»«¿A sus padres? No, señor Twining, creo que no es a sus padres a quien debemos llamar.»
»El señor Twining permaneció en el centro de la habitación, retorciéndose las manos. Sólo Dios sabe qué ideas se le pasaron en ese momento por la cabeza al pobre hombre. Ni siquiera recuerdo lo que pensé yo.
»Al día siguiente era lunes. Yo estaba cruzando el patio interior, luchando contra un fuerte viento junto a Simpkins, que parloteaba sin cesar sobre el Vengador del Ulster. La noticia había corrido como un reguero de pólvora y en todas partes se veían corrillos de muchachos con las cabezas muy juntas, agitando con nerviosismo las manos mientras comentaban los últimos, y muy probablemente falsos, rumores.
»Cuando estábamos a unos cincuenta metros de la Residencia Anson, alguien gritó:
»«¡Mirad! ¡Allí arriba, en la torre! ¡Es el señor Twining!»
»Levanté la mirada y vi al pobre infeliz en el tejado del campanario. Se aferraba al parapeto como un murciélago herido y su toga aleteaba al viento. Un rayo de sol se abrió paso entre las raudas nubes, iluminándolo por detrás como si fuera un foco de teatro. Parecía como si todo su cuerpo irradiara luz, y el pelo que le sobresalía bajo el birrete semejaba, al resplandor del amanecer, un disco de cobre, como la aureola de un santo en un manuscrito ilustrado.
»«¡Cuidado, señor!», le gritó Simpkins. «¡Las tejas están en muy mal estado!»
»El señor Twining dirigió la mirada hacia sus pies como si acabara de despertarse de un sueño, como si lo desconcertara encontrarse de repente a veinticinco metros del suelo. Contempló las tejas y, durante un segundo, permaneció completamente inmóvil.
»Y, entonces, se irguió cuan alto era, sujetándose tan sólo con las yemas de los dedos. Levantó el brazo derecho para realizar el saludo romano, mientras los faldones de su capa aleteaban como si se tratara de la toga de algún antiguo césar en las murallas.
»« Vale! » , gritó. «Adiós.»
» Durante un segundo, creí que se había alejado del parapeto. Tal vez Twining hubiera cambiado de idea, o tal vez fuera sólo el sol que me deslumbró. Un segundo más tarde, sin embargo, lo vi girar en el aire. Uno de los muchachos contó más tarde a un periodista que Twining parecía un ángel descendiendo del cielo, pero no es verdad. Se precipitó al suelo en picado, como una piedra dentro de un calcetín. No existe una forma agradable de describirlo.
Papá hizo una larga pausa, como si le faltaran las palabras. Contuve el aliento.
– El sonido que produjo su cuerpo al estrellarse contra los adoquines -dijo por fin- me ha perseguido en sueños hasta el día de hoy. He visto y oído cosas en la guerra, pero nada que se le parezca. Nada que se le parezca ni remotamente.
»Era un buen hombre y nosotros lo asesinamos. Horace Bonepenny y yo lo asesinamos. Fuimos tan culpables como si lo hubiéramos empujado con nuestras propias manos desde lo alto de la torre.
– ¡No! -exclamé, alargando un brazo para rozarle la mano a mi padre -. ¡Tú no tuviste nada que ver!
– Desde luego que sí, Flavia.
– ¡No! -repetí, aunque algo desconcertada por mi propia audacia. ¿Era yo quien le hablaba así a papá?-. Tú no tuviste nada que ver. Fue Horace Bonepenny quien destruyó el Vengador del Ulster.
Papá sonrió, pero su sonrisa era triste.
– No, cariño, no lo hizo. Cuando volví a mi estudio aquel domingo por la noche y me quité la chaqueta, encontré un rastro pegajoso en uno de los puños de la camisa. Supe de inmediato qué significaba: cuando Bony me había cogido de la mano para formar el círculo de oración, que no era más que una maniobra de distracción, había introducido el índice bajo la manga de mi chaqueta y me había pegado el Vengador del Ulster al puño. Pero… ¿por qué a mí? ¿Por qué no a Bob Stanley? Por un motivo muy claro: si nos hubieran registrado a todos, el sello habría aparecido en mi manga y Bony se habría declarado inocente. ¡No es de extrañar que no lo encontraran cuando lo registraron de pies a cabeza!
