Raymond Chandler - El largo adios

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Obra de madurez de Raymond Chandler, EL LARGO ADIÓS (1953) discurre a través de una compleja trama que se urde en torno a Terry Lennox millonario consorte y veterano de guerra con el que Marlowe simpatiza a primera vista y su acaudalada mujer. El detective no sólo encarna aquí, una vez más, una honradez y rectitud que, por raras, lindan con la extravagancia, sino que a lo largo del libro, tanto él como el resto de personajes que se imbrican en la acción, son matizados con una sensibilidad que hace que la novela trascienda de forma indudable de las convenciones del género.

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– Muy bien, amigazo; usted manda. Y recuerde, si las cosas se ponen feas, usted tiene carta blanca. No me debe nada. Tomamos juntos algunas copas y llegamos a ser amigos, y yo hablé demasiado de mi persona. En su tarro de café le dejé cinco cheques al portador. No se enoje conmigo.

– Hubiera preferido que no lo hiciera.

– Nunca podré gastar ni la mitad de lo que tengo.

– Buena suerte, Terry.

Los dos norteamericanos estaban subiendo al avión. Un muchacho fornido, de cara ancha y morena, salió del edificio de la oficina, hizo un gesto con la mano y señaló al avión.

– Suba a bordo -dije-. Sé que usted no la mató. Por eso estoy aquí.

Trato de dominarse, pero su cuerpo se puso rígido y tenso. Se dio vuelta lentamente y me miró.

– Lo siento -expresó con calma-. Pero en eso está equivocado. Voy a ir caminando despacio hasta el avión. Tiene tiempo más que suficiente para detenerme.

Comenzó a andar. Yo lo observaba. El muchacho que estaba a la puerta de la oficina seguía esperando, pero no parecía demasiado impaciente. Los mexicanos rara vez lo son. Se agachó, palmeó la maleta de cuero de cerdo y sonrió a Terry. Después se hizo a un lado y Terry atravesó la puerta. Al cabo de un instante Terry apareció por el otro lado de la puerta, donde se encuentran esperando los empleados de aduana cuando uno llega de viaje. Terry seguía caminando lentamente hacia la escalerilla. Allí se detuvo y me miró. No hizo señal ni ademán alguno. Yo tampoco. Después subió al avión y la escalerilla fue retirada.

Entré en el Olds , lo puse en marcha, di la vuelta y recorrí la mitad de la playa de estacionamiento. La mujer alta y el hombre de corta estatura estaban todavía en el campo. La mujer hacía señas con un pañuelo. El avión comenzó a deslizarse hasta el extremo del campo, levantando una polvareda enorme. Al llegar al final dio la vuelta y los motores comenzaron a bramar con ruido ensordecedor. Empezó a moverse hacia adelante, tomando velocidad lentamente.

En su marcha levantó nubes de polvo, y por fin despegó. Lo observé elevarse lentamente en el cielo borrascoso, hasta que se perdió de vista en dirección al sudeste.

Después partí. En el cruce fronterizo nadie me dirigió ni una mirada, como si mi rostro tuviera tanta importancia como las manecillas de un reloj.

Capítulo VI

El regreso desde Tijuana es largo y penoso, uno de los caminos más aburridos del estado. Tijuana no es nada; todo lo que quieren allí son dólares. El chico que se acerca al costado del coche y lo mira a uno con grandes ojos ansiosos, diciendo: “Una moneda, por favor, mister ”, tratará de vender a su hermana en la próxima frase. Tijuana no es México. Toda la ciudad fronteriza no es nada más que una ciudad fronteriza, así como la tierra ribereña no es más que tierra ribereña. ¿San Diego? Uno de los puertos más hermosos del mundo, pero no hay nada en él, excepto el cuerpo de la marina y algunos barcos pesqueros. Por la noche es tierra de hadas. El oleaje es tan suave como una anciana cantando himnos. Pero Marlowe tiene que regresar a su casa y comenzar a trabajar.

El camino hacia el Norte es tan monótono como la canción del marinero. Se atraviesa una ciudad, se baja por una colina y se recorre un tramo de playa, una ciudad, una colina y un tramo de playa.

Eran las dos de la tarde cuando regresé. Me estaba esperando un Sedan oscuro, sin chapa policial, sin luz roja, sólo con la antena doble, y no son los coches de la policía los únicos que las llevan. Estaba en mitad de la escalera cuando salieron del coche y me llamaron a gritos, era la pareja habitual, con su vestimenta de costumbre y su sempiterno movimiento firme y acompasado, como si el mundo entero estuviera esperando en silencio para que ellos le dijeran lo que tienen que hacer.

