Daniel Silva - Juego De Espejos

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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no és de John Le Carré (algun dia escriuré la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, però aviso que no sortirà massa ben parat) i que està ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que serà per un lloc diferent del planificat.
El protagonista és el director del contra-espionatge anglès (si no ho recordo malament), un acadèmic convertit a espia si us plau per força com suggereix el títol original. Al bàndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambigüetats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges són traïdors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
És una novella d’acció continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informació que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informació parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores vénen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acció dels diferents personatges és coherent amb aquesta realitat.

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40

Londres

– ¡Vaya, a ver sí no es el hombre del momento! -exclamó Boothby en tono eufórico, al tiempo que abría la portezuela trasera del Humber-. Sube, Alfred, antes de que te quedes hecho un carámbano ahí fuera. Acabo de informar a la Comisión Veinte. No hace falta decir que están estremecidos de emoción. Me han rogado que te transmita sus parabienes. De modo que, ¡enhorabuena, Alfred!

– Gracias, supongo -dijo Vicary, mientras pensaba: «¿Cuándo llegará la hora de que sea yo quien informe a la Comisión Veinte?».

Apenas eran las siete de la mañana: lluvioso e infernalmente frío, Londres aparecía velado bajo la deslustrada media luz del amanecer invernal. El automóvil se separó de la acera y se alejó por la silenciosa y rielante calle. Vicary se dejó caer pesadamente en el asiento, echó la cabeza hacia atrás y cerró los párpados, aunque sólo unos segundos. Estaba más que exhausto. El cansancio parecía darle tirones de las piernas. Le oprimía el pecho como si fuera el ganador de un combate de lucha escolar, le apretaba la cabeza como un torno.No había vuelto a pegar ojo, desde que oyó a Catherine Blake fotografiar los documentos de Timbal . ¿Qué era lo que le mantenía despierto, la emocionada satisfacción de habérsela dado con queso al enemigo o la repugnancia que le producía la forma en que lo hizo?

Vicary abrió los ojos. Se dirigían al este, cruzaron la desolación georgiana de Belgravia, llegaron a Hyde Park Corner y siguieron por Park Lane, hacia Bayswater Road. Las calles estaban desiertas, algún que otro taxi aquí y allá, un camión o dos, peatones solitarios que se apresuraban por las aceras como asustados supervivientes de una epidemia.

Vicary volvió a cerrar los ojos.

– De cualquier modo, ¿a qué viene todo esto? -preguntó.

– ¿Recuerdas que te dije que la Comisión Veinte estaba considerando la conveniencia de utilizar nuestras otras bazas para respaldar la credibilidad de Timbal en Berlín?

– Lo recuerdo -dijo Vicary. También recordaba que le dejó atónito la rapidez con que se había adoptado la decisión. Era notoria la tendencia de la Comisión Veinte a la guerra burocrática. La Comisión Veinte tenía que aprobar todos y cada uno de los mensajes de Doble Cruz, antes de que se pudiera enviarlos a los alemanes mediante los espías enemigos convertidos en agentes dobles. A veces, Vicary tenía que esperar varios días para que la Comisión aprobara mensajes de Doble Cruz para su red de Becker. ¿Por qué actuaron con tanta celeridad en aquella circunstancia?

Estaba excesivamente cansado para estrujarse el cerebro en busca de posibles respuestas. Cerró los ojos de nuevo.

– ¿A dónde vamos?

– A Londres Este. A Hoxton, para ser precisos.

Vicary entreabrió los párpados una fracción de centímetro, luego los volvió a cerrar.

– Si vamos a Londres Este, ¿cómo es que marchamos en dirección oeste por Bayswater Road?

– Para asegurarme de que no nos siguen miembros de algún otro servicio, amistoso u hostil.

– ¿Quién va a seguirnos, sir Basil, los norteamericanos?

– La verdad, Alfred, es que me preocupan más los rusos.

Vicary levantó la cabeza y se revolvió en el asiento para ponerse de cara a Boothby, antes de dejarla caer otra vez sobre el respaldo del asiento de cuero.

– Le rogaría me explicase bien ese comentario, pero estoy demasiado muerto de cansancio.

– Dentro de unos minutos, todo te quedará claro.

– ¿Hay café allí a donde vamos?

Boothby rió entre dientes.

– Sí, te lo garantizo.

