¿Cómo…?
La respuesta le llegó con un pequeño escalofrío.
El disparo no procedía del exterior de la cabaña.
Había alguien allí, en la sala, con él.
No lo vio, lo percibió.
Un sonido de respiración.
A un par de metros de él.
Una respiración lenta, relajada.
Un hombre extremadamente racional
Gurney miró en la dirección de la que procedía el sonido. Interrumpiendo la franja de luz plateada a lo largo del suelo de la cabaña, vio un rectángulo oscuro. La trampilla estaba abierta. En el otro lado del hueco, la luz de luna sugería que allí había una figura, de pie.
Un susurro brusco confirmó su impresión.
– Siéntese, detective. Ponga las manos sobre la cabeza.
Gurney obedeció las instrucciones en silencio.
– Tengo algunas preguntas. Ha de responderlas deprisa. ¿Lo entiende? -El susurro resonó como el ronroneo de un gran felino.
– Lo entiendo.
– Si la respuesta no es rápida, supondré que es mentira. ¿Lo entiende?
– Sí.
– Bien. Primera pregunta: ¿va a venir Clinter?
– No lo sé.
– Acaba de decirle por teléfono que no venga.
– Exacto.
– ¿Espera que venga de todos modos?
– Podría ser. No lo sé. No es un hombre previsible.
– Eso es verdad. Siga diciéndome la verdad. La verdad lo mantendrá vivo. ¿Lo entiende?
– Sí.
Gurney sabía aparentar tranquilidad en situaciones extremas. Sin embargo, por dentro solo sentía miedo e ira: miedo por la situación en la que se había metido; ira ante ese error de cálculo que lo había puesto en semejante situación.
Había supuesto que el Buen Pastor se ajustaría al horario que, de alguna manera, él mismo le había marcado en su falsa conversación con Kim, que aparecería en la cabaña dos o tres horas antes de la supuesta reunión de Clinter y Gurney. Perdido en el torbellino de especulaciones sobre el caso, no había contemplado que el Pastor pudiera aparecer mucho antes que eso, quizá doce horas antes.
¿Qué demonios había estado pensando? ¿Que el Buen Pastor era un hombre lógico y que lo lógico era llegar unas pocas horas antes de medianoche? ¿Y que, por lo tanto, eso era lo que ocurriría, cuestión resuelta, al siguiente punto? Cielos, ¡qué estúpido! Se dijo a sí mismo que todo el mundo comete errores, pero aquel podía resultar mortal.
La voz de ronroneo habló otra vez.
– ¿Esperaba engañarme para que viniera aquí? ¿Esperaba tomarme por sorpresa?
Era una pregunta tan acertada que resultaba irritante.
– Sí.
– La verdad. Bien. Eso lo mantiene vivo. Ahora su llamada a Clinter, ¿cree de verdad lo que le ha dicho?
– ¿Sobre los asesinatos?
– Por supuesto que sobre los asesinatos.
– Sí, lo creo.
Durante varios segundos lo único que se oyó fue el sonido de la respiración de aquel hombre. Después le planteó una pregunta con un tono tan suave que apenas lo oyó.
– ¿Qué otras ideas tiene?
– Mi única idea ahora mismo es preguntarme si me va a matar.
– Por supuesto que lo voy a matar. Sin embargo, si me va diciendo la verdad, su vida se alargará unos minutos. Es sencillo. ¿Lo entiende?
– Sí.
– Bien. Ahora dígame todo lo que piensa de los asesinatos. Sus verdaderas ideas.
– Mis ideas son básicamente preguntas.
– ¿Qué preguntas?
¿El susurro ronco era la voz real del Buen Pastor o solo era una forma de ocultarla? Supuso que lo segundo, lo que implicaba cosas interesantes. Sin embargo, su única preocupación en aquel instante era seguir con vida.
– Me pregunto a cuánta gente más ha matado, además de a los que conocemos. Posiblemente unos cuantos. ¿Tengo razón?
– Por supuesto.
