Nicholas sacó un pañuelo del bolsillo y, con mucho cui-dado, se quitó el anillo de sello que llevaba en el dedo.
– Una versión moderna de los anillos envenenados del Renacimiento. Pensé que sería lo indicado, ya que Gardeaux está tan interesado en todo lo que concierne a esa época. -Envolvió el anillo con el pañuelo y ató las cuatro puntas antes de depositar el hatillo en el cenicero del coche-. Cuan-do recibe un impacto, la inicial grabada en el centro se hun-de ligeramente y permite que el veneno fluya.
Nell sintió un escalofrío ante la idea de que Nicholas había llevado el anillo puesto durante toda la pelea contra los hombres de Gardeaux.
– He ido con mucho cuidado. -Nicholas la miraba; le es-taba leyendo el pensamiento.
– Has tenido mucha suerte -repuso ella-. ¿Y dónde con-seguiste el colono?
– Donde Gardeaux consiguió el suyo. Medellín. A través de Paloma y Juárez.
Paloma y Juárez. Los socios de Sandéquez en el tráfico de drogas.
– ¿Te proporcionaron veneno para matar a uno de los suyos?
– No fue así de fácil. Pasé dos semanas en Medellín, im-paciente, esperando que tomaran una decisión. Pero, de he-cho, el asunto podría haber tenido un final totalmente dis-tinto. Y he tenido que esperar hasta el último momento para saber el desenlace. -Se reclinó, cansado, apoyando la cabeza contra el respaldo del asiento-. Todas las cartas estaban des-cubiertas y yo tenía que hacer una jugada maestra. Pensé que la muerte de Sandéquez podría ser la clave. Así que fui a París y presioné a Pardeau. Él tenía un documento regis-trado del dinero de la recompensa que había pasado del De-partamento Antidrogas de Colombia a manos de Gardeaux. Le dije que me iba a Medellín y que podía escoger entre preocuparse por Gardeaux o por los traficantes de drogas de todo el país. Dejó que me llevara los libros.
– Y tú se los pasaste a Paloma y Juárez para probarles que Gardeaux había asesinado a Sandéquez.
– Y no les gustó. Para ellos, la fidelidad lo es todo. Es su garantía de supervivencia. Si Gardeaux había matado a San-déquez, ¿quién podía asegurar que no pondría en peligro toda la estructura de la organización quitando de en medio a alguno más? Por otro lado, no es una buena política ad-mitir que hay una fractura entre jefes, y Gardeaux les era muy útil. Podrían haber considerado que valía la pena co-rrer el riesgo que representaba seguir manteniéndole en su puesto.
– Pero ¿decidieron que era mejor no correrlo?
– Les dije que me encargaría de todo, que ellos no ten-drían que hacer nada. Si alguien de fuera mataba a Gardeaux, eso solucionaría su primer problema. Dos semanas después, me dijeron que habían decidido contar conmigo. Gardeaux les había encargado una nueva provisión de coloño y ellos iban a encargarse de sustituir el veneno por otro líquido inofensivo. Me dieron el anillo envenenado, me desearon suerte y me mandaron de vuelta.
– ¿Y por qué no me lo dijiste? -preguntó Nell, resentida.
– Porque podía no ser verdad. Existía la posibilidad de que me hubieran enviado a Bellevigne con una sentencia de muerte, de que no hubieran cambiado el veneno por sue-ro. De que no hubiera colono en el anillo. O de que sí lo hu-biera, pero también en la espada de Pietro. Con eso, se ha-brían librado de ambos. Había demasiadas variantes.
– ¿Y por qué me mandaste esconder la pistola si tenías el anillo?
– Era un seguro de vida. Sabía que sus hombres no deja-rían que me acercase a Gardeaux. Por eso quería que corta-ras la luz. Pensaba actuar justo entonces.
Pero ella no pudo darle esa oportunidad.
– No llegué a tiempo.
– Aun así, me hice con la pistola. Me sirvió para que Gardeaux se me acercara. -Sacudió la cabeza-. Casi no lo consigo.
– Sólo casi -intervino Jamie-. Y ahora, ¿qué? ¿Gardeaux irá por ti?
– Dentro de las próximas veinticuatro horas dejará de preocuparle otra cosa que no sea él mismo.
