Detente pronto, preciosa Tania.
– Se dirige a la casita -informó Jamie cuando Nicholas des-colgó el teléfono del coche-. Quizá no sea nada.
Pero seguro que pasaba algo.
Si Nell se dirigía a la casita, era porque Maritz debía es-tar allí.
O llegaría pronto.
Mierda.
– ¿Quieres que vaya directamente hacia allí? -preguntó Jamie.
«Sí. Ve, rápido, detenla, sálvala.»
– ¿Nick?
Nicholas respiró profundamente.
– No, aparca en la falda de la colina y espérame.
* * *
19.55 HORAS
Todo estaba oscuro cuando Nell condujo el coche hasta la parte de atrás de la casita.
Ni una sola luz. Ni otro coche.
Esta vez, no llegaba tarde.
Salió del auto y se dirigió a toda prisa hacia la puerta principal. La abrió, dejó su pistola en el suelo, junto a la en-trada y encendió la luz del porche. Había luna llena, pero Nell quería jugar con todas las ventajas. Se acercó hasta el borde del acantilado y miró hacia abajo, a las olas que rom-pían contra las rocas. Respiró profundamente varias veces y sacudió los hombros para relajar los músculos.
Había imaginado que estaría nerviosa, asustada o furio-sa. En lugar de eso, tenía una sensación de inevitabilidad, de total decisión y calma.
Maritz estaba al llegar. Aquello era para lo que ella se había preparado, en cuerpo y mente.
Se tensó al ver el haz de luz de los faros de un coche que se acercaba por la carretera.
No supo con toda certeza que se trataba de Tania hasta que estuvo tan sólo a unos cien metros.
El pequeño descapotable rojo se detuvo frente a la puer-ta principal, y Tania se bajó de él.
– ¿Te ha seguido? -preguntó Nell.
Tania echó una mirada por encima del hombro.
– Ahí le tienes.
Un coche se acercaba lentamente, casi con pereza.
– Entra en la casita. La puerta está abierta.
Tania dudó un momento:
– No quiero dejarte sola. ¿Llevas pistola?
– Está en la entrada.
– ¿Y se puede saber de qué va a servirte ahí?
– Si no puedo detenerle, irá por ti.
– Por el amor de Dios, coge la pistola.
Nell sacudió la cabeza.
– Dispararle sería demasiado rápido. Él hizo sufrir mucho a Jill. Quiero hacerle daño. Quiero que sepa que va a morir.
Tania se dirigió a la puerta, cogió la pistola y se la ofre-ció a Nell:
– Cógela. O no entro.
Nell asió el arma. No había tiempo para discusiones. Los faros del coche estaban ya a sólo unos metros.
– Date prisa, Tania.
Tania corrió hacia la casa.
Casi al instante, una potente luz bañó a Nell.
El coche se detuvo justo delante de ella. Un hombre bajó de él y preguntó desde la portezuela, aún abierta:
– ¿Dónde está Tania?
Maritz. Las sombras protegían su rostro, pero Nell no había olvidado aquella voz. La misma que resonaba en sus pesadillas.
– Tania está dentro. Y no vas a hacerle nada.
Maritz se acercó a ella, recorriéndola con los ojos, desde las zapatillas de deporte blancas y los pantalones téjanos, hasta la pistola.
– ¿Ha llamado a la policía? Me decepciona.
– No soy policía. Ya me conoces, Maritz.
Él observó aquel rostro detenidamente.
– No sé quién… ¿Calder? ¿La señora Calder?
– Sabía que sólo hacía falta aguijonear un poco tu curio-sidad.
– Lieber hizo un trabajo espléndido. Debería usted dar-me las gracias.
La invadió una fuerte oleada de rabia.
– ¿Darte las gracias? ¿Por asesinar a mi hija?
– Había olvidado lo de la cría.
No mentía. Había significado tan poco para él, que ya no recordaba haber matado a Jill.
Maritz dio otro paso hacia ella.
– Pero ahora lo recuerdo. Lloraba, gritaba, intentaba ir hacia el balcón.
– Cállate.
