposición que cinco o seis?

– La respuesta es no. Por bien planeado que esté un asesinato, sigue centrando la atención en la víctima y en las consecuencias de esa única muerte. No hay escapatoria de la singularidad del suceso. En cambio, los asesinatos adicionales prácticamente eliminan todo riesgo de que el crimen central reciba la atención que requiere, y casi no crea ningún riesgo adicional. A los asesinos se les detiene, básicamente, por su conexión con las víctimas. Si no hay conexión…, bueno, estoy seguro de que comprende el concepto.

– Y el coste, las vidas con las que acabó…

Sterne no dijo nada. Su sonrisa vacía tenía más valor que sus palabras.

Gurney se preguntó cuánto tiempo tardaría una dura prisión del estado en borrarle aquella sonrisa.

Una vez más Sterne pareció comprender lo que estaba pensando. Su sonrisa se ensanchó.

– De hecho ya tengo ganas de ver mis interacciones con el sistema penal y su población. Siempre pienso en positivo, detective. Acepto la realidad que se me presenta. Una prisión es un nuevo mundo por conquistar. Tengo cierta habilidad para atraer a gente a la que puedo usar. Parece que se ha fijado en mi éxito con Robby Meese. Piense en ello. Las instituciones penitenciarias están llenas de gente como Robby Meese, jóvenes susceptibles que buscan una figura paterna, alguien que los comprenda, alguien que esté a su lado, que pueda canalizar sus energías, sus temores, sus resentimientos. Piense en ello, detective. Bien guiados, jóvenes así pueden convertirse en una especie de guardia de palacio. Es una perspectiva excitante en la que he tenido ocasión de pensar muchas veces a lo largo de los años. En resumen, creo que la vida en prisión será manejable. Podría incluso convertirme en una celebridad…, con abogados y amigos famosos, con apelaciones de perfil alto y un sinfín de retos legales. Tengo la sensación de que podría convertirme otra vez en el niño mimado de la comunidad de psicólogos. Todos tratarán de rehabilitarse con profundas y nuevas ideas sobre la verdadera historia del Buen Pastor. Y no se olvide de los libros: biografías autorizadas y no autorizadas. Y especiales de RAM. Tal vez una película. ¿Y sabe una cosa? Puede que a largo plazo termine en una posición mucho mejor que la suya. Se ha ganado más enemigos fuera de los que yo tendré dentro. Cuando lo piense, verá que no es una gran victoria para usted. Yo puedo pagar a gente para que me proteja, a gente que es muy buena en esta clase de cosas. Pero ¿y usted? Yo, en su lugar, estaría preocupado.

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