»Por supuesto, Bony recuperó el sello al estrecharme la mano antes de irse. Era un maestro de la prestidigitación, no lo olvides, y dado que yo había sido en otros tiempos su cómplice, habría resultado lógico que volviera a serlo. ¿Quién lo habría puesto en duda?
– ¡No!
– Sí. -Sonrió papá-. Ya no queda mucho que contar. Aunque nunca pudo demostrarse nada en su contra, Bony no regresó a Greyminster después de aquel trimestre. Alguien me contó que se había marchado al extranjero para huir de algún otro asunto desagradable, y no puedo decir que me sorprendiera. Tampoco me sorprendió saber, años más tarde, que a Bob Stanley lo habían echado de la escuela de medicina y que había terminado en Estados Unidos, donde había abierto una tienda de filatelia. Al parecer, era una de esas empresas de venta por correo que se anuncian en las revistas de historietas y venden a los adolescentes paquetes de sellos. Sin embargo, y según parece, ese negocio no era más que una tapadera para otros asuntos más turbios con adinerados coleccionistas.
»En cuanto a Bony, no supe nada de él durante treinta años. Pero el mes pasado fui a Londres para asistir a una exposición internacional de sellos organizada por la Real Sociedad Filatélica, no sé si te acuerdas. Uno de los mayores atractivos de la exposición era la exhibición al público de unos cuantos sellos pertenecientes a su majestad, es decir, la colección del rey, entre ellos, el extraordinario Vengador del Ulster: AA, el hermano gemelo del sello del doctor Kissing.
»No le dediqué más que un rápido vistazo, pues los recuerdos que me traía no eran muy agradables. Había otras piezas expuestas que deseaba ver, así que no le concedí al Vengador del Ulster más que unos pocos segundos de mi tiempo.
»Justo antes de que la exposición cerrara sus puertas por ese día, me hallaba yo en el extremo más alejado de la sala, contemplando un pliego de sellos que me apetecía comprar, cuando por casualidad miré hacia el otro lado y vi una mata de pelo rojísimo… que sólo podía pertenecer a una persona.
»Era, por supuesto, Bony. Estaba soltando una perorata a un reducido grupo de coleccionistas que se habían congregado ante el sello del rey. Mientras contemplaba la escena, el debate se fue acalorando: algo de lo que estaba diciendo Bony había agitado a uno de los comisarios de la exposición, que sacudía de un lado a otro la cabeza con gesto vehemente mientras las voces iban subiendo de tono.
»No creía que Bony me hubiera visto…, ni tampoco deseaba que me viera. Casualmente, en ese momento apareció Jumbo Higginson, un antiguo amigo del ejército que me invitó a cenar y a tomar una copa. El bueno de Jumbo…, no era ésa la primera vez que aparecía justo a tiempo.
Una sombra cruzó por la mirada de papá y me di cuenta de que se había esfumado en el interior de una de esas madrigueras de conejo que tan a menudo se lo tragaban. A veces me preguntaba si algún día aprendería a convivir con los repentinos silencios de mi padre, pero justo entonces, como un juguete de cuerda atascado que cobra vida de repente al darle un golpecito con el dedo, papá prosiguió con su historia como si no se hubiera producido ninguna interrupción.
– Esa noche en el tren, cuando abrí el periódico y leí que alguien había sustituido el Vengador del Ulster del rey por una falsificación, cosa que al parecer había hecho a la vista del público, de varios filatelistas de intachable reputación y de un par de vigilantes de seguridad, supe de inmediato no sólo quién había perpetrado el robo, sino también, al menos a grandes rasgos, cómo lo había hecho.
»Y entonces, cuando el viernes pasado apareció la agachadiza chica muerta en el umbral de la puerta, supe que era cosa de Bony. En Greyminster me llamaban Jack Snipe; [11] «Jacko», para abreviar. Las letras de las esquinas del Penny Black me indicaron su nombre. Es complicado de explicar.
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