– La verdad es que tengo planes para la noche.
– ¿Grace Clarendon?
– Me propuso cenar con ella. Pensé en sacarle partido a la oportunidad. No creo que tenga mucho tiempo libre en las próximas semanas.
Vicary se puso en pie y se sirvió otra taza de té.
– Harry, no quiero aprovecharme de tus relaciones con Grace, pero me pregunto si podría hacerme un favor. Me gustaría que echase un vistazo a un par de nombres del Registro, a ver qué surge.
– Se lo preguntaré. ¿Qué nombres son esos?
Vicary cruzó la estancia con su taza de té en la mano y se situó frente al fuego, junto a Harry.
– Peter Jordan, Walker Hardegen y alguien o algo llamado Broome.
A Grace no le gustaba comer antes de hacer el amor. Mas tarde, Harry estaba tendido en la cama, fumando un cigarrillo y escuchando a Glenn Millar en el gramófomo y los ruidos que producía Grace mientras preparaba la cena en la pequeña cocina. La mujer volvió al dormitorio diez minutos después. Se cubría con una bata, atada sin apretar en torno al delgado talle, y llevaba una bandeja con la cena: sopa y pan. Harry se sentó, reclinado contra el cabecero, y Grace se apoyó en la tabla de los pies de la cama. La bandeja quedaba entre ellos. Grace le tendió un cuenco de sopa. Era casi medianoche y ambos tenían hambre. A Harry le encantaba contemplarla. El modo en que parecía disfrutar de aquella comida sencilla. El modo en que la bata se abría para revelar su cuerpo tenso, perfecto.
Grace se percató de que la estaba mirando y preguntó:
– ¿En qué piensas, Harry Dalton?
– Pensaba en lo mucho que deseo que esto no acabe nunca. Pensaba en lo mucho que deseo que todas las noches de mi vida sean como ésta.
La expresión de Grace se tornó grave; era absolutamente incapaz de disimular sus emociones. Cuando era feliz, su rostro parecía iluminarse. Cuando se enfurecía, sus ojos verdes fulguraban. Y cuando estaba triste, como en aquel momento, su cuerpo se ponía rígido.
– No debes decir cosas como esas, Harry. Va contra las reglas.
– Sé que va contra las reglas, pero es la verdad.
– A veces es mejor guardarse la verdad para uno mismo. Si no la expresas en voz alta, no hace tanto daño.
– Grace, creo que estoy enamorado…
Ella dejó caer la cuchara ruidosamente contra la bandeja.
– ¡Por Dios, Harry! ¡No digas eso! Te las arreglas para que esto sea condenadamente duro. Primero dices que no puedes verme más porque te sientes culpable y ahora me vienes con que estás enamorado de mí.
– Lo siento, Grace. No es más que la verdad. Creía que siempre podíamos decirnos la verdad el uno al otro.
– Está bien, aquí tienes la verdad. Estoy casada con un hombre maravilloso, que me importa mucho y al que no deseo hacer daño.Pero me he enamorado perdidamente de un detective convertido en cazador de espías llamado Harry Dalton. Y cuando esta maldita guerra acabe, tengo que renunciar a él. Y eso duele como el infierno cada vez que me pongo a pensar en ello. -Se le llenaron los ojosde lágrimas-. Y ahora, cállate, Harry, y tómate la sopa. Por favor. Hablemos de otra cosa. Me he pasado todo el día en ese insípido Registro con Jago y su miserable pipa. Quiero saber qué está pasando en el resto del mundo.
– Muy bien. Tengo un favor que pedirte.
– ¿Qué clase de favor?
– Un favor profesional.
Grace le dirigió una sonrisa pérfida.
– Maldita sea. Confiaba en que fuese un favor sexual.
– Necesito que busques un par de nombres en el índice del Registro. Mira a ver si sale algo.
– Claro, ¿qué nombres son?
Harry se lo dijo.
– Bueno. Veré lo que encuentro.