– ¿Hacia dónde vamos? ¿A la casita?
– No -se apresuró a decir Nell-. No quiero ir allí. Pre-fiero que me llevéis a París.
Nicholas asintió.
– Sí, Jamie. Además, quiero que te lleves a Pardeau de París un par de días, hasta que estemos seguros de que nos hemos librado de Gardeaux. Prometí protegerle.
– ¡Cómo no! Por supuesto: protejamos a todos los ani-males e idiotas que nos rodean -exclamó Nell.
Jamie le dirigió una mirada de advertencia y puso el mo-tor en marcha.
– ¿Deduzco que tengo un problema grave? -inquirió Nicholas, con voz profunda.
Nell no contestó.
É1 cerró los ojos.
– En este caso, supongo que es mejor que descanse y re-ponga energías. Despertadme cuando lleguemos a París.
* * *
Nell cerró la puerta de golpe cuando entraron en el aparta-mento.
– Métete en la cama. Iré a la farmacia y te traeré lo que te han recetado.
– No es necesario.
– Sí lo es. ¿O es que no me crees capaz de eso, tampoco?
– Ya empezamos -suspiró Nicholas.
– Deberías haber dejado que te ayudara.
– Dejé que me ayudaras.
– Podrías haberme dicho lo del coloño. Podrías haberme contado todo el asunto.
– Sí, podría haberlo hecho.
– Pero dejaste que yo creyera que las cosas eran de una manera, mientras tú… -Se detuvo y, con voz cansada, aña-dió-: Quizá tenías razón. Ni siquiera he sido capaz de hacer lo que me habías pedido. Casi te matan por mi culpa.
– Has hecho todo lo posible.
– No es suficiente. Debería haberme librado de Kabler más rápidamente. Debería haber estado donde tenía que es-tar y cortar la luz. -Las lágrimas inundaban sus mejillas-. Te he fallado, maldita sea.
– Tú nunca me has fallado. Pero no eres superwoman. Las cosas van como van -le espetó él. Cruzó la habitación y la agarró por los hombros-. Y la razón por la que no te pedí que me ayudaras con lo del coloño fue porque no que-ría que tuvieras nada que ver con toda esa porquería. Vi lo que le hizo a Terence. No podía soportar la sola idea de que te acercaras a un peligro de ese calibre.
– Y preferiste correr el nesgo tú sólito. ¿Cómo te crees que me he sentido cuando me has dicho que tu herida era…?
– ¿Cómo te has sentido, Nell?
– Lo sabes perfectamente.
– Quiero que me lo digas tú. Por una vez, dímelo, Nell.
– Me he sentido culpable, asustada y…
– No querías perderme.
– De acuerdo, no quería perderte.
– ¿Por qué?
– Porque me he acostumbrado a ti, porque eres…
– ¿Por qué?
– Porque te quiero, maldita sea. -Hundió la cara en el pecho de Tanek-. Y duele. No quería que esto sucediera. Y no debería haber pasado. He luchado con todas mis fuerzas. Eres la última persona que… Tú y tu maldita testarudez. Morirás. Como murió Jill. Y no puedo soportar la idea de volver a pasar por lo mismo.
– Todos morimos. No puedo prometerte que viviré eter-namente. -La abrazó con fuerza-. Pero sí te prometo que te querré mientras viva.
– Eso no basta. No quiero. ¿Me oyes? -Lo rechazó-. Vamos, vete a la cama, no quiero seguir mirándote. Voy a buscar la receta. -Cogió su bolso de encima de la mesa y se dirigió hacia la puerta-. Y todo eso no significa absoluta-mente nada. No voy a permitir que… Ya se me pasará.
– No lo creas. -Tanek sonrió-. Lo mejor que podemos hacer es aceptarlo y asumir las consecuencias.
Ella se fue dando un portazo y, una vez fuera, se detuvo para enjugarse las lágrimas con el dorso de la mano. ¿Acep-tarlo? No podía. Había creído morir ante la visión de la herida de Nicholas, ante la posibilidad de que muriese. El do-lor que casi la había destruido al saber que Jill estaba muerta había vuelto a devorarla, a aniquilarla. No podía pasar por aquello otra vez.
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