Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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«Cuando los otros empleados regresaron a sus puestos, Jacob ya había ocultado la hoja de color naranja entre sus hermanas negras, había limpiado el cliché, había ocultado los trapos sucios y estaba preparando ya la siguiente tirada de sellos ordinarios. En ese momento apareció el viejo Joshua Butters Bacon, que se acercó al joven y lo felicitó por haber demostrado tanta calma ante el peligro. El anciano le dijo que llegaría lejos en el oficio.

»Y entonces el destino lo fastidió todo, como tiene por costumbre. Lo que los conspiradores no podían haber previsto era que el hombre del sombrero de ala ancha iba a ser embestido esa misma noche en Fleet Street, bajo la lluvia, por un caballo de tiro fugitivo, como tampoco podían haber previsto que con su último aliento abrazaría de nuevo la fe en la que lo habían educado y confesaría la conspiración (incluido el asunto de Jacob Tingle) a un policía envuelto en una capelina negra, que el moribundo confundió con la sotana de un sacerdote católico.

»Para entonces, sin embargo, Jacob Tingle ya había realizado su sucia labor y la hoja de sellos de color naranja ya viajaba, en el correo de la noche, hacia algún rincón desconocido de Inglaterra. Espero que todo esto no te parezca demasiado aburrido, Harriet.

¿Harriet? ¿Papá me había llamado «Harriet»?

No es raro que los padres con unas cuantas hijas reciten de un tirón todos los nombres, por orden de edad, cuando quieren llamar a la menor, así que ya estaba acostumbrada a que me llamaran «Ophelia Daphne Flavia, caray». Pero…

¿Harriet? ¡Jamás! ¿Había sido un simple lapsus línguae o acaso papá creía de verdad que le estaba contando aquella historia a Harriet?

Quise darle una paliza y dejarlo para el arrastre; quise abrazarlo; quise morirme.

Me di cuenta de que el sonido de mi voz podía romper el hechizo, así que sacudí lentamente la cabeza de un lado a otro, como si estuviera a punto de caérseme. En el exterior, el viento azotaba las enredaderas que bordeaban la ventana, mientras seguía lloviendo a mares.

– Se lanzó el grito de «¡Al ladrón!» -prosiguió al fin mi padre, y yo dejé de contener la respiración-. Se enviaron telegramas a los jefes de todas las oficinas de correos del territorio. Llegaran donde llegasen los sellos de color naranja, debían guardarse de inmediato bajo llave e informar en seguida al Tesoro Público de su paradero.

«Dado que a las ciudades se habían enviado las remesas más grandes de Penny Black, se creía que lo más probable es que los sellos de color naranja aparecieran en Londres o Manchester, o tal vez en Sheffield o Bristol. Sin embargo, dio la casualidad de que no aparecieron en ninguna de esas ciudades.

»Escondido en uno de los rincones más remotos de Cornualles se encuentra el pueblo de St. Mary-in-the-Marsh, un lugar en el que jamás había ocurrido nada y tampoco se esperaba que ocurriera nada.

»El jefe de la oficina de correos era un tal Melville Brown, un anciano caballero que ya había superado en unos cuantos años la edad habitual de jubilación, pero que intentaba sin demasiado éxito ahorrar una parte de su mísero sueldo para «que lo ayudara a pagarse el entierro», como le contaba a todo aquel que quisiera escuchar.

«Corno era de esperar, ya que St. Mary-in-the-Marsh se hallaba lejos de los caminos trillados en más de un sentido, el jefe de correos Brown no había recibido la directriz telegrafiada del Tesoro Público, así que se llevó una buena sorpresa unos cuantos días más tarde cuando, después de haber desembalado una pequeña remesa de Penny Black, procedió a contarlos para comprobar que el pedido cuadrara y se encontró, literalmente, con los sellos de color naranja entre los dedos.

