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Raymond Chandler: El largo adios

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Raymond Chandler El largo adios

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Obra de madurez de Raymond Chandler, EL LARGO ADIÓS (1953) discurre a través de una compleja trama que se urde en torno a Terry Lennox millonario consorte y veterano de guerra con el que Marlowe simpatiza a primera vista y su acaudalada mujer. El detective no sólo encarna aquí, una vez más, una honradez y rectitud que, por raras, lindan con la extravagancia, sino que a lo largo del libro, tanto él como el resto de personajes que se imbrican en la acción, son matizados con una sensibilidad que hace que la novela trascienda de forma indudable de las convenciones del género.

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– Oiga, Marlowe, no es el momento de…

– No tema, amigo; míster Huggins y míster Young son dos tipos de lo mejor. Hacen el café Huggins-Young para mí. Es el trabajo de su vida, su orgullo y su alegría. Uno de estos días me ocuparé de que consigan el reconocimiento que se merecen. Hasta ahora todo lo que han hecho es ganar dinero. No podemos esperar que se contenten con eso.

Lo dejé y me dirigí a la cocina. Puse a calentar el agua y bajé la cafetera del estante. Mojé el filtro y metí adentro la cantidad de café necesaria; el agua ya estaba hirviendo. Llené con agua la mitad inferior y la puse al fuego, y luego coloqué la parte de arriba y le di una vuelta para que quedara ajustada.

En aquel momento sentí que Terry se acercaba, se apoyó un instante en el marco de la puerta y después se dirigió hacia la mesa del desayuno y se deslizó en el asiento. Seguía tiritando. Saqué del armario una botella de Old Grand-dad y le serví una buena cantidad en un vaso grande. Sabía que necesitaría un vaso grande. Tuvo que usar ambas manos para llevárselo a los labios. Bebió un buen trago, puso el vaso sobre la mesa y se reclinó de golpe sobre el respaldo del asiento.

– Estoy casi listo -murmuró-. Parece como si hubiera estado sin dormir una semana entera. Anoche no descansé nada.

El agua de la cafetera estaba a punto de hervir. Puse la llama baja y observé cómo se levantaba el agua. Se mantuvo un poco en el fondo el tubo de vidrio. Subí la llama lo suficiente para que el agua pasara por el codo y en seguida la bajé de nuevo. Revolví el café y lo tapé. Marqué tres minutos en el reloj. Este Marlowe es un muchacho muy metódico. Nada debe interferir en su técnica de preparar café. Ni siquiera una pistola en manos de un tipo desesperado.

Le serví otro trago.

– Siéntese ahí -le pedí-. No diga una palabra y quédese sentado.

La segunda vuelta pudo tomarla con una sola mano.

Me lavé rápidamente en el baño cuando volvía sonó el timbre del reloj de la cocina. Apagué el fuego y coloqué la cafetera en la mesa, sobre un pie de paja. ¿Por qué me detengo en cada uno de aquellos detalles? Porque la atmósfera cargada hacía que cada una de esas pequeñas cosas pareciera una representación, un movimiento preciso y muy importante. Era uno de aquellos momentos hipersensibles en que todos los movimientos automáticos, por más habituales, por más antiguos que sean, se convierten en actos independientes de la voluntad. Es como el hombre que aprende a caminar después de sufrir parálisis. Tiene que empezar todo de nuevo.

El café había bajado ya, el aire entró en el recipiente con su habitual bullicio, el café burbujeó y después se calmó. Saqué la parte superior de la cafetera y la puse sobre el escurridor de la tapa.

Serví dos tazas de café y a la suya le agregué una medida de whisky.

– Para usted café puro, Terry.

En la mía puse dos terrones de azúcar y un poco de leche.

En esos momentos ya estaba saliendo de mi embotamiento matutino. No sabía cómo había hecho para abrir la nevera y sacar el recipiente de leche.

Me senté frente a él. No se había movido; estaba apoyado en el rincón, rígido. De pronto, en forma inesperada agachó la cabeza sobre la mesa y comenzó a sollozar.

No prestó atención cuando me incliné sobre la mesa y le saqué la pistola del bolsillo. Era una Mauser 7.65; una belleza. La olfateé, no había disparado con ella. Solté la cámara de los cartuchos; estaba llena. No había nada en la recámara.

Terry levantó la cabeza, vio el café y comenzó a tomarlo lentamente sin mirarme.

– No maté a nadie -dijo.