Acabó la sopa, se echó hacia atrás y observó a Harry mientras concluía también su ración. Cuando el hombre acabó, Grace recogió la loza y los cubiertos en la bandeja y depositó ésta en el suelo, al lado de la cama. Apagó la luz y encendió una vela en la mesita de noche. Se quitó la bata y le hizo el amor a Harry como nunca se lo había hecho antes: lenta, pacientemente, como si el cuerpo del hombre estuviese fabricado de cristal. Los ojos de Grace no se apartaron un segundo del rostro de Harry. Cuando terminó, Grace se dejó caer hacia adelante sobre el pecho de Harry, inerte y húmedo el cuerpo, y el cálido aliento de su respiración contra la nuca del hombre.
– Querías la verdad, Harry. Esta es la verdad.
– Tengo que ser sincero contigo, Grace. No dolió nada.
Empezó pasados unos minutos de las diez de la mañana siguiente, cuando Peter Jordan, de pie en la biblioteca del primer piso de la casa de Vicary en la calle West Halkin, marcó el número del piso de Catherine Blake. Durante una larga temporada la grabación de aquel diálogo de un minuto gozó del honor de ser la más escuchada de cuantas conversaciones telefónicas había interceptado en toda su historia el Servicio de Seguridad Imperial. El propio Vicary escucharía un centenar de veces aquella maldita plática, buscando defectos como un maestro joyero examina un diamante en busca de imperfecciones. Boothhy hizo lo mismo. Una copia de la grabación se envió por medió de un correo motorizado a la calle St. James, y durante una hora brilló la luz roja encima de la puerta del despacho de sir Basil, mientras éste escuchaba la grabación una y otra vez.
La primera vez, Vicary sólo oyó a Jordan. A unos metros del estadounidense, le daba cortésmente la espalda, mientras miraba el fuego.
– Escucha, lamento no haber tenido ocasión de llamarte antes. He estado atareadísimo. Pasé fuera de la ciudad un día más de lo que había previsto y allí no tenía modo alguno de llamar.
Silencio, mientras ella le dice que no tiene por qué disculparse.
– Te he echado mucho de menos. No he dejado un momento depensar en ti durante todo el tiempo que he estado ausente.
Silencio, mientras ella le dice que también le echa de menos terriblemente y que no ve el momento de volver a estar con él.
– También yo estoy deseando verte. La verdad es que te llamo precisamente por eso. He reservado una mesa para nosotros dos en el Mirabelle. Espero que no tengas ningún compromiso para almorzar.
Silencio, mientras ella le dice que le parece maravilloso.
– Estupendo. Nos encontraremos allí a la una.
Silencio, mientras ella le dice cuánto le adora.
– Yo también te quiero, tesoro.
Jordan estaba tranquilo cuando la llamada acabó. Al observarle, Vicary se acordó de Karl Becker y del mal talante que se apoderaba de él cada vez que Vicary le obligaba a enviar un mensaje de Doble Cruz. Mataron el resto de la mañana jugando al ajedrez. Jordan basaba su partida en un juego de precisión matemática; Vicary, iba por la vía del engaño y el subterfugio. Mientras jugaban, de la planta baja ascendía el ruido de las bromas de los vigilantes y el tableteo de las mecanógrafas en la sala de operaciones. Jordan cobró tal ventaja que, ante la inminente y lamentable derrota, Vicary abandonó.
A mediodía, Jordan fue a su habitación y se puso el uniforme. A las 12.15, salió por la puerta trasera de la casa y subió a la parte posterior de una furgoneta del departamento. Vicary y Hany ocuparon sus puestos en la sala de operaciones, mientras trasladaban a Jordan por Park Lane, a toda máquina, como si se tratara de un prisionero de alta peligrosidad. Lo condujeron a través de una puerta trasera, aislada, de la sede de la JSFEA en la calle de Blackburn. Durante los siguientes seis minutos, ningún miembro del equipo de Vicary lo vio.
Jordan salió a las 12.35 por la puerta frontal de la Jefatura Superior de la Fuerza Expedicionaria Aliada. Cruzó la plaza, con una cartera encadenada a la muñeca, y desapareció al franquear otra puerta. Esa vez su ausencia duró diez minutos. Cuando reapareció,ya no llevaba la cartera. Desde la plaza de Grosvenor se dirigió a pie a la calle South Audley y de ésta pasó a la calle Curzon. Durante el paseo le siguieron tres de los mejores vigilantes del departamento: Clive Roach, Tony Blair y Leonard Reeves. Ninguno de ellos percibió indicio alguno de que Jordan estuviese sometido a vigilancia por parte del enemigo.
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