»Obviamente, detectó al instante los sellos de color naranja. ¡Alguien había cometido un tremendo error! No había recibido, como hubiera sido de esperar, un folleto oficial de «Instrucciones para los jefes de correos» en el que se comunicara el cambio de color de los Penny Black. No, aquél era un asunto de suma importancia, aunque Brown no acabara de entender de qué se trataba.

»Durante un segundo (sólo un segundo, fíjate bien), Brown pensó que aquella hoja de sellos de extraño color podía tener un valor superior al nominal. Pocos meses después de que se introdujo el Penny Black, mucha gente, sobre todo de Londres, por lo que él había oído decir, gente que no tenía nada mejor que hacer con su tiempo, había empezado a coleccionar sellos de correos autoadhesivos y a colocarlos en unos libritos. Un sello impreso fuera de registro o con los números de control invertidos podía llegar a valer una o dos libras, así que una hoja entera…

»Pero Melville Brown era uno de esos seres humanos que abundan tan poco como los arcángeles: era un hombre honrado. Así pues, procedió de inmediato a telegrafiar al Tesoro Público y, en menos de una hora, salió de Paddington un mensajero ministerial con la misión de recuperar los sellos y llevarlos de vuelta a Londres.

»El gobierno tenía intenciones de destruir de inmediato los sellos defectuosos, cosa que se disponía a hacer con toda la solemnidad oficial de una misa pontifical de réquiem. Joshua Butters Bacon, sin embargo, propuso que los sellos se conservaran en los archivos de la imprenta, o incluso en el Museo Británico, para que las futuras generaciones pudieran estudiarlos.

»A la reina Victoria, sin embargo, que, como dicen los estadounidenses, tenía bastante de urraca, se le ocurrió otra idea. Pidió que le entregaran uno solo de aquellos sellos como recordatorio del día en que se había salvado de las balas de un asesino. Los demás sellos debían ser destruidos por el directivo de rango más alto de la compañía que los había impreso.

»¿Quién se atrevía a decirle que no a la reina? Por aquella época, con las tropas británicas a punto de invadir Beirut, el primer ministro, el vizconde Melbourne (de quien se decía que en otros tiempos había mantenido un idilio con su majestad), tenía otras cosas en que pensar. Así que se dio carpetazo al asunto.

»Y así fue cómo la única hoja de sellos Penny Black de color naranja quedó reducida a cenizas en una vinagrera, en el despacho del director ejecutivo de Perkins, Bacon & Petch. Pero antes de encender la cerilla, Joshua Butters Bacon había recortado con una precisión quirúrgica (te hablo de una época en que aún no se había introducido el dentado) dos ejemplares: de una esquina de la hoja recortó el sello marcado como «AA» para la reina y de la otra esquina, en el mayor de los secretos, recortó para sí el sello marcado como «TL».

»Esos dos sellos recibirían un día, en el mundo del coleccionismo, el nombre de Vengadores del Ulster, aunque durante muchos años antes de que se conocieran con ese nombre, su mera existencia fue un secreto de Estado.

»Años más tarde, cuando tras la muerte de Bacon retiraron su mesa, cayó al suelo un sobre que de alguna manera estaba oculto detrás de ella. Como seguramente ya habrás adivinado, el barrendero que lo encontró era Ringer, el abuelo del doctor Kissing. Muerto el anciano Bacon, pensó el hombre, ¿qué mal había en llevarle a su nietecito de tres años, para que jugara un rato, el vistoso sello de color naranja que descansaba dentro del sobre?

Noté cómo la sangre se me agolpaba en las mejillas y recé para que mi padre no se diera cuenta. ¿Cómo podía, sin empeorar aún más la situación, decirle que los dos Vengadores del Ulster, uno marcado como «AA» y el otro como «TL», estaban en ese preciso instante, metidos de cualquier manera, en el fondo de mi bolsillo?

Diecisiete

Una parte de mí ardía literalmente en deseos de sacar del bolsillo los dos sellos malditos y depositarlos en la mano de mi padre, pero le había dado mi palabra de honor al inspector Hewitt. No podía depositar en la mano de mi padre nada que hubiera sido robado, nada que pudiera incriminarlo aún más.

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