– Bueno… no recientemente al menos. Y tendría que limpiar la pistola. Me resulta difícil pensar que pueda matar a alguien con esto.

– Le contaré todo -expresó.

– Espere un momento.

Bebí el café lo más rápido que pude, pues estaba muy caliente, y llené la taza de nuevo.

– La cosa es así -le previne-. Tenga mucho cuidado con lo que va a contarme. Si realmente quiere que lo lleve a Tijuana, hay dos cosas que no me debe decir. Una… ¿Me escucha?

Hizo un leve signo de asentimiento. Tenía la vista clavada en la pared, arriba de mi cabeza, con los ojos muy abiertos. Las cicatrices aparecían lívidas, y aunque el rostro parecía blanco como el de un cadáver, resaltaban lo mismo.

– Una -repetí lentamente-, si ha cometido un delito o lo que la ley llama un delito… quiero decir un delito serio; no me cuente nada sobre ello. Dos, si tiene conocimiento de que se ha cometido un delito así, tampoco me lo diga. Al menos si quiere que lo lleve a Tijuana. ¿Está claro?

Me clavó la vista. Sus ojos me enfocaron, pero carecían de vida. Había tomado todo el café, y aunque seguía pálido se sentía fuerte. Le serví otra taza de la misma forma que la anterior.

– Estoy en dificultades -dijo.

– Ya lo sé, pero no quiero saber de qué se trata. Tengo que ganarme la vida y tengo una licencia que proteger.

– Podría apuntarle con la pistola -contestó.

Hice una mueca y le alcancé el arma por encima de la mesa. La miró, pero no hizo ademán de tocarla.

– No podría apuntarme con ella hasta Tijuana, Terry, ni cuando cruzáramos la frontera o llegáramos a la escalerilla del avión. Soy un hombre que ocasionalmente tiene que vérselas con pistolas. Olvidémonos de la pistola. Sería divertido que tuviera que decirle a la policía que sentía tanto miedo que me vi obligado a obedecerle. Suponiendo, claro está, que hubiera algo que decir a la policía, cosa que ignoro.

– Óigame -dijo Terry-, será mediodía o tal vez más tarde antes de que alguien llame a la puerta. La mucama sabe muy bien que no tiene que molestarla cuando duerme hasta tarde. Pero alrededor del mediodía la mucama golpeará la puerta y entrará. Ella no estará en su cuarto.

Yo seguí tomando el café a sorbos y no dije nada.

– La mucama se dará cuenta de que no se acostó en la cama -prosiguió Terry-. Entonces la buscará en otro lugar. Hay un gran pabellón de huéspedes bastante alejado del edificio principal. Tiene su propio camino, garaje y todo lo demás. Sylvia pasó la noche allí. La mucama la encontrará finalmente.

Fruncí el ceño.

– Tengo que tener mucho cuidado con las preguntas que le hago, Terry. ¿No pudo haber pasado la noche fuera de la casa?

– Su ropa está tirada por todo el cuarto. Nunca cuelga nada. La mucama se dará cuenta de que se puso el salto de cama encima del pijama y que salió en esta forma. De modo que sólo pudo haber ido al pabellón de huéspedes.

– No necesariamente -contesté.

– Sólo pudo haber ido al pabellón de huéspedes. ¡Diablos! ¿Usted cree que no se sabe lo que pasa allí? Los sirvientes siempre saben.

– Sigamos -dije.

Se pasó un dedo con tanta fuerza por la mejilla sana que dejó marcada una línea roja.

– Y en el pabellón de huéspedes -prosiguió lentamente-, la doncella encontrará…

– A Sylvia borracha perdida, insensible, helada hasta la médula de los huesos -dije con voz ronca.

– ¡Oh! -Reflexionó un momento y agregó-: Por su puesto; eso es lo que pasará. Sylvia no es una borrachina cualquiera. Cuando se pasa al otro lado lo hace en forma drástica.

– Este es el fin de la historia, o casi. Déjeme que improvise. La última vez que bebimos juntos estuve un poco brusco con usted y lo dejé plantado no sé si se acuerda. Me hizo poner furioso. Después lo pensé mejor y comprendí que usted sólo trató de expresar el desprecio que sentía por sí mismo. Me dijo que tiene pasaporte y visado. Lleva bastante tiempo conseguir el visado para México; no dejan entrar a cualquiera por las buenas. De modo que hace tiempo que planeaba irse. Me he estado preguntando cuánto tiempo sería capaz de aguantar.

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