Nell se sintió más relajada y también le sonrió.
– No me separaré de ella ni medio minuto.
– Quizá no sea necesario que la vigiles tan de cerca… -Tanek tomó la taza de café de entre las manos de ella y la dejó junto a la chimenea-. Podría ser molesto que entorpeciera la acción. -Lentamente, atrajo a Nell hacia sus brazos. Susurró-: ¿De acuerdo?
Totalmente de acuerdo. Pasión. Bienestar. Sensación de estar en casa. Nell le devolvió el abrazo.
– De acuerdo.
– Está resultando muy fácil. Quizá debería irme más a menudo. -La besó-. ¿O es tan sólo que le ofreces consuelo y cariño a un pobre guerrero antes de la batalla?
– Cállate -susurró ella-. Yo también voy al campo de batalla. -Nell necesitaba aquello. Le necesitaba a él. Se echó hacia atrás y empezó a desabrocharse los botones de su blu-sa-. Creo que eres tú el que debería proporcionar consuelo.
– Pero aquí no. -La ayudó a ponerse en pie-. ¿Dónde está tu habitación? Me niego a ser seducido junto a un cam-ping-gas. No hacemos acampada.
Tanek se estaba vistiendo. Parecía tan sólo una sombra bo-rrosa y pálida, a la luz grisácea de antes del amanecer que llenaba la habitación.
– Ve con cuidado -susurró Nell.
– No quería despertarte. -Se sentó en la cama. Hubo un silencio-. ¿Por qué, Nell?
Ella le cogió la mano.
– Ya te lo dije, necesitaba consuelo y cariño.
– Anoche diste más de lo que recibiste. ¿Dónde está toda aquella rabia?
– No lo sé. Sólo sé que te he echado de menos. Ahora mismo no puedo pensar con demasiada claridad.
– Bueno, todavía tienes la cabeza llena de arena. -Le aca-rició suavemente los cabellos-. Pero quizás estés pensando con más claridad de la que crees. A veces, es mejor fiarse del instinto. -Sonrió-. En este caso, concretamente, fue incom-parablemente mejor.
Nell asió con fuerza la mano de Tanek.
– No es un buen plan, Nicholas. Hay demasiadas cosas que pueden salir mal.
– Jamás tendremos un plan o una ocasión mejor. -Y aña-dió, en tono cansado-: Estoy harto, hastiado de todo este asunto. Me pone enfermo que esa escoria de Gardeaux viva tan tranquilo y como un gato gordo y mimado en su casti-llo. Estoy harto de pensar en Terence y en lo inútil que fue su muerte. Estoy harto de preocuparme por ti. Quiero acabar el trabajo e irme a mi casa. -La besó en la frente-. Por última vez, Nell, ¿merece la pena todo esto?
– Vaya momento para preguntármelo. Ya sabes la res-puesta.
– De todos modos, te lo pregunto.
– Me estás ofreciendo una salida. No la quiero. -Buscó su mirada-. Mataron a mi hija, deliberadamente, con cruel-dad. Le quitaron la vida como si no tuviera ningún valor y su muerte ha quedado impune. Y seguirán haciendo daño a gente inocente mientras… -Se detuvo-. No, no lo hago para evitar que hagan sufrir a otra gente. No soy tan altruista. Lo hago por Jill. Todo lo hago por Jill.
– Bien. Esa era la respuesta que esperaba oír. Pero si ves que algo empieza a fallar, déjalo todo y corre. ¿Me oyes?
– Sí.
– Pero no te convence. Te lo diré en otras palabras: si te matan en Bellevigne, Gardeaux y Maritz seguirán vivos y nadie pagará jamás por la muerte de Jill.
Nell sintió una sacudida de dolor.
– Sabía que esto sí haría mella en ti. -Se levantó y se diri-gió hacia la puerta-. A las once cuarenta y cinco. No llegues tarde.
NOCHEVIEJA, 22.35 HORAS
Gardeaux parecía un afable político, educado, maduro, muy elegante con aquel traje renacentista verde y dorado. Son-reía cortésmente a su esposa, ignorando la horda de perso-nalidades influyentes que los rodeaba. Encantador.
Por su aspecto, Nell no podría haber adivinado jamás que su querida estaba justo al otro lado del salón… o que era un asesino de niños.
– ¿Qué estás mirando? -susurró madame Dumoit al pa-sar junto a ella-. No te hemos traído aquí para que te que-des en un rincón con cara de susto. Paséate. Luce el vestido de Jacques.