– ¿Usted se llama Marlowe? Queremos hablar con usted.

Me mostró la insignia pero lo hizo con tal rapidez que apenas pude ver el reflejo y, por lo que capté muy bien podría haber pertenecido al cuerpo de Control Sanitario. Tenía el cabello rubio grisáceo y parecía un tipo pegajoso. Su compañero era alto, bien parecido, pulcro, pero había en él algo claramente desagradable y sórdido, un rufián de buenas maneras. Tenían ojos escrutadores y vigilantes, ojos pacientes y cuidadosos, fríos, desdeñosos; ojos de policía, ojos que habían adquirido su expresión en la escuela de policía.

– Soy el sargento Green, de la Sección Homicidios.

Este es el detective Dayton.

Seguí subiendo la escalera y abrí la puerta. A los policías no se les estrecha la mano. Demasiada intimidad.

Se sentaron en el living. Abrí las ventanas y empezó a soplar una suave brisa. Green hizo el gasto de la conversación.

– ¿Conoce a un tal Terry Lennox, no?

– De vez en cuando hemos tomado juntos una copa.

Vive en Encino; se casó por dinero. Nunca estuve en su casa.

– De vez en cuando -repitió Green-. ¿Eso qué quiere decir? ¿Con cuánta frecuencia?

– Es una forma de decir, una expresión vaga, en términos generales. Podría ser una vez a la semana o una vez cada dos meses.

– ¿Conoce a su mujer?

– La encontré una vez, por unos instantes, antes de que se casaran.

– ¿Cuándo y dónde fue la última vez que lo vio?

Agarré la pipa que estaba sobre la mesita y la llené. Green se inclinó hacia mí. El tipo alto estaba sentado más lejos y sostenía en la mano bolígrafo y un bloc de bordes rojos.

– Aquí es donde yo digo: “¿Pero a qué viene todo esto?”, y usted responde: “Las preguntas las hacemos nosotros.”

– De modo que usted limítese a contestarlas, ¿eh?

Encendí la pipa. El tabaco estaba un poco húmedo; me llevó bastante tiempo y tres fósforos encenderla.

– Dispongo de tiempo -concedió Green-, pero ya he perdido una buena parte esperándolo y dando vueltas por ahí. De modo que muévase, señor. Sabemos quién es usted y se imaginará que no estamos aquí para que se nos abra el apetito.

– Déjeme pensar -le dije-. Solíamos ir bastante a menudo al bar Victor y no con tanta frecuencia a La Linterna Verde y a El Toro y El Oso …, ese lugar que queda al final del Strip y que trata de imitar a una hostería inglesa…

– Acabe con eso.

– ¿Quién ha muerto? -pregunté.

El detective Dayton intervino con voz dura, experimentada, una de esas voces que parecen querer decir: “No trate de hacerse el vivo conmigo.”

– Usted limítese a contestar las preguntas, Marlowe. Estamos realizando una investigación de rutina. Eso es todo lo que tiene que saber.

Tal vez estuviera cansado e irritable. Tal vez me sintiera un poco culpable. Me di cuenta de que podría odiar a aquel tipo sin siquiera conocerlo, que de sólo verlo en el fondo de una cafetería cualquiera me entrarían ganas de arrancarle los dientes.

– Basta, Jack -le dije-. Guarde esa terminología para la oficina de menores…, aunque hasta a ellos les daría risa.

Green lanzó una risita ahogada. Aparentemente nada cambió en la cara de Dayton, pero, de pronto, pareció diez años más viejo y veinte años más detestable. Su respiración era sibilante.

– El aprobó el examen de Derecho -dijo Green-. Usted no puede hacerse el vivo con Dayton.

Me levanté sin prisa y me dirigí a la biblioteca. Saqué el ejemplar encuadernado del Código Penal de California e hice ademán de alcanzárselo a Dayton.

– ¿Sería tan amable de indicarme dónde dice que estoy obligado a contestar a sus preguntas?

Se quedó duro, rígido. Tenía ganas de agarrarme a golpes y ambos lo sabíamos, pero el tipo quería esperar una buena oportunidad. Lo que significaba que no tenía confianza en que Green lo apoyara si se salía de la vaina a destiempo.

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