John Verdon
Se lo que estas pensando
– ¿Dónde estabas?- dijo la anciana desde la cama . Tenía que hacer pis y no venía nadie.
Sin inmutarse por el tono desagradable de la mujer, el joven se quedó a los pies de la cama, sonriendo.
– Tenía que hacer pis – repitió ella, de un modo más vago, como si ya no estuviera segura del significado de las palabras.
– Tengo una buena noticia, madre – dijo el hombre . - Pronto estará todo bien. Nada quedará sin atender.
– ¿Adonde vas cuando me dejas sola?- La voz de la mujer volvía a ser brusca, quejumbrosa.
– No muy lejos, madre. Sabes muy bien que nunca me alejo.
– No me gusta estar sola.
La sonrisa del hombre se ensanchó; era casi beatífica.
– Muy pronto todo estará bien. Todo será como tenía que ser. Puedes confiar en mí, madre. He encontrado una forma de arreglarlo todo. Dará lo que ha quitado al recibir lo dado.
– Eres un gran poeta.
No había ventanas en la habitación. La luz lateral que proyectaba la lámpara de la mesita la única fuente de iluminación resaltaba la gruesa cicatriz de la garganta de la mujer y las sombras en los ojos de su hijo.
– ¿Iremos a bailar? – preguntó ella, con la mirada perdida más allá de su hijo y de la pared oscura que había detrás, hacia una visión más brillante.
– Por supuesto, madre. Todo será perfecto.
– ¿Dónde está mi Dickie Duck?
– Aquí, madre.
– ¿Dickie Duck se va a acostar?
– A rorro, a rorro.
– Tengo que hacer pis – dijo ella, casi con coquetería.
Recuerdos fatales
Arte policial
Jason Strunk era, a decir de todos, un tipo insignificante, un treintañero anodino casi invisible para sus vecinos, y al parecer también inaudible, porque ninguno de ellos recordaba nada concreto que hubiera dicho. Ni siquiera tenían la certeza de que hubiera hablado. Tal vez saludaba con la cabeza, quizá decía hola, tal vez musitaba una palabra o dos. Era difícil decirlo. De entrada, todos expresaron su consternación, incluso una temporal incredulidad, cuando se desveló la devoción obsesiva del señor Strunk por matar hombres con bigote, de mediana edad, así como su perturbadora forma de deshacerse de los cadáveres: los cortaba en trozos manejables, los envolvía en paquetes de colores y los enviaba por correo a los agentes de Policía locales como regalos de Navidad.
Dave Gurney examinó con atención el rostro lívido y plácido de Jason Strunk, que le devolvía la mirada desde la pantalla de su ordenador; en realidad, era la foto de la ficha policial de Jason Strunk, tomada tras la detención. Había ampliado la imagen para que la cara tuviera el tamaño real, y la faz estaba rodeada en los bordes de la pantalla por iconos de herramientas de un programa de retoque fotográfico creativo al que Gurney estaba empezando a pillarle el tranquillo.
Movió una de las herramientas de control de brillo hasta el iris del ojo derecho de Strunk, hizo clic con el ratón y examinó el pequeño reflejo que había creado.
Mejor, pero todavía no estaba bien.
Los ojos siempre eran lo más difícil los ojos y la boca, pero eran la clave. En ocasiones tenía que experimentar con la posición y la intensidad de un minúsculo reflejo durante horas, y aun así terminaba con un resultado que no le satisfacía, que no era lo bastante bueno para enseñárselo a Sonya, y menos a Madeleine.
El problema con los ojos radicaba en que éstos, más que ninguna otra de las facciones de la cara, captaban la tensión, la contradicción: la indiferencia reservada, salpicada con una pizca de crueldad, que Gurney había discernido con frecuencia en los rostros de los asesinos con los que había tenido la oportunidad de pasar tiempo a solas.
Había conseguido acertar en la mirada tras su paciente manipulación del retrato de la ficha policial de Jorge Kunzman (el empleado de Walmart que siempre guardaba la cabeza de su última conquista hasta que podía sustituirla por otra más reciente). Le había complacido el resultado: expresaba con inquietante inmediatez la vacuidad profunda y negra que se ocultaba tras la expresión aburrida del señor Kunzman. Por otro lado, la reacción entusiasta de Sonya, su efusivo elogio, lo había confirmado en su opinión. Era esa acogida, además de la venta inesperada de la obra a uno de los amigos coleccionistas de Sonya, lo que lo motivaba a producir la serie de fotografías creativamente retocadas que se exhibían en una muestra titulada Retratos de los asesinos por el hombre que los detuvo, en la pequeña pero cara galería de Sonya en Ithaca.
Cómo un detective de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, recientemente retirado y con manifiesto desinterés por el arte en general y por el contemporáneo en particular, unido a un profundo desagrado por la fama, había terminado en una pequeña localidad universitaria como protagonista de una muestra de arte chic, descrita por los críticos locales «como una novedosa combinación de fotografías de una crudeza brutal, percepciones psicológicas inquebrantables y manipulaciones gráficas geniales», era una pregunta con dos respuestas muy diferentes: la suya y la de su mujer.
Por lo que a él respectaba, todo empezó cuando Madeleine lo engatusó para que se apuntara con ella a un curso de introducción al arte en el museo de Cooperstown. Siempre estaba tratando de sacarlo: de su estudio, de la casa, de sí mismo, simplemente sacarlo. Él había aprendido que la mejor forma de mantener el control de su propio tiempo era mediante una estrategia de capitulaciones periódicas. El curso de apreciación artística correspondía a uno de estos movimientos estratégicos, y aunque temía la perspectiva de soportarlo, esperaba que lo inmunizara contra presiones posteriores durante al menos un mes o dos. No es que viviera pegado al sofá, ni mucho menos. A sus cuarenta y siete años, aún podía hacer cincuenta flexiones y cincuenta abdominales. Simplemente no le gustaba mucho salir.
El curso, no obstante, resultó una sorpresa: de hecho, tres sorpresas. En primer lugar, a pesar de que había supuesto que el mayor reto sería aguantar despierto, la profesora, Sonya Reynolds, dueña de galería y artista de fama en la región, le pareció fascinante. No era hermosa de un modo convencional, no a la manera del arquetipo europeo de Catherine Deneuve. Tenía los labios demasiado fruncidos, los pómulos excesivamente prominentes, la nariz demasiado enérgica. Sin embargo, por alguna razón, las partes imperfectas quedaban unificadas en un conjunto fuera de lo común gracias a unos grandes ojos de un verde grisáceo profundo y a un estilo relajado que era sensual de manera natural. No había muchos hombres en la clase, sólo seis de los veintiséis participantes, pero Sonya Reynolds concitaba la atención absoluta de los seis.
La segunda sorpresa fue su propia reacción positiva al curso. Al tener un interés especial en ello, Sonya consagraba un tiempo considerable al arte derivado de la fotografía: fotos manipuladas para crear imágenes más poderosas o comunicativas que los originales.
La tercera sorpresa se produjo a las tres semanas del curso, que duraba un total de doce, una noche en que Sonya estaba comentando con entusiasmo las serigrafías de un artista contemporáneo realizadas a partir de retratos fotográficos solarizados. Al mirar las serigrafías, a Gurney se le ocurrió que podía sacar partido de un recurso inusual al que tenía un acceso privilegiado y al cual podía aportar una perspectiva personal. La idea era extrañamente emocionante. Lo último que esperaba de un curso de introducción al arte era que fuera apasionante.
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