– Lo siento, madame.
Nell dejó la copa de vino sobre la bandeja del primer ca-marero que vio y se dirigió hacia la multitud. Con aquel ves-tido renacentista, quedaba perfectamente camuflada entre toda aquella gente disfrazada. Y había tanta, que podía desa-parecer en segundos y volver a ocultarse entre las sombras. Veinticinco minutos más, y Nicholas haría acto de presencia.
Hacía demasiado calor en aquel salón, y la música era ensordecedora.
Ahí seguía Gardeaux. Ahí seguía el asesino de niños. ¿Cómo era capaz de sonreír de aquella manera si tenía la in-tención de matar a Nicholas dentro de una hora?
Cielos, estaba asustada.
Gardeaux se volvió, con la mano extendida y una amplia sonrisa de bienvenida iluminándole la cara.
Un hombre se le acercaba. Un hombre bajito, que pare-cía estar un tanto incómodo metido en un esmoquin.
Nell se quedó helada.
¿Kabler?
Kabler también sonreía. Encajó la mano de Gardeaux, saludándolo. Le dijo algo en tono alegre antes de darle unos amistosos golpecitos en la espalda.
No podía ser Kabler. Kabler le odiaba. Kabler jamás es-taría allí.
Sí estaba allí, y trataba a Gardeaux como si fuera su me-jor amigo.
Pero era policía. Debía de estar allí bajo otra identidad… o por alguna razón.
Nell se acercó disimuladamente al grupo, con la mirada fija en aquellos dos hombres.
Gardeaux le presentó a su esposa. Su buen amigo, Joe Kabler, jefe del Departamento Antidroga, en Norteamérica.
Sabía quién era Kabler. Kabler, su buen amigo.
El dinero podía comprar a casi todo el mundo, le había dicho Nicholas.
Nell no hubiera imaginado nunca que también pudiera comprar a Kabler.
A continuación, sonrió a la esposa de Gardeaux y co-mentó algo sobre una fiesta tan exquisita y lo amables que habían sido al invitarle. Su mirada se paseó por el salón. Sin duda, era uno de ellos.
¡Y podía reconocerla!
El corazón le dio un vuelco. ¿Qué es lo que estaba ha-ciendo, allí, paralizada? Rápidamente, se alejó de ellos y se dirigió hacia la salida.
¿La habría visto Kabler?
Tenía miedo de mirar por encima de su hombro y averi-guarlo. En todo caso, sólo habría podido verle el perfil, casi de espaldas.
¿Sólo? Eso sería suficiente. Habían estado juntos duran-te horas.
Cruzó precipitadamente la puerta que llevaba al vestí-bulo.
«Por favor. Que no me haya visto.»
Bajó a toda prisa los cuatro escalones hasta el jardín. Se arriesgó, por fin, a echar una rápida ojeada hacia atrás.
Kabler, con el ceño fruncido, se abría paso entre la gen-te que ocupaba el vestíbulo.
La alcanzó justo al pie de aquellos escalones y, tras asir-la del brazo, la obligó a volverse hacia él.
– Déjeme. -Le miró a los ojos-. Hay gente a menos de veinte pasos de nosotros. Gritaré.
– No lo harás. No quieres estropear lo que te ha traído hasta aquí, sea lo que sea. Te dije que te alejaras de Tanek. Mira lo que te ha hecho. -Hablaba en un tono casi herido-. No quiero hacerte daño. Déjalo. Todavía puedo salvarte.
– ¿Intercediendo por mí ante su amigo Gardeaux? -re-plicó ella, duramente.
– Esa basura no es mi amigo, y tampoco atendería a nin-guna explicación si supiera que estás aquí.
– ¿No se lo ha dicho?
– Le he dicho que me parecía que había visto a un cono-cido mío. No quiero que mueras, Nell. Deja que coja a Ta-nek. También es escoria, como los demás.
– ¿Y usted, qué es?
Kabler pareció desmoronarse.
– Ya no podía luchar contra ellos. Llevaba demasiado tiempo haciéndolo. Llegué a mi casa desde Idaho, aquel día, y uno de los hombres de Gardeaux me estaba esperando. El médico de mi hijo también. Mi hijo tiene leucemia. Se me-rece la mejor atención, y ahora puedo dársela. No puedes vencerles. Tienen demasiado dinero y poder. Nadie pue-de vencerles.
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