– Bueno. ¿Verdad que no le importa que aproveche la oportunidad para concederme unos minutos de sueño?

Antes de que la respuesta de Boothby llegase a su cerebro, a través del oído, Vicary ya estaba dormido.

El automóvil se detuvo con una sacudida. Flotando en las nubes de su ligero sueño, Vicary notó que su cabeza caía hacia adelante, para retroceder luego bruscamente. Oyó el chasquido metálico que produjo el tirador de la portezuela al ceder y sintió el ramalazo de aire frío que le abofeteó la cara. Se despertó de golpe. Miró a su izquierda y pareció sorprenderse al ver a Boothby sentado allí. Consultó su reloj de pulsera.

Santo cielo, casi las ocho… Habían estado una hora dando vueltas por las calles de Londres. Le dolía el cuello a causa de la incómoda postura en que durmió, derrumbado en el asiento, con la barbilla caída contra la parte superior de la caja torácica. La cabeza era una continuidad de punzadas anhelantes de cafeína y nicotina. Se agarró al apoyabrazos para incorporarse y quedar sentado. Miró por la ventanilla: Londres Este, Hoxton, y un feo edificio victoriano que parecía una fábrica venida a menos. La hilera de casas de la otra acera había sufrido las consecuencias del bombardeo -un edificio aquí, un montón de escombros allá, a continuación una casa, después más ruinas-; era como una boca mellada, putrefactos los dientes que sobrevivían.

Oyó decir a Boothby:

– Despierta, Alfred, ya hemos llegado. ¿En qué diablos soñabas?

De Vicary se apoderó de pronto un acceso de timidez. ¿Qué había soñado? ¿Habló en sueños? No había soñado con Francia desde -¿desde cuándo?-, desde que acorralaron a Catherine Blake. Se preguntó si habría soñado con Helen. Al apearse del automóvil se abatió sobre él una oleada de cansancio y tuvo que conservar el equilibrio apoyando una mano en el guardabarros trasero. Boothby no pareció darse cuenta, porque, de pie en la acera, le miraba ceñudo e impaciente, al tiempo que hacía tintinear la calderilla del bolsillo. La lluvia empezó entonces a arreciar. El devastado paisaje acentuaba la frialdad atmosférica. Vicary se reunió con Boothby en la acera, aspiró a fondo el crudo y húmedo aire e inmediatamente se sintió mejor.

Boothby le hizo franquear la entrada de la fachada del edificio y entrar en el portal. Debían de haber convertido el inmueble en casa de pisos puesto que en una pared se veían varios buzones metálicos. Al fondo del portal, frente a la puerta, había una escalera. Vicary dejó que la puerta se cerrara y la oscuridad los envolvió. Alargó el brazo y tanteó en busca de un interruptor… Había visto uno en alguna parte, por allí. Lo encontró y lo accionó. Nada.

– Aquí se toman el oscurecimiento más en serio que nosotros, allá en el oeste -comentó Boothby.

Vicary se sacó del bolsillo de la gabardina una linterna sorda. Se la tendió a Boothby y éste encabezó la marcha por la escalera de madera.

Vicary casi no distinguía nada, sólo la silueta de la amplia espalda de Boothby y el tenue rayo de lánguida claridad que proyectaba la débil linterna. Igual que ocurre con un ciego, los demás sentidos activaron súbitamente una nueva agudeza. Se esforzó en pasar por alto los asqueantes olores: orina, cerveza rancia, desinfectante, huevos pasados fritos con grasa vieja. Luego los sonidos: un padre pegando a su hijo, una pareja peleándose, otra copulando ruidosamente. De un punto indeterminado le llegaron las notas de un órgano y un coro de voces masculinas. Se preguntó si habría alguna iglesia cerca, después se percató de que se trataba nada más de la BBC. Sólo entonces se dio cuenta de que era domingo. Timbal y la persecución de Catherine Blake le habían arrebatado la noción de los días de la semana.

Llegaron al rellano del último piso. Boothby dirigió el foco de la linterna a lo largo del pasillo. La luz se reflejó en los ojos de un gato esquelético. El animal les soltó un bufido rabioso y se escabulló. Boothby se guió por el sonido del servicio religioso. Se había interrumpido el canto y la congregación recitaba el Padrenuestro. Boothby tenía llave. La introdujo en la cerradura y apagó la linterna antes de entrar.

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