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John Verdon: Deja en paz al diablo

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John Verdon Deja en paz al diablo

Deja en paz al diablo: краткое содержание, описание и аннотация

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Nada es nunca lo que parece. Y menos si David Gurney está involucrado. Han pasado seis meses. David Gurney apenas ha conseguido reincorporarse a una cierta normalidad después de haberse encontrado al borde de la muerte tras resolver el caso más peligroso al que se había enfrentado. Madeleine, su esposa, está preocupada: ha sido diagnosticado con síndrome de estrés postraumático; nada parece alegrarle. Hasta que recibe una llamada. Connie Clark, la periodista que creó la leyenda de superpoli, lo puso en la portada de una revista y lo catapultó a la fama, quiere pedirle ayuda. Su hija Kim está realizando un documental sobre las familias de las víctimas de un asesino en serie al que nunca atraparon, el Buen Pastor, y Connie quiere que Gurney supervise sus investigaciones y la guíe. En parte por aburrimiento y en parte por hacerle un favor a Connie, Gurney acepta. Sin embargo, esto no será más que el principio. Incapaz de ponerle coto a su curiosidad y a su necesidad de resolver cada una de las incógnitas que se le presentan, David Gurney se verá arrastrado a una investigación para descubrir la verdadera identidad del asesino. Un asesino que es tan imprevisible como peligroso. Si en Sé lo que estás pensando te asombró y en No abras los ojos te aterró, con Deja en paz al diablo, John Verdon consigue lo inesperado: sorprender al lector a cada página hasta dejarlo sin aliento.

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¿Por qué iba a ocurrírseles que seis era, en realidad, la suma de uno más cinco? ¿Por qué tomar ese camino? Sobre todo si desde un principio manejaban una teoría según la cual los seis objetivos eran igual de importantes; sobre todo si habían recibido un manifiesto del asesino del que se deducía que todos los asesinatos tenían un mismo sentido, que se basaban en una forma de misión. El manifiesto lo explicaba todo. Era un documento tan inteligente y que reflejaba tan bien los detalles de los crímenes que hasta las mentes más brillantes se lo tragarían por completo.

Gurney sentía que por fin pensaba con claridad, que la niebla empezaba a disiparse. Era la primera hipótesis del caso que parecía, al menos a primera vista, coherente.

Como le pasaba siempre, se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Al fin y al cabo, solo era una pequeña vuelta de tuerca de la descripción que Madeleine había hecho de la escena central de El hombre del paraguas negro . Pero en ocasiones un milímetro marca toda la diferencia.

Por otra parte, no todas las ideas que encajan tienen por qué ser correctas. Sabía bien lo fácil que era pasar por alto errores lógicos cuando todo parecía cuadrar. Cuando el producto de la propia mente es el sujeto, la objetividad es una ilusión. Todos creemos que tenemos una mente abierta, pero en realidad nadie la tiene. En tales circunstancias, que alguien haga de abogado del diablo es vital.

Su primera opción era Hardwick. Cogió el teléfono y le llamó. Dejó un breve mensaje en el buzón de voz.

– Eh, Jack, tengo un nuevo enfoque del caso y me gustaría saber cómo lo ves. Llámame.

Se aseguró de que tenía el teléfono en modo vibración. No estaba seguro de qué le depararía la noche, pero que, de repente, empezara a sonar el teléfono podría ser un problema.

Su siguiente opción para que le hiciera de abogado del diablo era la teniente Bullard. No sabía en qué había quedado su relación con ella, pero, fuera como fuera, necesitaba su punto de vista. Además, si su visión del caso era correcta, todos sus problemas con la autoridad podían quedar en nada. La llamó, pero de nuevo volvió a saltar el buzón de voz. Le dejó, esencialmente, el mismo mensaje que a Hardwick.

Sin embargo, seguía necesitando confrontar su nueva teoría. Así pues, con sentimientos encontrados, decidió llamar a Clinter, que respondió después del tercer tono.

– Eh, amigo, ¿problemas en su gran noche? ¿Llama para pedir ayuda?

– No hay problemas, solo una idea que quería cotejar, a ver qué le parece.

– Soy todo oídos.

De repente se le ocurrió que entre Clinter y Hardwick había cierto parecido. Clinter era Hardwick llevado al límite. La idea, extrañamente, le hizo sentirse más y menos cómodo a la vez.

Gurney le explicó su teoría. Dos veces.

No hubo respuesta. Mientras esperaba, miró por la ventana al amplio estanque pantanoso. La luz de la luna hacía que los árboles muertos que se cernían sobre la hierba de la ciénaga adquirieran un aire inquietante.

– ¿Está ahí, Max?

– Estoy pensando, amigo. No encuentro ningún fallo fatal en lo que dice. Por supuesto, plantea preguntas.