– Me había visto en las grutas. Le dije a Gardeaux que te-mía que me pudiera reconocer. Pero no era cierto. Matar a un niña es algo muy especial. Son suaves, y su miedo es tan auténtico… Casi puedes tocarlo.
A Nell le temblaba la mano con que sujetaba la pistola. Sabía que era lo que él quería, pero Maritz estaba realmente destruyendo su serenidad, matándola con palabras.
– Le clavé el cuchillo una vez, pero no fue suficiente. Era tan…
Se abalanzó hacia ella, hizo saltar el arma por los aires y la golpeó en la mejilla con el dorso de la mano.
Nell cayó al suelo.
Él ya estaba sobre ella, mirándola maliciosamente.
– ¿No quieres saber cómo gritaba mientras yo…?
Ella le soltó un puñetazo en la boca. Luego, rodó hacia un lado, librándose de él.
Un rayo de luna se reflejó en el filo del cuchillo que Ma-ritz llevaba ya en la mano.
El cuchillo. Nell se puso en pie de un salto y lo esquivó. Los recuerdos se agolpaban en su mente.
Medas. Nadie puede ayudarme. No me hagas daño. No le hagas daño a Jill. ¿Por qué no se detiene?
– No puedes detenerme. -Maritz avanzaba hacia ella-. No pudiste hacerlo entonces. No podrás hacerlo ahora.
Es el espantapájaros.
Sigue y sigue. No puedes detenerle.
– Vamos -murmuró Maritz-, ¿no quieres que te expli-que más detalles sobre cómo la acuchillé? ¿Cuántas cuchi-lladas necesité?
– No -repuso ella, con un hilo de voz.
– No tienes valor. Eres la misma mujercita llorona. Con otro aspecto, pero eres la misma. No tardaré nada en acabar contigo y encargarme de Tania.
Aquellas palabras fueron como un cubo de agua helada para ella. Ahora, la víctima sería Tania. No Jill. Ya no esta-ban en Medas, y ella ya no era la misma mujer.
– No harás nada de eso.
Giró sobre sí misma y le lanzó una patada en el estómago. Maritz soltó un gemido y se dobló en dos. Pero antes de que ella pudiera atacarle de nuevo, se repuso y se alejó de un salto.
Nell avanzó hacia él.
– No vas a matar a Tania. Nunca más volverás a matar a nadie.
– Adelante -sonrió él-. Luchemos.
Otra patada, esta vez en el brazo, y el cuchillo voló por los aires.
Maritz masculló algo y se agachó para recuperarlo.
Ella corrió hacia él.
Él ya estaba de nuevo en pie, blandiendo el arma con una precisión aterradora.
Nell sintió un dolor insoportable en el hombro…
Ahí estaba Maritz, acorralándola, sonriente.
Ella lo esquivó, intentando sobreponerse al intenso dolor.
Nell estaba junto al borde del acantilado, y Maritz se-guía avanzando hacia ella. Las olas del mar rompían con fuerza contra las rocas, justo allí abajo.
Medas.
No, nunca más.
Le esperó.
– ¿Estás preparada? -susurró él-. Ya llega, ya está aquí. ¿Oyes cómo te llama?
La muerte. Hablaba de la muerte.
– Desde luego. Estoy preparada.
Maritz se abalanzó sobre ella. Nell se hizo a un lado y le retorció el brazo, obligándole a soltar el cuchillo.
Con todas sus fuerzas, le asestó un golpe directo en la nariz, rompiéndole los huesos, cuyos fragmentos salieron disparados hacia el cerebro.
Maritz se tambaleó y se desplomó de espaldas, precipi-cio abajo.
Ella se acercó al borde y miró las olas pasando por enci-ma de aquel cuerpo destrozado.
Abajo, abajo, abajo vamos…
* * *
Se dejó caer de rodillas sobre el suelo.
Ya acabó todo, Jill. Ya está, cariño.
– Nell.
Era Nicholas. Lo reconoció al instante, aún aturdida.
– Está muerto, Nicholas.
Él la abrazó.
– Lo sé. Lo he visto todo.
– Por un momento he pensado que no podría… -le miró a los ojos-. ¿Lo has visto?
A Nicholas le temblaba la voz.
– Y no quiero volver a pasar por algo igual nunca más.
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