Le asombró la franqueza de la respuesta. Por un momento fugaz, esperó que el hombre pudiera, orgulloso, empezar a alardear de lo que había hecho. Al fin y al cabo, los sociópatas tienen su ego y disfrutan de su despiadado poder. Quizá podía conseguir que hablara de sí mismo, a la espera de que alguien acudiera en su ayuda.
Sin embargo, la moneda de la esperanza mostró su otra cara. Se dio cuenta de que a aquel tipo no le importaba hablar porque no corría ningún riesgo, pues Gurney pronto estaría muerto.
El susurro ronco era una parodia de amabilidad.
– ¿Qué otras cosas se pregunta?
– Me pregunto por Robby Meese y por su relación con él. Me pregunto qué hizo él por su cuenta y qué le alentó a hacer. Me pregunto por qué lo mató cuando lo hizo. Me pregunto si pensaba que la gente iba a creer la historia del suicidio.
– ¿Qué más?
– Me pregunto si de verdad trataba de colgarle a Max Clinter el asesinato de Ruth Blum o si solo era un juego estúpido.
– ¿Qué más?
– Me pregunto por mi granero. -Gurney estaba tratando de prolongar la conversación lo más posible, con el máximo de pausas que pudiera insertar. Cuanto más durara, mejor, en todos los sentidos.
– Siga hablando, detective.
– Me pregunto por los transmisores GPS en los coches. Me pregunto si el del coche de Kim fue idea suya o de Robby. Robby, el acosador.
– ¿Qué más?
– Algunas de las cosas que ha hecho son muy inteligentes, aunque otras son muy estúpidas. Me pregunto si sabe cuáles son cuáles.
– La provocación no tiene sentido, detective. ¿Ha llegado al final de sus ideas?
– Me pregunto por el Estrangulador de las Montañas Blancas. Un caso muy extraño. ¿Está familiarizado con él? Tiene algunos aspectos interesantes.
Hubo un largo silencio. El tiempo equivalía a esperanza. El tiempo le daba espacio para pensar, quizás incluso una oportunidad de alcanzar la pistola que estaba a su espalda, sobre la mesa.
Cuando el Pastor habló otra vez, el ronroneo fue almibarado.
– ¿Algunas ideas finales?
– Solo una más. ¿Cómo es posible que alguien tan listo como usted cometiera un error tan colosal en Lakeside Collision?
Hubo un largo silencio, un silencio alarmante que podría significar alguna cosa. Tal vez por fin algo le había pillado por sorpresa. O podía ser, simplemente, que su dedo se estuviera tensando en el gatillo. Gurney sintió un nudo en el estómago.
– ¿De qué está hablando?
– Lo descubrirá muy pronto.
– Quiero saberlo ahora. -Había una nueva intensidad en el susurro, junto con el destello de algo que se movía en el rayo de luz de luna.
Gurney captó el primer atisbo del cañón plateado de una enorme pistola levantándose a la altura de su cara, a un par de metros.
– Ahora -repitió el hombre-. Hábleme de Lakeside Collision.
– Dejó una identificación allí.
– No llevo ninguna identificación.
– Esa noche la llevaba.
– Dígame exactamente qué era. Dígamelo ahora.
No había respuesta buena para esa pregunta, ninguna respuesta que pudiera salvarlo. Desde luego, revelar el hallazgo de la huella de los neumáticos no iba a conseguirle indulto. Y rogar por su vida sería peor que inútil. Solo había una opción, una posibilidad que le daba un rayo de esperanza para seguir con vida un minuto más: contestar con evasivas, negarse a decir nada más.
Gurney trató de que no le temblara la voz:
– Dejó la solución al rompecabezas en el aparcamiento de Lakeside Collision.
– No me gustan los acertijos. Tiene tres segundos para responder mi pregunta. Uno. -Levantó la pistola un poco, bajo el rayo de luz de luna-. Dos. -La movió ligeramente a la derecha y la mantuvo firme-. Tres. -Apretó el gatillo.
Apocalipsis
El movimiento reflejo de Gurney para apartarse del destello y el estallido ensordecedor habría derribado la silla si no hubiera sido por el borde de la mesa. Durante un minuto no pudo ver nada y lo único que pudo oír fue el eco discordante del disparo.
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