– Por supuesto.

– Para estar seguro de que lo comprendo, ¿está diciendo que solo uno de los asesinatos importaba?

– Correcto.

– ¿Y que los otros cinco fueron para protegerse?

– Correcto.

– ¿Y que ninguno de los asesinatos tiene nada que ver con los males de la sociedad?

– Correcto.

– Y que los coches caros eran el objetivo…, ¿por qué?

– Quizá porque la única víctima que importaba conducía uno. Un Mercedes grande, negro y caro. Tal vez de ahí surgió todo.

– ¿Y a las otras cinco personas las mataron básicamente por azar? ¿Les dispararon porque conducían el mismo tipo de coche? Para que pareciera que había un patrón.

– Correcto. No creo que el asesino conociera a las otras víctimas ni que le importaran lo más mínimo.

– Lo cual lo convertiría en un cabrón muy frío, ¿no?

– Correcto.

– Así que ahora la gran pregunta es: ¿qué víctima era la que importaba?

– Cuando me encuentre con el Buen Pastor se lo preguntaré.

– ¿Y cree que será esta noche? -La voz de Clinter vibraba de entusiasmo.

– Max, ha de mantenerse alejado. Es una situación muy delicada.

– Entendido, amigo. Una pregunta más: ¿cómo explica su teoría respecto a los viejos crímenes los asesinatos más recientes?

– Es sencillo. El Buen Pastor está tratando de impedir que nos demos cuenta de que las seis víctimas originales eran la suma de una más cinco. De alguna manera, Los huérfanos del crimen puede llegar a desvelar ese secreto, posiblemente señalando en cierto modo el que importaba. Está matando gente para impedir que eso ocurra.

– Un hombre muy desesperado.

– Más pragmático que desesperado.

– Cielo santo, Gurney, ha matado a tres personas en tres días, según las noticias.

– Exacto. Pero no creo que la desesperación tenga mucho que ver. No creo que el Buen Pastor vea el crimen como algo grande. Mata cuando cree que le resulta beneficioso, cuando siente que con un asesinato eliminará más riesgo en su vida del que creará. No creo que la desesperación entre en…

Una señal de llamada en espera detuvo a Gurney a mitad de la frase. Miró el identificador.

– Max, he de colgar. Tengo a la teniente Bullard del DIC en la otra línea. Y, Max, manténgase alejado de aquí hoy, por favor.

Gurney miró por la ventana. El extraño paisaje negro y plata ponía la carne de gallina. Un rayo de luz de luna cruzaba el centro de la sala, proyectando una imagen de la ventana y su propia sombra, en la pared de enfrente, encima de la cama.

Pulsó el botón de hablar para atender la llamada en espera.

– Gracias por devolverme la llamada, teniente. Se lo agradezco. Creo que podría tener algo… -No terminó la frase.

Hubo una explosión asombrosa; un destello blanco acompañado por un estallido ensordecedor; un impacto terrible en la mano de Gurney.

Trastabilló contra la mesa, sin saber durante varios segundos qué había ocurrido. Notó que la mano derecha estaba entumecida. Sentía un dolor ardiente en la muñeca.

Temiendo lo que podría ver, levantó la mano a la luz de la luna y la volvió poco a poco. Todos los dedos estaban allí, pero solo sostenían un pequeño trozo del teléfono. Miró a su alrededor en la sala, buscando fútilmente en la oscuridad otras zonas dañadas.

Lo primero que pensó fue que su teléfono había explotado. Pensó en cómo podrían haberlo manipulado, en qué momento alguien capaz de realizar esa clase de sabotaje podría haber accedido a su móvil, en cómo podían haber insertado y activado aquel artefacto explosivo en miniatura.

Pero aquello no solo era improbable, era imposible. La fuerza de la explosión descartaba esa posibilidad; tal vez fuera posible en un móvil falso, construido para tal propósito, pero no en un teléfono de verdad.

Entonces olió la pólvora de un cartucho.

No había sido una minibomba sofisticada, sino el estallido de un cañón.

Pero era el estallido de un cañón ruidoso, no de cualquier pistola, por eso había pensado en una bomba.

Sabía que había una pistola capaz de producir un ruido como aquel.

Había un individuo con la puntería necesaria y el pulso tan firme como para atravesar un teléfono móvil con una bala solo con la luz de la luna como guía.

Habían disparado a través de una de las ventanas. Se agachó y miró a la ventana de encima de la mesa. El cristal iluminado por la luna no estaba roto. El disparo tenía que proceder de una de las ventanas de atrás. Sin embargo, dada la posición de su cuerpo en el momento del impacto, era difícil entender cómo la bala podría haber alcanzado el teléfono sin atravesarle el hombro.

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